Spanish Tales for Beginners

—Ahora toca, Juanillo, toca con todas tus fuerzas.

El ciego comenzó á ejecutar una marcha guerrera. El silencioso hotel se estremeció de pronto, como una caja de música cuando se le da cuerda.... Santiago exclamaba de vez en cuando:

—¡Más fuerte, Juanillo, más fuerte!

Y el ciego golpeaba el teclado, cada vez con mayor brío.

—Ya veo á mi mujer detrás de las cortinas... ¡adelante, Juanillo, adelante!... ji... ji... me hago como que no la veo... se va á creer que estoy loco... ¡ji ji!... ¡adelante, Juanillo, adelante!

Juan obedecía á su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer á su cuñada y besar á sus sobrinos.

—Ahora veo á mi hija Manolita, que sale: también se ha despertado Paquito... ¡No te he dicho que todos iban á recibir un susto!... No toques más, Juan, no toques más.

Cesó el estrépito infernal.

—Vamos, Adela, Manolita, Paquito, venid á dar un abrazo á mi hermano Juan. Éste es Juan de quien tanto os he hablado, á quien acabo de encontrar en la calle á punto de morirse helado entre la nieve....

La noble familia de Santiago vino inmediatamente á abrazar al pobre ciego. La voz de la esposa era dulce y armoniosa: Juan creía escuchar la de la Virgen: notó que lloraba cuando su marido relató de qué modo le había encontrado. Y todavía quiso añadir más cuidados á los de Santiago: mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies; después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza una gorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca, acariciándole y dejándose acariciar de su tío. Todos escucharon en silencio y embargados por la emoción el breve relato que de sus desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba: los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás á tener hambre ni á salir á la calle sin paraguas, verdad, tiito?... yo no quiero, Manolita no quiere tampoco... ni papá, ni mamá.

—¡Á que no le das tu cama, Paquito!—dijo Santiago, pasando á la alegría inmediatamente....

—No quiero cama ahora,—interrumpió Juan... ¡me encuentro tan bien aquí!

—¿Te duele el estómago como antes?—preguntó Manolita abrazándole y besándole.

—No, hija mía, no, ¡bendita seas!... no me duele nada... soy muy feliz... lo único que tengo es sueño... se me cierran los ojos sin poderlo remediar....

—Pues, por nosotros no dejes de dormir, Juan,—dijo Santiago.

—Sí, tiito, duerme, duerme—dijeron á un tiempo Manolita y Paquito echándole los brazos al cuello y cubriéndole de caricias...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y se durmió en efecto. Y despertó en el cielo.

Al amanecer del día siguiente, un agente de orden público tropezó con su cadáver entre la nieve. El médico de la casa de socorro certificó que había muerto por la congelación de la sangre.

—Mira, Jiménez—dijo un guardia de los que le habían llevado, á su compañero.

—¡Parece que se está riendo!

LA BALLENA DEL MANZANARES

...EN el portillo de Gilimón [de Madrid].... vivía un tal Alvar, que gozaba de gran celebridad en Madrid.

Alvar era la verdadera gacetilla de la villa: no había incendio, ni asesinato, ni robo, ni paliza, ni casamiento, ni bautizo, que él no supiera antes que los incendiados, ó los asesinados, ó los robados, ó los apaleados, ó los casados, ó los bautizados.

Dar el primero una noticia triste ó alegre, era para Alvar la felicidad suprema.

Ver Alvar desde su ventana, que daba al paseo de los Melancólicos, que un ladronzuelo arrebataba la capa á un melancólico, y salir desempedrando las calles de Madrid del Sur, pregonando el robo, no para tener el gusto de que acudiesen á perseguir al ladrón, sino para tener el gusto de dar la noticia antes que nadie, todo era uno.

Pero la manía de Alvar no consistía sólo en la novelería, que consistía también en pretender que sus ojos, ó su oído, ó su inteligencia, nunca se equivocaban.

Una tarde, víspera de San Isidro, discurrían dos vecinos suyos sobre si al día siguiente se le mojarían ó no las polainas al Santo, y oyendo Alvar la disputa, se acercó á dar su opinión con la seguridad con que siempre la daba: su opinión era que al día siguiente no se le mojarían al Santo las polainas.

Como los vecinos sabían que el Santo labrador es tan aficionado á solemnizar su fiesta mojando la tierra, como los madrileños á solemnizarla mojando la palabra, pusieron en duda el pronóstico de Alvar, y éste, que era soberbio y vanidoso á más no poder, cogió tal berrinche, que á poco más la emprende á palos con los vecinos.

Una hora después empezó á llover á mares, y no lo dejó en toda la noche, con gran mortificación del desmedido amor propio de Alvar.

Al amanecer, el Manzanares bramaba de coraje por no tener á mano á los que le habían llamado aprendiz de río y otras picardías por el estilo, y Alvar se plantó de pechos á la ventana para ver la riada, y para ver si el Manzanares hacía alguna cosa que mereciera contarse, pues el pobre Alvar rabiaba por desquitarse del fiasco que había hecho metiéndose á almanaquista.

El encargado de la sucursal del cosechero de Móstoles oyó aquella misma mañana un gran ruido hacia la praderita interpuesta entre su ventorrillo y el río, y al asomarse á la ventana vió que el río acababa de invadir la pradera y se llevaba las cubas vacías.

De dos saltos se plantó á orilla de la furiosa corriente, y empezó á hacer sobrehumanos esfuerzos á ver si podía salvar las cubas; pero las cubas continuaban navegando río abajo.

El tabernero, ya junto al puente de Toledo, cuando iba perdiendo toda esperanza de rescatarlas y se cansaba de seguirlas, vió á la orilla opuesta á dos de sus mejores parroquianos y les hizo señas para que se lanzaran al río á detenerlas; pero los parroquianos le contestaron, también por señas, que no se atrevían. Era tal el ruido del río, que no era posible entenderse más que por señas; pero el tabernero, creyendo que aquel par de borrachos no se resistirían á lanzarse al agua si les decía que del agua sacarían vino, empezó á gritarles con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Una va llena! ¡una va llena!

Oir Alvar este grito, exhalar otro de sorpresa y alegría, y lanzarse á la calle, todo fué uno. En cuatro minutos recorrió el barrio gritando:

—¡Una ballena en el Manzanares! ¡Una ballena!

Y en seguida tomó la puerta de Toledo y corrió hacia el río, para tener la gloria de ser el primer madrileño que viese la ballena que bajaba por el Manzanares.

Entretanto, Madrid estaba alborotado, porque aquella sorprendente noticia había corrido con la celeridad del relámpago desde la puerta de Toledo á la de Santa Bárbara, desde la puerta de Alcalá á la de Segovia, y desde el Salitre á las Maravillas.

Y el pueblo de la coronada villa del oso, armado de escopetas, de redes, de hachas, de ganchos de trapero, de piquetas, de cuchillos, de navajas de afeitar, de sierras,... afluía en inmenso tropel, estrujándose y pisándose y despachurrándose hacia el Manzanares, cuyos bufidos creía ser los del enorme cetáceo.

Alvar, que llegó á la orilla del Manzanares un poco antes que los dos más ligeros, vió al tabernero que había anunciado la aparición de la ballena al pie de un gran ribazo contemplando sus cubas, que desaparecían allá á lo lejos entre los tumbos de la corriente.

—¿Por dónde va la ballena?—le preguntó con ansia indecible.

—¿Qué ballena?—replicó el tabernero.

—¡Otra te pego! ¿No has gritado que iba por el río abajo una ballena?

—No hay tales carneros. Lo que yo he dicho es que de las cubas que me lleva el río, una va llena.

—¡Rayo de Dios!—exclamó Alvar bramando de cólera.—¡Yo te enseñaré á no pronunciar la V como se pronuncia la B! ¡Toma, y anda á burlarte de la cabra de tu madre!

Y enarbolando el bastón, empezó á medir las costillas al tabernero, que gritaba:

—¡Socorro! ¡Que me matan! ¡Que me dan de palos!

En aquel instante asomaron al ribazo los dos primeros curiosos de las inmensas turbas que se agolpaban hacia el río.

—¿Quién da de palos?—preguntaron los segundos, que no alcanzaban aún á ver el sitio de la paliza.

—Alvar da, Alvar da—contestaron los que lo veían.

Y esta voz, con una pequeña modificación, recorrió en un instante la multitud hasta la puerta de Toledo.

La pequeña modificación consistía en haberse convertido la frase «Alvar da» en el substantivo (¡Dios nos libre!) albarda.

El pueblo de la villa del oso tornó inmediatamente á sus hogares, reconociendo que merecía empinarse á un madroño por haber creído que el Manzanares arrastraba una ballena cuando arrastraba una albarda.

Y cuentan que el mismo Alvar formó desde aquel día tan pobre idea de sí propio, que cada vez que oía á las verduleras de Leganés decir: «¡Arre, borrico!» lo tomaba por una alusión personal....

LA CASA DONDE MURIÓ

I

CAMINO del pueblo de B..., situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.

Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.

Serían las seis cuando el carruaje se detuvo á la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos á una capilla donde se veneraba á Nuestra Señora de las Mercedes, á la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra ó de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón ví á una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.

Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vió á la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba á alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole á detenerse.

—¿Qué desea V., madre María?—le preguntó en un tono que quería parecer sereno.

—Lo de siempre,—contestó la vieja, en cuya mirada noté cierto extravío,—preguntarte en dónde has ocultado á mi niña. Diez años hace que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me han dicho en el pueblo que vienes aquí para celebrar tu boda con otra.

—No ignora V., madre María, que su hija murió hace diez años y que yo pagué su entierro para que su hermoso cuerpo descansase en este campo santo. Á mi vez le pregunto: ¿dónde se encuentra la tumba de la pobre Teresa?

—¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué la cruz que me indicaba el lugar donde me decían que estaba ella, y ¿sabes lo que ví? Un hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente removida. Había cumplido el plazo, y como nadie cuidó de renovarlo y pagar, aquel rincón no pertenecía ya á mi hija, y la habían echado á la fosa donde arrojan á los pobres, á los que entierran de limosna.

—¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero para esa renovación—exclamó Fernando.

—No digo que no, pero la persona á quien tú escribiste estaba gravemente enferma, en dos meses no abrió tu carta y entonces ya era tarde.

El joven bajó la cabeza y no replicó.

—¿Con quién te casas?—le preguntó la vieja.

—Con la señorita Cristina López.

—¿Y cuándo te casas?

—Dentro de tres días.

—Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu desposada y no tardará en venir á buscarte.

—Madre María—dijo con tristeza el joven,—Teresa no puede venir; los muertos no salen de los sepulcros.

—Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy vete en paz.

—Adiós,—murmuró Fernando, dirigiéndose hacia la salida del cementerio, donde yo le seguí.

—Sin duda te habrá extrañado lo que acabas de ver y oir,—me dijo apenas estuvimos fuera;—pero no será así cuando te cuente esa historia de los primeros años de mi juventud, que deseo conozcas en todos sus detalles. Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas visitan la casa que hemos de habitar y en la que está mi tía, la futura madrina de mi boda y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás todo.

Cristina y su madre nos esperaban, en efecto, y juntos nos dirigimos á casa de la tía de Fernando, que estaba situada en la plaza del pueblo, haciendo esquina á una calle estrecha y sombría, en la que, sin saber por qué, entré con una profunda tristeza.

La tía del joven no me agradó; era una señora de unos cincuenta años, alta, delgada, con ojos grises muy pequeños, nariz larga que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y cabellos casi blancos recogidos en una gorra de color obscuro. Estaba muy enferma, y como había servido de madre á Fernando, éste había suplicado á la señora de López que la boda se celebrase en el pueblo, para evitar á su tía las molestias de un viaje que, aunque corto, hubiera sido sumamente penoso para ella.

Mientras las señoras visitaban la casa y recibían á los numerosos amigos que acudieron al saber su llegada, Fernando, que se había obstinado en no subir al piso superior, me llamó, me hizo sentar á su lado, y empezó la prometida historia en estos términos:

—Hace once años, cuando sólo tenía yo veinte, y había acabado la carrera de abogado en Madrid, mi padre me envió una temporada á este pueblo para que hiciese una visita á su única hermana, que es esa señora á quien acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me había educado sin sus consejos, lejos también de mi padre, al que retenían fuera de su casa constantes ocupaciones; así es que puedo asegurar que desconocía casi totalmente lo que eran los goces de familia. Aunque heredero de una mediana fortuna, no debía entrar en posesión de ella hasta mi mayor edad; tenía muchos compañeros de estudios, pero ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir que, hallándome casi solo en el mundo, me apresuré á aceptar con júbilo lo que mi padre me proponía, poniéndome en camino para este pueblo con el alma inundada de dulces emociones. ¿Correspondió esto á lo que yo esperaba? Seguramente no. Mi tía, á la que no veía desde niño, me fué al pronto repulsiva, por más que se mostrara desde luego cariñosa y tolerante conmigo; el pueblo me pareció triste, á pesar de sus jardines y de las pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes poco simpáticos, aunque todos me saludaban con afecto. Me dediqué á la caza, estudié un tanto la botánica, y así se pasó un mes, durante el cual llegué á reconciliarme con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.

Una mañana, al volver á casa, encontré, al pasar por una de las habitaciones, á una muchacha de quince á diez y seis años, á la que nunca recordaba haber visto, cosiendo con el mayor afán. Al oir mis pasos alzó la cabeza, y aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no fué tan pronto para que no hubiera observado que tenía una frente blanca y pura que adornaban hermosos cabellos castaños, ojos pardos que lanzaban miradas francas é inocentes, una boca pequeña, una nariz más graciosa que perfecta y unas mejillas coloreadas por un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero pregunté á un criado quién era, sabiendo por él que venía á coser casi todos los días á casa de mi tía Catalina, que era huérfana de padre, y que mantenía á su madre enferma, de la que era el único sostén.... La historia me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa, no habíamos amado nunca; empezamos á hablar, sin que mí tía lo advirtiese, y acabamos por adorarnos. Teresa no había recibido una educación vulgar; hasta los doce ó trece años había estudiado en el convento de religiosas del pueblo, saliendo de él á la muerte de su padre, acaecida hacía cuatro años.

No sé quién refirió á mi tía nuestros amores; ello es que los supo, que me amonestó con dureza, amenazándome con hacerme marchar á Madrid, después de escribírselo todo á mi padre; y desde entonces la joven no volvió á mi casa, y tuve diariamente que saltar las tapias de su jardín para verla y hablarle sin que su madre lo advirtiera, pues también se oponía á nuestras amorosas relaciones.

Así estaban las cosas, cuando hace poco más de diez años caí gravemente enfermo, atacado de unas calenturas contagiosas. Mi tía se alejó de mí, los criados se negaron á asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron á ser mis enfermeras, no pudiendo oponerse mi tía á ello porque mi estado era cada vez más alarmante y exigía continuos cuidados.

Desde el momento en que Teresa estuvo á mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre desaparecía por instantes; pero se me figuraba ver que las mejillas de mi amada tomaban tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos y ardientes, que sus ojos brillaban con un fuego extraño. La enfermedad que huía de mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo mal el que la devoraba.

—¿Qué tienes?—le pregunté.

—He pedido tanto á Dios que salvase tu vida á costa de la mía,—murmuró la joven,—que me parece que por fin se ha dignado escucharme y me voy á morir antes que tú.

Aquello era cierto; por la noche Teresa se agravó tanto, que no pudo volver á su casa, y mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que descansase; entonces estaba profundamente agradecida á los tiernos cuidados de la joven.

Excusado es decir que doña Catalina pensaba renunciar para siempre á su habitación y á su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.

Me restablecí pronto, á medida que el estado de la joven iba siendo peor.

Estaba desesperado, loco. Su madre también empezaba á perder la razón. Un día me dijo el médico: «Ya no hay remedio para este mal.» Y ella también murmuró á mi oído:—«Me muero, pero soy feliz, porque tú me amas y me amarás siempre.»

—¡Oh, te lo juro!—exclamé;—mi corazón y mi mano no serán de otra mujer jamás.

—Eso lo sé mejor que tú,—dijo sonriendo dulcemente; también sentiré celos desde otro mundo de la mujer á quien ames, y no consentiré que seas perjuro. No quieras á otra, no te cases nunca; no hay un ser en la tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te aguardaré en el cielo.

Dos días después expiraba aquella angelical criatura, que ofreció á Dios su vida á cambio de la mía.

Su madre se volvió loca.

Pagué el entierro de Teresa; compré una sepultura por diez años.... ya sabes que hoy ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo; envié una carta á mi tía, que no la leyó hasta dos meses después de cumplirse el plazo, porque ella también estaba enferma.

Decirte que durante estos diez años el recuerdo de Teresa me ha perseguido constantemente, sería faltar á la verdad; he amado á otras mujeres, y hace cuatro años estuve á punto de casarme con una hermosa joven; pero la desgracia hizo que un mes antes de verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen un pretendiente á la mano de mi amada mejor que yo, éste me fué preferido por ellos, y la novia tuvo que someterse á la voluntad de sus tiranos.

Hoy adoro á Cristina y quiero unir su suerte á la mía, como ya se han unido nuestras almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad me ha traído al pueblo donde vivió Teresa; habito esta morada llena con su recuerdo; vengo á pasar los primeros días de mi matrimonio en la casa donde ella murió, y un secreto presentimiento me dice que Cristina no llegará á ser esposa mía. Ahí tienes la historia de mis amores: ¿crees que mi temor sea fundado, ó que la exaltación en que me hallo es hija de mis pasadas desdichas?

Procuré tranquilizar á Fernando, y después, mientras el joven se reunía á su bella prometida, tuve deseos de ver aquella habitación donde Teresa había muerto, y me hice conducir á ella por un antiguo servidor de doña Catalina.

II

Entré en una sala lujosamente amueblada; pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetito en el que estaba la alcoba donde murió la desgraciada niña. Un lecho de madera tallada, algunas sillas de tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunos cuadros se veían en la pieza, todo cubierto de polvo, señal evidente de que aquella parte de la casa estaba abandonada por completo. El gabinete tenía una sola ventana con vistas á la calle estrecha y sombría, á la que hacía esquina la casa de Fernando; enfrente de la ventana había un armario de espejo; á un lado de éste estaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas sillas iguales á las del dormitorio completaban el mueblaje del gabinete que diez años antes perteneció á la tía de Fernando.

Permanecí allí breves instantes, y luego, llegada ya la hora de la cena, fuí en busca de la familia y de sus convidados, sentándonos todos á una mesa suntuosamente servida. La cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla, un suceso imprevisto vino á turbar la alegría de algunos y á causar profunda impresión en el ánimo de Fernando. Las campanas de la parroquia tocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste, parecía una queja que hería nuestros oídos á la vez que nuestro corazón.

—¿Á qué tocan?—preguntó Cristina á un criado que estaba cerca de ella.

—Á agonía,—contestó el hombre con tono indiferente.—Aquí en los pueblos, señorita, se toca por todo: cuando uno va á morir, cuando muere, cuando es el funeral y...

—¿Quién está muriendo?—interrumpió Cristina.

—Una joven de diez y siete años.

—¿Cómo se llama?—preguntó Fernando, cuyo rostro estaba lívido.

—Teresa,—dijo el criado.

Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa; Fernando bajó los ojos, y observé que sus manos temblaban; en Cristina y su madre sólo se advertía una profunda compasión hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso de su vida, en lo más florido de su juventud, iba á abandonar esta tierra por un mundo desconocido....

Fernando, pretextando que el calor que en el comedor hacía era sofocante, pidió permiso para retirarse un momento á la habitación inmediata, y yo le seguí.

—¿Qué te pasa?—le pregunté.

—Se llama Teresa y tiene diez y siete años—murmuró.

—Es una casualidad.

—Una casualidad así, ¿no te parece un mal presagio tres días antes de mi boda?

Procuré distraerle, pero en vano: la campana lanzaba un tañido más fúnebre todavía y Fernando, que conocía aquel toque, me dijo que la enferma había dejado de existir.

Le hice entrar de nuevo en el comedor, y las dulces palabras de Cristina vencieron los temores de Fernando, que permaneció tranquilo hasta las doce de la noche, hora en que todos nos despedimos hasta el día siguiente, retirándonos cada cual á nuestras respectivas habitaciones. La mía tenía una ventana con vistas á la plaza y se hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me era posible conciliar el sueño; me puse á leer un rato, escribí otro, y por último me levanté y empecé á pasear con alguna agitación por la alcoba.

Un instante después noté cierto movimiento en la de Fernando, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadas que empezaron á sonar sobre el techo de mi cuarto se perdieron á lo lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi presencia era necesaria al joven. Sin darme cuenta de mis acciones, salí precipitadamente en dirección al sitio donde murió Teresa.

Mi amigo se hallaba á dos pasos de la puerta del gabinete sin atreverse á abrirla. Al verme, no pareció extrañar que me hubiera levantado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y extendiendo su mano hacia la habitación cerrada, me dijo:

—Hace diez años que no entro ahí.

—Ni hoy entrarás tampoco, exclamé con decisión.

Tú estás loco y has empezado á contagiarme. No debiste nunca volver á esta casa, ni aún á este pueblo.

—Hace once años que mi tía es una madre para mí; once años que sé lo que es el amor filial: ¿querías que me casase lejos de ella?

—En buen hora; ya has cumplido con ese deber; ¿pero es preciso que entres ahí?

—Una vez sola,—dijo en tono suplicante;—una sola para saber si Teresa permite que me case con Cristina. Mira,—añadió,—si al entrar en su cuarto lo hallo todo como hace diez años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario, encuentro alguna alteración...

—Eres un niño,—le interrumpí;—pero si no deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.

Sabía, por haberlo visto por la tarde, que todo estaba igual en el cuarto donde murió Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al joven al gabinete.

Fernando abrió la puerta, y murmuró:

—Hay luz dentro.

Me estremecí á pesar mío; un frío glacial se apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara y distintamente en la alcoba de Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros paños, algunos hachones encendidos rodeando un ataúd, en el que descansaban los yertos despojos de una hermosa joven vestida de blanco y coronada de flores. Al lado de ella velaba una mujer en la que reconocí á la madre María, la loca que hallé por la tarde en el cementerio.

Fernando lanzó un grito extraño y se dejó caer de rodillas ocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos, dí algunos pasos y tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces y ví el dormitorio obscuro y desierto.

—Estamos los dos locos,—murmuré.

Volví en busca de Fernando y lo comprendí todo. Por la tarde el criado había dejado inadvertidamente abierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido, daba á una calle estrecha, y en la casa de enfrente, en una pobre habitación, se hallaba el cadáver de aquella joven desconocida, velado por la madre de Teresa. Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocado al lado de la puerta de la alcoba, y esto nos hizo suponer, á causa del estado excepcional en que Fernando y yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba en la propia casa de mi amigo. La presencia de la madre María era natural allí, pues según acostumbraba á hacer desde la muerte de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver de cualquiera joven que muriese en el pueblo. La que había dejado de existir era sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombre de su hija.

Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.

Le llamé repetidas veces y no me contestó nada.

Algo extraño é invisible ocurrió en aquella habitación; me pareció escuchar un confuso aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme en el armario para no caer.

—¡La casa donde murió!—exclamó Fernando con voz apagada;—tenía que ser así. Amada mía, espérame, ya voy.

Recobré al fin mi sangre fría, hablé á mi amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y las separé de su rostro, que parecía el de un muerto. Después salí corriendo para llamar á los criados en mi auxilio.

Media hora más tarde la señora de López, Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo, rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.

—¡Cuánto duerme!—exclamó Cristina.

Me acerqué á él, hice una seña al sacerdote, y éste puso una mano sobre el pecho de Fernando, retrocediendo al punto, porque el corazón de mi amigo no latía.

—¿Qué hay?—me preguntó doña Catalina; y comprendiendo lo que pasaba añadió:

—Era lo único que me quedaba en el mundo; cúmplase la voluntad de Dios.

El sacerdote pronunció en voz baja algunas oraciones.

Me volví hacia la puerta y ví á la madre María que, no sé cómo, se había introducido hasta allí.

—Mi hija es feliz,—murmuró;—me ha dicho que Fernando y ella se han desposado ya; sabía que esto no sucedería hasta que él viniese al cuarto donde Teresa estuvo enferma, á la casa donde murió. Diez años he aguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me ha concedido esta ventura!

LAS NOCHES LARGAS DE CÓRDOBA

(After many delays Mr. Frutos, a rich peasant-farmer, makes the journey of ten or twelve leagues, and comes to Cordova to visit Mr. Lopera and see the wonders of the ancient city.)

...EL señor Frutos llegó una tarde á Córdoba. Dejó el mulo en una posada, y de seguida se presentó en casa de su amigo. Como estaba tan gordo y el calor primaveral apretaba de firme, llegó colorado como un tomate y todo bañado en sudor y dando cada resoplido como un toro. Apenas se hubo sentado, ó desplomado sobre una silla, desenvainó una especie de colcha que le servía de pañuelo, se enjugó el cuello y la cara, y á renglón seguido, por no perder la costumbre, disparó un diluvio de necias preguntas á su amigo y huésped el benemérito Lopera. Respondió éste como mejor pudo y supo, y poco después de obscurecido, le llevó al comedor, donde sobre amplia mesa estaban tendidos los blancos manteles cubiertos de fina vajilla y apetitosos manjares. Pero el señor Frutos había comido por el camino, y ninguna gana tenía de cenar; en cambio, bebía como una esponja,... con lo que tornaba el sudor y volvía á relucir el descomunal pañuelo. Lopera le decía:

—Amigo Frutos,... déjese de beber, y tome alguna tajada, que esas carnes y esa corpulencia requieren cosa de más substancia y alimento.

—Con mucho gusto probaría de cualquiera de estos platos: huelen muy bien todos ellos; pero con el cansancio no tengo hambre, sino sed, y sed insaciable. Mañana ya verá V. si como con apetito.

—Es que de aquí á mañana el plazo no es tan breve como V. se lo figura, y podría entre tanto sentir debilidad, y no quiero que haya V. venido á honrar mi casa para en ella padecer hambre. ¿No ha oído V. hablar de las noches largas de Córdoba, amigo Frutos?

—No, señor; pero aquí sucederá como en mi pueblo, que las noches son largas en diciembre y enero, y cortas en el verano: esto lo saben hasta los niños y los tontos.

—Sin duda así es, y por mi parte no diré lo contrario. Lo que aseguro y sostengo es que, aún teniendo el mismo número de horas, aquí las noches parecen mucho más largas que en otros lugares, y de ahí viene su fama.

—Pues por mí, señor de Lopera, aunque sean más largas que la Letanía, de seguro no lo advertiré, porque vengo reventado y molido; y en metiéndome entre sábanas, ya pueden echar á vuelo todo un campanario: no me quitarán el sueño. Y pues de sueño hablamos, digo que el que tengo no es flojo, y con su permiso quisiera aprovecharlo.

Acompañóle el insigne Lopera á la habitación que le tenía destinada, y ya en ella, le dijo:

—Aquí, amigo mío, estará V. fresco y descansará como un patriarca, sin que nada ni nadie le moleste. Antes le tenía preparado el cuarto de encima, cuya ventana da también al mismo jardín. Aquí tiene esta cómoda con la llave puesta, donde colocará su ropa; ahí están los avíos de lavarse, y el espejo; allí la cama. ¿Ve V. junto á la cabecera un cordón? Pues si necesita de algo, tire de él: sonará la campanilla, y vendrá al instante un criado que he puesto á sus órdenes, y nada tiene que hacer más que servirle. Conque, señor Frutos, que pase V. felices noches.

Dió las gracias el señor Frutos, y quedó solo. Se desnudó en un credo, y se metió en la cama. Eran las once. Á los pocos minutos roncaba como un bienaventurado.

Dejémosle descansar, mientras el señor Lopera da sus instrucciones al sirviente, que era un mozo listo y socarrón, y muy á propósito para seguir una broma. La de que se trataba debía de gustarle muchísimo, según se restregaba las manos y reía con la bocaza abierta hasta las orejas, prometiendo seguir á la letra las advertencias de su amo. Poco después el reposo y el silencio se extendían sobre la casa y sus tranquilos moradores.

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Razón tenía el señor Frutos al ponderar su cansancio y ganas de dormir.... Desde las once de la noche hasta las doce del siguiente día durmió trece horas de un tirón, sin despertar una sola vez, ni cambiar de postura. Mas como todo tiene su límite forzoso, á las doce se despabiló mi héroe, sentóse en la cama, y se restregó los ojos. No vió nada: ¿qué había de ver? La habitación estaba negra como el fondo de un tintero: no se oía ruido alguno fuera, ni el más leve rumor: aquel cuarto tan silencioso y obscuro parecía una tumba. ¡Cómo! ¿Era posible que aún no hubiese amanecido? Sentado en la cama, inmóvil, aplicando inútilmente la vista y el oído, estuvo sobre hora y media. Nada: ni por las rendijas entraba un solo rayo de luz, ni siquiera sonaba el vuelo de una mosca. Aburrido ya de aguardar una aurora que no llegaba, tiró del cordón de la campanilla, y oyó con gozo vibrar á lo lejos su metálico timbre; pero no acudió nadie al llamamiento. Volvió á tirar, y aún con más fuerza: entonces, al cabo de algunos minutos, sintió pasos contenidos y suaves como de hombre que llega lentamente y descalzo. Era el criado. Venía en camisa, sin zapatos, trayendo una vela encendida y puesta en su palmatoria de cobre, y con esa cara especial del hombre á quien despiertan en lo mejor de su sueño. Bostezó, y dijo al señor Frutos:

—Acabo de oir la campanilla. ¿Qué manda su merced? ¿Se ha puesto su merced malo?

—No lo permita Dios, hombre. ¿Por qué había de enfermar ahora?

—¡Qué sé yo! Como su merced acaba de acostarse hace poco, y me llama á media noche, creí...

—¡Hace poco! ¡Á media noche! ¡Canario! Pues qué, ¿es media noche todavía? Y la gente de la casa, ¿no se ha levantado?

—¿Para qué se ha de levantar, señor? Yo sí me he levantado ahora, pensando que su merced me necesitaba, cuando ha llamado.

—Dispensa, hombre, y vuélvete á tu cama. ¡Canario! Lo menos creí haber dormido nueve ó diez horas.

El tuno del criado salió de puntillas con la palmatoria en la mano, encajó la puerta, y sus pisadas suaves se extinguieron lentamente.

Quedó mi héroe otra vez en tinieblas, pues la ventana cerraba á lo justo y por la puerta no podía tampoco entrar luz, por estar cerrados también de propósito el largo corredor y las habitaciones inmediatas. Procuró entonces reanudar el sueño, y logró conseguirlo, después de dar vueltas y más vueltas sobre los mullidos colchones, que eran lo menos seis ó siete, con lo que el tal lecho parecía un catafalco, y era menester para escalarlo subirse antes en una silla. Pero como había descansado ya largas horas, más bien que dormido quedó amodorrado hasta las tres y media ó las cuatro de la tarde. La misma obscuridad, el mismo silencio. ¿Cómo? ¿Será todavía de noche? ¿Ó no se habrá despertado y estará soñando tales absurdos?

Mi buen hombre se restregaba los ojos, se palpaba el rostro, el pecho, los brazos, las manos, para convencerse de que estaba realmente despierto y en el uso cabal de todos sus sentidos y potencias. Al cabo tiró del cordón, y sonó la campanilla. Poco después, y con las mismas precauciones de antes, apareció con su palmatoria encendida el criado, preguntándole qué se le ofrecía.

—¿Qué se me ha de ofrecer? Levantarme. Ya me parece que llevo lo menos una semana tendido. Tengo sed, tengo hambre. ¡Qué demonio de país! ¡Si las horas parecen siglos enteros!

Dióle agua el criado, y mientras bebía con ansia, le dijo:

—¡Levantarse! ¿Y para qué? ¿Para aburrirse, aguardando á que amanezca? Y todavía debe de tardar un poquillo. ¿Sabe su merced qué hora es?

—Dame el reloj, que está sobre aquella cómoda, y lo sabremos. Anda, tráelo.

De muy mala gana tomó el criado aquel ventrudo reloj de bolsillo, muy semejante á una media cebolla, y lo llevó á su dueño. Tentado estuvo por fingir un tropezón y estrellar aquella máquina contra el suelo; pero no lo hizo, confiado en su fecunda inventiva.

—¡Las tres y media! exclamó el señor Frutos, mirando su reloj. ¡Las tres y media, nada más! ¡Conque faltan dos horas y media todavía para amanecer, si es que alguna vez amanece en esta maldita población! ¡Jesús, si lo hubiera sabido!...

—Pues me parece, dijo el fámulo con mucha sorna, me parece, señor, que ese reloj será muy bueno, pero anda muy de prisa y va adelantado. Desde mi cuarto se oye el de la iglesia, y además, al venir ahora miré el del comedor, que está al paso, y es muy seguro, y todavía no han dado las tres, aunque ya faltará poco.

—La paciencia es lo que á mí me falta. Dame agua otra vez, hombre.... Gracias. ¡Si lo hubiera sabido!... Pero ¿qué hacen aquí las gentes de noche? ¿En qué se entretienen?

—¡Toma! ¿En qué se han de entretener? En dormir. ¿Quería V. que la pasaran contando cuentos, ó jugando á la pelota?

—Lo que yo quiero es que amanezca. Mira: puedes retirarte; pero así que apunte la primera luz del alba, no dejes de llamarme, aunque de seguro estaré despierto. ¡Y qué hambre tengo, canario!

—¿Quiere su merced que le traiga vino y bizcochos, ó alguna otra cosa?

—No, retírate. ¡Jesús, María y José! Retírate; pero que me llames, que me avises antes de que salga el sol. ¿Estamos?

—Descuide su merced.

Y recogiendo su palmatoria, se deslizó el criado como un fantasma.

Tenemos otra vez al señor Frutos solo con sus pensamientos. ¿En qué meditaba? En mil cosas.... Se acordaba de su pueblo, de sus parientes y amigos, y hasta del mulo que había dejado en la posada, y para entretener el tiempo contaba y recontaba por los dedos las fanegas de trigo y arrobas de aceite que había vendido últimamente, y las que le restaban por vender, y las ganancias positivas y las probables que de tal tráfico alcanzaría. Luego reflexionaba cuán inciertas son las cosechas, y que tener tierras de secano es tener siempre el alma entre los dientes, como los jugadores, siempre arruinados ó en vísperas de arruinarse. Llueve mucho, y se pudren las semillas; llueve poco, se endurece la tierra, y no se sacan ni los gastos de la labor; no llueve nada, y entonces....

Y bostezando y abriendo un palmo de boca, tornó á quedarse aletargado, sin duda de puro aburrido y hambriento. Cuando volvió en su acuerdo, era efectivamente de noche. Llamó por tercera vez, y por tercera vez acudió el criado. Pero en esta ocasión venía de muy mala cara, como hombre á quien incomodan y molestan más de lo regular. Soltó la palmatoria, y dijo:

—Está visto que no he de dormir esta noche. Si su merced estuviera enfermo, yo le velaría tres semanas sin desnudarme ni descansar; pero estando bueno y sano, la verdad, no me parece justo que su merced se divierta en llamarme á cada instante.

—¡Á cada instante! ¡Que yo me divierto! ¡Canario!... Mira, tráeme el reloj que está sobre la cómoda.

El mozo tomó el reloj, y se quedó mirándolo muy atento. Luego se lo acercó á una y otra oreja, lo puso donde estaba, y dijo:

—Se ha parado.

—Lo creo de veras, lo creo, porque no tiene cuerda para un trimestre; aunque imagino que la última vez se me olvidó arreglarlo. Pero, hombre, ¿es posible que no haya amanecido todavía? Dos veces he querido abrir la ventana, y no pude lograrlo: no entiendo ese endemoniado pestillo. Abre tú, y veremos lo que haya.

—¿Qué ha de haber, señor? La luna y las estrellas.

Y fué derecho á la ventana, y abrió de par en par las puertas de madera. Arrojóse de la cama el señor Frutos, y pegó la nariz contra los cristales. Era de noche. No convencido todavía del testimonio de sus ojos, abrió también las puertas vidrieras. Un olor á tierra mojada entró en la habitación, y el tenue rumor de una ligera lluvia sobre los árboles y plantas. En cuanto á la luna y las estrellas, no se veían por ninguna parte. Mi pobre señor Frutos se quedó atónito y consternado.

—¡Pues, vive Dios, que es de noche y está lloviendo! ¡Vive Dios, que si esto sigue, me voy á morir de viejo antes de que amanezca! ¿Se apagó el sol?... Sí, tengo hambre. Parece que traigo cuatro ó seis leones metidos en el estómago. Mira, mientras me visto, porque ya aborrezco la cama, cierra esos vidrios, los vidrios nada más, no las maderas, y tráeme varias libras de jamón y una espuerta de pan, y....

—Señor, eso no puede ser: la gente de la casa está recogida y cerrada la despensa; pero en el armario del comedor suele quedar puesta la llave, y allí hay buen vino de Jerez y bizcochos, ó tortas. Si su merced quiere...

—¿Pues no he de querer, hijo mío? ¡Bizcochos! ¡Aunque fueran peñascos! Pero anda, y no tardes: mira que si te entretienes, puedes encontrarme ya difunto, y mi muerte cargará sobre tu conciencia. Anda, hombre, anda.

Salió el criado, y á poco volvió con un gran plato de bizcochos, una botella de vino generoso y añejo, y una copa. Lo puso todo sobre una mesa que arrimó á la ventana; y aún no lo había soltado, cuando ya el señor Frutos estaba esgrimiendo las mandíbulas.

—Puedes retirarte, hombre, y muchas gracias. No te volveré á llamar. Aquí mismo aguardaré el amanecer, suponiendo que alguna vez amanezca. ¡Lástima que no tenga á mano un almacén de comestibles y una bodega para esperar el día comiendo y bebiendo, aunque reventase! ¡Canario, y parece que ahora llueve con más fuerza!

Disimulando la risa, se retiró el criado á referir el diálogo al señor de Lopera. Veinte y cuatro horas habían pasado desde que se acostó el huésped lugareño, tan impaciente ahora por contemplar la luz del día.

Mientras llegaba, había apurado los bizcochos y el vino, y también la paciencia, si es que conservaba alguna. La vela que le alumbraba iba asimismo casi gastada: sólo quedaba un cabillo como de dos ó tres dedos. Entretanto llovía y llovía sin cesar; no con furia, pero sí con igualdad y persistencia, de lo que resultaba aún más monótono el rumor de las aguas. Y cuando ya la vela estaba próxima á consumirse del todo, oyó mi héroe á lo lejos el son de una guitarra, y luego el rasguear de otras tres ó cuatro que venían haciéndole consonancia y coro; y después, y ya más cerca, los tañedores se pararon, y una voz varonil entonó la copla siguiente:

Es tu ventana, morena,
¡Ay!
Es tu ventana, morena,
Un confesonario fino,
¡Ay!
Un confesonario fino,
Con gloria y sin penitencia.

—¡Tienen gracia estos cordobeses! murmuró entre dientes el señor Frutos. ¡No está mal puesto eso de confesonario! Pues si todos los confesonarios fueran por el mismo estilo, acudirían más penitentes que piedras hay en la calle....

En esto volvió á sonar la guitarra, y la misma voz de antes cantó en tono melancólico y quejumbroso:

¡Ay! tu ventana es la gloria;
Pero la noche se pasa,
Se pasa como una sombra.

—Así te pasaran con una lanza moruna de parte á parte, ladrón, embustero. ¡Pues no se atreve á decir que las noches aquí se pasan como sombras! No te parecerían tan cortas si te estuvieran dando palos. ¡Cortas las noches! Ya... ya... y se me figura que me voy á morir de viejo antes de que amanezca. ¡Bergante!...

Autores hay que sospechan que el tal músico guitarrista fuera el mismo criado, cómplice de la burla jugada al lugareño; mas sea como fuese, todo ruido cesó, y volvió á gozar el señor Frutos de tan grande soledad y silencio, cual si habitara el fondo de un sepulcro. Mucho le molestaba el hambre, pero más todavía la soledad y el aislamiento....

Como todo en el mundo tiene su acabamiento, túvolo también la ansiedad del señor Frutos, quien con los ojos clavados en el cielo cual un astrónomo, aguardaba la aurora con inquietud y ansia.... Primero sintió ese frío y singular estremecimiento, precursor de la aurora; después advirtió cierto fulgor blanquecino, cada instante más luminoso; levantó su canto el gallo, trompeta de la mañana, y al cabo, serena y hermosa, llena de armonías y resplandores, brilló con toda limpidez una magnífica alborada. ¡Cuán bella le pareció al señor Frutos! Una madre, tras prolongada ausencia, no ve con tanto gusto á su propio hijo....

Acabóse de vestir en un verbo, y salió como disparado, llamando á las puertas de todas las habitaciones, y exclamando á voces con inmenso júbilo:

—¡Ya amaneció, señores; ya va á salir el sol! Y pim, pam, pum, aldabonazos y puñetazos en las puertas.

Semejante algazara, con tan desaforadas voces y golpazos, puso en conmoción á todas las gentes de la casa. Algunos sospecharon si el señor Frutos se habría vuelto loco, y en su interior se arrepentían de haber contribuido á la broma. El primero que se presentó fué el señor de Lopera con un pañuelo de seda liado al cráneo y un semblante soñoliento y disgustado, como de quien ve interrumpido por un alboroto su mejor sueño, el de la mañanita. Venía en camisa y chanclas, y dijo á su alborozado y turbulento huésped:

—¿Qué es eso? ¿Qué jaleo es éste, hombre? ¿Por qué arma usted semejante baraúnda?

—¿Qué ha de ser, amigo mío? Que amaneció, que va á salir el sol, que ya está saliendo, y por fin se acabó la noche.

—¿Y para eso tanto ruido? ¡Pues vaya una novedad! Todas las noches se acaban; todos los días sale el sol, si no está nublado, y luego viene otra vez la noche con su luna y sus estrellas.

—¡Que viene otra vez la noche! exclamó con terror el señor Frutos. ¡La noche, que se parece á una eternidad! Bueno, vendrá si quiere venir; pero lo que es al hijo de mi padre, no le pilla la segunda. En almorzando voy á la posada, monto en el mulo, y me encajo en mi pueblo. Renuncio á ver todas las grandezas de Córdoba. Quiere decir que llegué en martes, y me voy en miércoles.

—Dispense usted que le enmiende la plana, amigo Frutos. En primer lugar, no tiene que ir á posada ninguna; pues he mandado traer su mulo, y está aquí en mi cuadra.... En segundo lugar, no es hoy miércoles, sino jueves; á no ser que el almanaque de su pueblo sea distinto del que usamos en Córdoba. Y en tercer lugar, debo decirle que yo le hospedo en mi casa con mucho gusto, que soy su amigo, y en ocho ó quince días tendré el gusto de acompañarle á todas partes, y de...

—¡Ocho ó quince días, es decir, ocho ó quince noches como la que he pasado! ¡Jesús! Ni aunque me diese usted todos los tesoros y alhajas de ese Queso, ó Tieso, ó Creso, que dicen que era tan rico. Asegura usted que es hoy jueves, y no miércoles. Bien podría ser sábado y hasta domingo, ó cualquier día de la semana, ó fuera de la semana. He perdido la cuenta del tiempo, y no quiero meterme en porfías. Lo principal es que me muero de hambre: sí, señor, de hambre: en esto no tengo duda. Mande usted que me preparen una buena cazuela de sopas de ajo con un puñado de huevos, para hacer boca, y luego cualquiera cosilla, con tal de que sea mucho y substancioso, y media hogaza de pan ó una, y varios postres, y su correspondiente vino, y...

—Basta, basta, amigo Frutos: tendrá usted aunque sea una vaca rellena. ¡Bonito soy yo para que nadie pase hambre en mi casa! Aguárdeme en el comedor, que voy á encargarlo todo.

Y desapareció. Á poco rato se complacía el señor de Lopera en ver devorar á su amigo y huésped. Tajadas de á media libra y enormes tacos de pan bajaban por su gaznate como cartas por el buzón del correo. Aquella hambre canina parecía insaciable. Á proporción eran los tragos con que inundaba su anchuroso estómago. En las dos noches y un día de obscuridad y encierro había creído desmayarse; pero ahora se desquitaba, y se desquitaba con usura.

Levantados, por fin, los manteles, empeñábase el señor de Lopera en retener á su huésped y amigo, ponderándole y ensalzando hasta el séptimo cielo la grandeza, hermosura y excelencias de la ciudad de los califas; pero toda su elocuencia fueron sermones en desierto y escribir sobre la arena: el señor Frutos permaneció firme en su propósito; y aún no eran las nueve de la mañana, cuando, caballero en su mulo, le aguijaba sin cesar para verse cuanto antes en su pueblo.

Antiquísima es en Andalucía la costumbre de saludarse los caminantes, aún cuando no se conozcan ni jamás se hayan visto. El señor Frutos encontró muchos que por la misma carretera se dirigían á la capital; pero absorbido en sus pensamientos, no solía responder acorde á tales salutaciones.

—¡Buen viaje! decía el encontradizo.

Y contestaba el señor Frutos:

—¡Qué noches tan largas!

Á pesar de todo, nuevo Ulises peregrino, llegó á su casa y patrios lares, donde halló á sus numerosos parientes y amigos con la más cabal salud. Y aquí termina el relato. Pero debo añadir que de su breve expedición le quedó para toda su vida una costumbre. Cuando quería ponderar una gran distancia, lo pesado de una faena, la disparatada estatura de alguno, decía con énfasis:

—¡Es más largo que las noches de Córdoba! Como quien dice: «No cabe más; apaga y vámonos.»

CUADROS DE COSTUMBRES

(FRAGMENTOS)

I

Todo el que ha surcado el Guadalquivir, ha parado su atención en los pueblecitos, que como vanguardia de la noble ciudad de Sevilla, se le presentan, si baja, á la derecha, si sube, á la izquierda del río.

La Puebla, que es el primero que encuentra el que sube de los puertos, es grande, compacto, desprovisto de arbolado, y parece ocuparse más de la extensa campiña que domina, que no del río y del movimiento de sus barcos. Es labrador, calza polainas, y no se quita su sombrero calañés ni á los Grandes, ni á los Príncipes, ni aún á los Reyes, que en los vapores suelen pasar por delante de él, echándole el lente.

La segunda población, que es Coria, más presumida que su vecina, guarnece sus faldas con huertas, y es muy amiga del Bétis.... Coria es alegre y amiga de toros.

Gelves, que es el tercero de estos pueblecitos, se retira modestamente del surcado río, y se escalona sin pretensiones, pero con gracia, en la ladera de un monte, en cuya altura están unidos y formando un mismo edificio la iglesia y el palacio de los Condes de Gelves, propiedad de la casa de Alba. Sólo los niños al construir sus Nacimientos, pueden colocar las casas y las chozas tan sin simetría y tan pintorescamente como se ven en aquel pueblecito, el más lindo de los cuatro.

El último, que es San Juan de Alfarache, debe ciertamente la preferencia de que goza, á su buen caserío y á la cercanía de la ciudad señora; pues, en punto á vistas, aguas y posición, le aventaja el modesto y campestre Gelves. Entre este pueblo y el río se extiende una verde pradera, que pertenece al común. Entre la pradera y el terraplén formado ante la iglesia y el palacio, están en declive huertas con más árboles que hortaliza: el pueblo se encarama como puede, á ambos lados de estas huertas, sobre todo al izquierdo.... Parte la pradera que besa el río, una vereda, por la que se comunican la Puebla y Coria con la capital....

Cuando empieza este sencillo relato, era la hora apacible en que ya no deslumbra la luz, y nada oculta ni entristece todavía la obscuridad. El sol había descendido por detrás del monte, y se había ocultado entre los olivos.... El río exhalaba su húmeda frescura, que como un bálsamo, aspiraban los pechos; introducía sus olitas mansas entre los mimbrales, las ramas de los sauces y sobre la tierra, como uñas con las que quisiera asirse á las orillas, á fin de estancarse en aquellos amenos parajes, y de no ir á perderse en la amarga inmensidad del mar. Hacíale resplandecer, reflejándose en él, la luna, que poco á poco iba saliendo del anonadamiento en que la sume el sol; y un barco con sus blancas velas se deslizaba silencioso sobre su tersa superficie, de tal suerte que hubiese podido tomarse por una fantasma, si de su centro no hubiese salido una clara y alegre voz trayendo con una sonrisa la imaginación á la realidad. Esta voz cantaba:

Toma, niña, esta tumbaga,
Que te la da un marinero.
¡Ojalá que se te vuelva
Una lanchita con remos!

El trabajador volvía alegre á su hogar y á su descanso: oíase de lejos el ladrido del perro de campo.... Todos los seres tímidos se iban animando; las estrellas se acercaban como de puntillas, é iban ocupando sus altos puestos: miles de insectos, viéndose libres de las miradas de los enemigos que los acosan de día, se decían como chiquillos traviesos: ¡ahora es la nuestra!... El ruiseñor lanzaba entre la enramada algunas notas sueltas, á fin de ensayar su melodiosa garganta para los divinos nocturnos con que obsequia al mes de las flores; el azahar exhalaba de su pequeño y puro cáliz su deleitable fragancia, la que unida al canto del ruiseñor, á la dulzura de la atmósfera, y á la delicada luz de la luna, hacían de aquella sencilla y rústica naturaleza el Edén más poético; y sobre todo este concierto terrestre, la alta torre de la iglesia esparcía dulce y solemnemente las campanadas de la Oración, y el campesino que conserva su fe pura como la atmósfera que respira, descubríase la cabeza y rezaba.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Desde el terraplén que está ante el palacio [de Gelves], desciende bruscamente el terreno algunas varas. En el fondo de este escalón estaba labrada la casa de Simón Verde. Aunque decente y aseada, era pequeña y no tenía patio; mas como el patio es una casi necesidad para los andaluces, servía de tal un espacio empedrado que ante la casa habían allanado. Sosteníalo al frente y de ambos lados, por hacerlo necesario el declive del terreno, un pretil de piedras y cal, del cual partían unos postes que mantenían un gran emparrado, soberbia gala de pobres moradas, magnífico techado de frescas y movibles tejas, tan bien sujetas, que no las arranca de su puesto sino la violencia ó la muerte: techo paterno del pobre, que se renueva cada primavera de por sí; cuya misión es suavizar la luz sin ahuyentarla, quitar á los rayos del sol su ardor sin que pierdan su alegría, refrescar el ambiente con miles de abanicos, avisar á voces la caída de un chaparrón, y detener sus aguas, mientras la familia recoge los enseres de su labor y busca abrigo;... ya en el otoño, como regalo de despedida, inclina hacia los niños, que le alegraron con sus cantos y juegos todo el verano, enormes racimos de su hermosa fruta; y después, dando sus hojas ya inútiles al viento, se encoge y se duerme como una marmota....

Del lado de afuera del pretil había una gran cantidad de flores, que se inclinaban hacia adentro del gran salón de verdura, como para buscar la sombra, ó para lucir sus galas. También aparecían en él las gallinas con sus echaduras, haciendo regodeos, y muy anchas y afanosas con su dignidad de madre, repitiendo su uniforme clu, clu, que quiere decir ¡cuidado, cuidado! rodeadas de sus polluelos que respondían en su voz de tiple, pí, pí, que quiere decir ¡pan, pan!...

Se veían una porción de niñas reunidas bajo el emparrado de la casa de Simón. Todas ellas hablaban; todas las flores que las rodeaban, florecían; y todos los pájaros domiciliados en aquellas enramadas, cantaban á la par. Como las flores formaban casi círculo, y las niñas se agrupaban en medio, podía compararse la vista que ofrecían, á aquellos cuadros flamencos y estampas francesas, en que pintan un grupo de genios ó de niños en una guirnalda de flores. Á la puerta de la casa estaba sentada una anciana, de aire dulce y grave, aseadamente vestida. Esta anciana en medio de tantas niñas, pájaros y flores, y separada de ellos por tan larga serie de años, les estaba, no obstante, íntimamente unida, por el cariño, en ella, por la gratitud, en ellos. Era la Abuela de las niñas, la Madre de las flores que había plantado, y la Providencia de los pájaros, á los que daba de comer. Conservaba esta anciana sus facultades en toda su lozanía; pero no así los sentidos corporales: oía poco, y veía menos. Por lo cual, cuando aplicaba la vista hacia el centro del emparrado, confundía las niñas con las flores, y cuando aplicaba el oído, no distinguía entre sí el alegre gorjeo de los pájaros y la infantil algarabía de sus nietos.

—Ya está la cigüeña machacando el gazpacho, dijo una de las niñas más chicas.

—Sí, respondió otra de la misma categoría—que debía á su respetable gordura el sobrenombre de albóndiga,—ya vino de la tierra de los moros la zancona.

—¡Pobres ranas! dijo suspirando la primera, anoche cantaban tanto y le decía la rana al rano: Ranoque, ¿ha venido Picuaque?—Ranoque respondía: No ha venido Picuaque.—Pues si no ha venido, decía la rana, cantemos el reniquicuaque.

—¡Cantemos el reniquicuaque! cantaron todas á gritos.

—Chiquillas, que me atolondráis, dijo la Abuela. Águeda, hija, tú que eres la mayorcita, ve que se diviertan Uds. con más asiento. Jugad á algún juego, ó decid acertijos, ó contad cuentos....

Águeda, que era dócil, hizo callar y sentarse al ejército que estaba bajo su disciplina....

—Mariquilla albóndiga, dí tú un acertijo. Mis narices pongo á que no sabes ninguno, dijo Águeda.

La Albóndiga se irguió indignada, y respondió:

—¿Que no sé un acertijo? ¡Vaya! ¡y más de tres, y más de mil! Y si no, ahora lo verás:

Cuando baja, ríe; cuando sube, llora;
Á que no me lo aciertas en una hora.

—El carrillo:—¿á que no lo sabes tú?

—¿Y tú sabes lo que es? repuso Águeda.

Una vieja jorobada,
Con un hijo enredador,
Unas hijas muy hermosas,
Y un nieto predicador.

—¡Es, es... la tía Pilonga!

—¡Qué desatino! ¿tiene la tía Pilonga hijas muy hermosas?

—Pues yo no conozco más vieja jorobada; se acabó.

—¡Es la parra, mujer, la parra!... que tiene sarmientos, uvas, y un nieto que se sube á la cabeza, que es el vino: ¿lo sabes ahora?

—Lo sé y no lo sé, contestó la albondiguilla, que en seguida exclamó: ¡Ay! ¡oye el cucú! está en la huerta.

—Di los cucús, observó otra de las niñas; ¿no ves que son dos voces? el hijo que dice cu, y el padre que le responde sobre la marcha, cu.

—El cucú es el más descastado de todos los pájaros,—dijo la Abuela, que se impuso en la conversación, gracias al agudo timbre de las voces de las niñas.—Va el pícaro al nido de otro pájaro, se come sus huevecitos y en su lugar pone los suyos. Después que la pobre madre saca los huevos, abren los polluelos su gran pico, pues son muy comilones, y la pobre pajarita, que cree que son sus hijos, se mata para poder criar los voraces cuneros.

—Dice Padre, añadió Águeda, que otro pájaro hay muy pícaro y de mucho sentido, que es el alcaraván. Las zorras le persiguen mucho para comérselo, porque les gusta más que un confite. Un día le dijo el alcaraván á la zorra que su carne no tenía todo su sabor, si antes de comerla no se decía: alcaraván comí. Así lo hizo la zorra cuando poco después lo cogió. El alcaraván aprovechó la ocasión de que abriese la boca la zorra para decir alcaraván comí, y se voló diciendo: ¡á otro; que no á mí!

—Mira,—dijo una de las oyentes al ver posada sobre una rosa una palomita blanca y oir revolotear un moscón;—cata aquí una palomita blanca que lleva los recados á María; y un moscón, que es el que se los lleva al diablo.

Corrieron siguiendo la dirección del vuelo del moscón diciendo á la par:

—Moscón, dile al diablo que se vaya, con los moros de Berbería, y que no aporte por acá.

—Moscón, dile al diablo que sepa para su gobierno que está en la iglesia San Miguel, que es quien con él se las sabe barajar.

—Moscón, dijo á su vez Mariquilla albóndiga, díle al diablo que mi mae Ana me ha puesto una cruz de retama macho al cuello para librarme de él y de la erisipela.

—Y á la palomita blanca, ¿qué recado le das para María, Mariquilla? preguntó Águeda.

Mariquilla se acercó andando de puntillas, y hablando muy quedo para no ahuyentarla, dijo:

—Palomita; que le des muchas memorias á María.

—¡Qué tontuna! eso no.

—¿Pues qué?

—Se dice: palomita, dile á la Señora de nuestra parte, como en las letanías se le dice: ora por obis!

Y como si la mariposa hubiese atendido al encargo y á esa súplica, y á aquella fe tan pura y sencilla, elevóse al impulso de sus blancas alas, y se perdió en el éter como un suave perfume, ó como un dulce sonido.

Las niñas, que eran pobres, comieron todas allá, y á la caída de la tarde dijo la mayor:

—Ea, ya el sol se va.

—Y yo también me voy, que ya vendrá Pae, dijo la Albóndiga.

—Y yo, añadió la tercera.

—¡Y yo... y yo! con Dios, mae Ana, repitieron todas.

Y el alegre coro se fué cantando, al observar la luna que parecía mirarlas:

Luna lunera,
Cascabelera,
Mete la mano
En la faltriquera;
Saca un ochavo
Para pajuela.

Una de las muchas luces del siglo,—¡los fósforos!—ha quitado su oportunidad y sentido á esta infantil plegaria á la luna.... ¡Pueda perdonárselo la luna! Nosotros no nos sentimos con fuerza y valor para ello.

(From Simón Verde.)

II

Saliendo de Jerez en dirección á los montes de Ronda, que se van escalonando gradualmente,... se atraviesa una extensa llanura, que lleva el nombre de Llanos de Caulina. El uniforme y desnudo camino, después de arrastrarse dos leguas por entre palmitos, hace alto al pie de la primera elevación de terreno....

Vese á la derecha el castillo de Melgarejo, que es de las pocas construcciones moriscas, que no ha llegado á destruir el tiempo....

Flanquean los ángulos del castillo cuatro torres cuadradas, las cuales así como las murallas de todo el recinto, están coronadas de bien formadas almenas, que se alínean uniformes, firmes y sin mella, como los dientes de una hermosa boca.