Spanish Tales for Beginners

PESCADOR DE CAÑA

SENTADO á la sombra en la orilla del río, cubierta la cabeza con un sombrero de paja de anchas alas ya bastante moreno por el uso, las piernas colgando, la caña de pescar tendida casi horizontalmente á poca altura del agua, el bueno de Chaviri se pasaba las horas muertas, esperando que algún pez picase en su anzuelo.

Los chicos del pueblo, al pasar por allí, solían gritarle:

—¡Pescador de caña, más pierde que gana!

Y no siempre eran los chicos los que se burlaban de él, sino á veces los grandes, preguntándole en tono de zumba:

—¿Pican? ¿Pican?

Chaviri miraba á unos y á otros con sonrisa desdeñosa, ó se encogía de hombros sin mirar siquiera, y, atento á su caña, seguía esperando la pesca con paciencia ejemplar.

Antes de hacerse Chaviri pescador de caña, había intentado hallar la fortuna por diversos caminos. Hombre de imaginación viva y fecunda, tuvo en varias ocasiones muy luminosas ideas; pero, al ir á realizarlas, fué tan desgraciado que siempre se le adelantó alguno en las empresas por él concebidas....

Lo que no acababa de comprender nunca, en medio del desaliento que en él producían sus continuos chascos, era cómo á Pérez, y á Martínez, y á González, no les había pasado lo mismo al establecerse, habiendo podido llegar los tres á reunir millones....

Anduvo caviloso algún tiempo, y observaron todos un gran cambio en el carácter de Chaviri. Lo vieron dar paseos solitarios y ausentarse del pueblo largas horas.

Ya no era, como antes, franco y expansivo, sino silencioso y reservado.

Y como tenía fama de ambiciosillo y de hombre tenaz que no se rinde fácilmente á las contrariedades, todos se dijeron al verle ir y venir:

¡Algo nuevo trae en su cabeza Chaviri!

Así es que, cuando se supo que después de tantas cavilaciones se había hecho pescador de caña, no hubo quien no dijese:

—¡Se ha desengañado! ¡Se da por vencido!

En los primeros días de aquella nueva ocupación de Chaviri, acudieron muchos á verle pescar, entre ellos Pérez, Martínez y González, que con sorna le preguntaban de vez en cuando:

—¿Pican? ¿Pican?

Y los chicos, menos disimulados que las personas mayores, le gritaban al nuevo pescador:

—¡Pescador de caña, más pierde que gana!

Sólo de tarde en tarde se le veía sacar del río algún pececillo, que ni la carnada valía siquiera.

Mas es el caso, que cuando Chaviri á la caída del sol volvía al pueblo, no llevaba sólo aquellos pececillos miserables cuya pesca habían presenciado los curiosos, sino también hermosas anguilas y soberbias truchas, que las vendedoras del mercado le pagaban á subido precio.

No había nadie que al pueblo llevara pesca tan rica y abundante como la de Chaviri.

Los primeros días se atribuyó aquello á simple casualidad. Pero la cosa iba durando una y otra semana. Á los dos meses el nuevo pescador había ganado ya mucho dinero.

Fué la noticia extendiéndose, y Chaviri dejó de oir el irónico: ¿Pican? ¿Pican? Los chicos ya no volvieron á gritarle: ¡Pescador de caña, más pierde que gana!

Y como se había hecho malicioso, pronto se dió cuenta de que algunos de los que antes se burlaban de él, le acechaban con cautela ó le seguían con disimulo.

—¡Ah! ¡Qué bien hice—se dijo—en evitar que nadie me viese río arriba, donde está el escondido remanso de las anguilas y de las truchas que he descubierto yo solo!

Usaba de toda clase de ardides para observar si era acechado ó seguido, y prefería volver sin pesca al pueblo á exponerse por una imprudencia á que acertasen el sitio de la pesca maravillosa.

Una tarde en que Chaviri estaba seguro de ser espiado, después de pasar pacientemente una hora echando su caña en el sitio donde solía ponerse para que las gentes le vieran, miró á su alrededor con gesto receloso, levantóse, recogió su aparejo, y se fué río abajo, donde la orilla forma un recodo oculto entre espinos y zarzales.

Se sentó sobre la hierba, tendió su caña y echó su anzuelo á la corriente.

Al poco rato exclamó:

—¡Gracias á Dios que estoy solo! ¡No es floja la pesca que hoy voy á llevar!

Entonces, del jaro inmediato salió una cabeza, y luego otra del de más allá y otra tercera más lejos. Chaviri reconoció al punto á González, á Martínez y á Pérez, que se apresuraron á decirle:

—¡Tú nos engañas!

—¡No pones nada en tu anzuelo!

—¡Si querrás hacernos creer que se puede pescar sin carnada!

—¿Cómo que no? ¡Ya lo veis!—contestó Chaviri riéndose.—¡Nada he puesto en mi anzuelo... y los tres habéis picado!

LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN

EN el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco y media nada más. Á falta de personas formales los niños tomaban posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda, de la pelota y de escondite....

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos coloradas y las mejillas rebosando salud, se agrupaban á la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso perdiesen de vista un momento los inquietos y menudos objetos de su vigilancia....

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las que dividen el paseo, y me puse á contemplar con ojos distraídos el juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once á doce años de edad, cuyos perfiles—lo único que veía de ellas—eran de una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con singular gracia y elegancia....

Me llamó la atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco ó ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya demasiado formales para corretear, y me pareció cómica: pero observando mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas....

El paseo se iba poblando poco á poco.... Los pequeños, retrocedían ante la invasión de los grandes á los parajes más apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio, vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer conveniente la gravedad que mostraban, se puso á hacerles muecas en son de menosprecio. Luisa, al verse interrumpida, se levantó furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.

Al cabo de un rato, cuando ya me disponía á dejar la silla para dar algunas vueltas, oí exclamar á Luisa:

—¡Calla... calla... me parece que ahí viene Lola!

Asunción se estremeció la cabeza vivamente.

—Sí, sí, es ella,—continuó Luisa.—Viene con Pepita y con Concha y Eugenia... Es el primer domingo que viene después de la muerte de su hermano... No te asustes... verás, yo lo voy á arreglar todo.

Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada é inmóvil en la silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada, morenita, con grandes ojos negros que debía de ser la causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó á recibirlas.... Asunción no se movió....

Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente tocándole la cara:

—¿Qué tienes, Chonchita?

La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo cual por su amiga, tomó asiento al lado; y la instó con mucha viveza para que le contase lo que la ponía tan triste.

—Mira, Lola,—comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,—después que te lo diga, ya no me querrás.

Lola protestó con una mueca....

—Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito.... Á mí no me han dejado ir á tu casa, pero toda la tarde la pasé llorando... Luisa te lo puede decir... Lloraba porque Pepito y yo éramos novios... ¿no lo sabías?

—¡No!

—Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la dió un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la dió y echó á correr. Me decía que desde la primera vez que me había visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos casaríamos. Á mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como á Luisa le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí,» y á la otra vuelta Luisa le dijo á Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que sí.» Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa ó en la mía, me sacaba más veces que á las demás, pero no se atrevía á decirme nada... Á pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no me enfado con nadie, y mucho menos contigo.» Yo me puse colorada... y él también... Todos los días por la tarde iba á esperarme á la salida del colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me seguía hasta casa...

Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y curiosidad, aguardó un rato á que continuase....

—¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?

—Sí.

—Pues esa mojadura, Lola... la cogió por causa mía... Sí, la cogió por causa mía... Una tarde en que estaba lloviendo á cántaros, fué á esperarme al colegio... Le ví por los cristales metido en un portal... en el portal de enfrente... no traía paraguas. Cuando salimos, yo me tapé perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para ella... Pepito nos siguió á descubierto. Llovía atrozmente... y yo en vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir mojándose hasta casa... Pero no fué por gusto mío, Lola... por Dios, no lo creas... fué que me daba vergüenza...

Al decir estas palabras, la embargó la emoción, se le anudó la voz en la garganta y rompió á sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas fruncidas; por último se levantó repentinamente y fué á reunirse con sus amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La ví agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia, y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos....

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las ramas de los árboles y las fachadas de las casas. Los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío.... Al fin volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón de la irritada hermana; destacóse del grupo, y viniendo hacia ella, le echó los brazos al cuello diciendo:

—No llores, Chonchita, no llores.

Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y ni una sola dejó de verter lágrimas.

—¡Vamos, niñas, que nos están mirando!—dijo Luisa.—Enjugad las lágrimas y vamos á pasear.

Y en efecto, llevándose el pañuelo á los ojos, ella la primera, con rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y las perdí muy pronto de vista.

ECONOMÍA PRÁCTICA

...HAY personas que cifran todo su orgullo en comprar barato, como le sucede á un tío mío, hombre muy nervioso y algo irascible, que se va á un establecimiento de paños y empieza por pedir una silla y sentarse cómodamente.

—Sáqueme usted tela para un gabán—dice con aire de hombre superior.—Quiero que sea buena, ¿sabe usted?

El dependiente coloca sobre el mostrador seis ó siete piezas de paño. Mi tío desde su asiento examina el género, lo frota, lo mira al trasluz, lo estira, lo encoge, lo acerca á la nariz, se lo pasa por los párpados para ver si es suave, y, por último, pregunta:

—¿Á cómo?

—Á tres duros.

Mi tío se levanta, hace un gesto de desdén y se finge que va á tomar la puerta, no sin decir antes:

—Vaya, vaya; veo que no quiere usted vender.

—Pero venga usted acá y nos arreglaremos....

Mi tío se acerca al mostrador, coge al dependiente por la muñeca, le aproxima los labios al oído y le dice á media voz:

—¿Quiere usted treinta reales?...

—¿Está usted loco? ¡Treinta reales por un género como éste!...

Enójase el dependiente; mi tío le contesta una barbaridad; chillan ambos, interviene el dueño de la tienda, y mi tío dice por último, con voz alterada:

—¿Quiere usted treinta y cinco reales? No doy un céntimo más.

El caso es que mi tío sale de allí con la tela después de conseguir que le rebajen un duro en cada vara; y cuando está hecho el gabán, pregunta á los amigos:...

¿Cuánto cree usted que me ha costado esta prenda?

—Veinte duros—dice uno.

—Usted los hubiera pagado seguramente, ¡pero yo!... Límpiese usted los ojos para ver este gabán, y ahora sepan ustedes que con tela, forros, botones y hechura me ha costado.... ciento once reales con quince céntimos.

¿Puede dudarse de que mi tío compra barato en Madrid? Pues ¿y D. Sinforoso, mi compañero de oficina?

Hace pocos días tuvo que comprar una jaula para un jilguero que le enviaron de Cuzcurrita, su tierra natal, y se fué á la plaza de Santa Ana.

—¿Á cómo son estas jaulitas?

—Á cuatro pesetas.

—¡Hombre, por Dios! No diga usted disparates. ¿Quiere usted dos pesetas?

—No, señor; es precio fijo....

El pajarero volvió las espaldas; se puso á dar de comer á un loro que está delicado y no come con su propio pico.

—Oiga usted—gritó D. Sinforoso desde la puerta.—¿No quiere usted vender?

—Sí, señor; pero no puedo perder el tiempo.

—Vamos, póngase usted en razón. ¿Quiere usted las dos pesetas?

—He dicho que no.

—¿Dos pesetas y diez céntimos?

Nueva retirada del pajarero....

Y viendo D. Sinforoso que el de los pájaros se sentaba en una silla para alimentar al loro con más comodidad, él se sentó también á la entrada de la tienda, y allí se estuvo cerca de una hora, diciendo de vez en cuando:

—Conque ya lo sabe usted: dos pesetas y un perro grande.

El pajarero comenzó á perder la paciencia, y acabó por vender la jaula en los ocho reales ofrecidos, dando un empujón á D. Sinforoso y poniéndole de patitas en la calle....

DE VIAJE

DEJO á Barcelona entregada á su industria poderosa y á sus hábitos mercantiles y me vuelvo á Madrid.... Llego á la estación del ferrocarril en busca del tren que ha de conducirme á la corte, y advierto con profunda sorpresa que el andén está lleno de peregrinos de todas clases, procedentes de Roma y que se disponen á regresar á sus pueblos respectivos.

En mi coche penetran varios, y entre ellos una señora con una perra, á la que trata de ocultar en el seno para no incurrir en las iras de los empleados.... La perra, que es muy juguetona, salta sobre mis rodillas y se pone á escarbar encima de mis pantalones como si estuviera en el campo.

—Celina—le dice su ama cariñosamente,—lame á este caballero para manifestarle tus simpatías.

—No, señora—contesto yo,—dígale V. que no se moleste.

—Quiero que vea V. su docilidad.

La perra dirige á la señora una mirada de infinita ternura y se pone á lamer á los viajeros, uno por uno, hasta que llega á un fabricante de corchos, hombre iracundo, sin fe religiosa, ni aseo personal, que al sentirse lamido suelta un terno y quiere matar á la perra con el lío de los paraguas.

Los demás viajeros conseguimos tranquilizarle, y la señora se ve acometida de un estremecimiento nervioso, y comienza á herir la delicadeza del fabricante desatándose en improperios contra los corchos, hasta que llega el interventor del tren y exige el billete de la perra con mal talante.

—¿Cómo?—grita la señora.—Un animalito que no pasa de los seis años, ¿va á pagar billete entero, como si fuese una persona mayor?

—No hay más remedio.

—Pues esto es un abuso, y en cuanto llegue á Madrid se lo contaré todo á Conejo, que es de la mayoría parlamentaria y se tutea con un primo de Salvador.

Al fin se conmueve el empleado, y exige sólo por la perra el importe de medio billete, considerándola niña de lanas.

Y en éstas y las otras llegamos á Manresa, donde hay varios viajeros esperando el tren para tomarlo poco menos que á la bayoneta.

La señora se pone de pie delante de la portezuela á fin de evitar el asalto, pero ellos no cejan en su propósito y atropellan todo lo existente.

Entre los recién llegados figura un teniente de carabineros que viaja con un saco de noche, dos sombrereras, una escopeta de dos cañones y un manojo de sables atados con un cordel. La perra ve aquellos instrumentos mortíferos y se pone á ladrar como una loca.

—Aquí no hay sitio para todo ese equipaje—dice la señora estrechando á la perra contra su corazón.

—¿Que no?—contesta el militar sonriendo.

Y deja caer los bultos sobre el almohadón del coche; después se quita las botas, abre el saco de noche, saca unas babuchas que parecen dos orejas de elefante y se las calza con la mayor tranquilidad murmurando:

—¿Ve V. como hay sitio para todo?

La señora se muerde los labios.

Detrás del teniente penetran dos curas y se sientan encima de la perra, haciéndola prorrumpir en sollozos agudos. Entonces ocurre lo que no puede referirse; la señora pierde la calma y quiere arañar al clero; el fabricante se subleva porque le ha pisado la señora un juanete; ruge el carabinero y se asustan los sacerdotes hasta que se restablece la calma y cada cual busca el medio de descansar mejor.

Un peregrino se sienta á mi lado, apoya la cabeza en mi hombro y se queda dormido, rozándome dulcemente la mejilla con la media docena de pelos que adornan su frente. Otro peregrino saca un salchichón, que parece una escopeta, y se pone á comer rajas y á tararear un himno piadoso. Algunas veces va á levantar el salchichón y me da con él en la cabeza.

Cuando llego á Madrid, quiero abrazar á un amigo que me espera en la estación y las fuerzas me faltan.

—¿Qué tienes?—me pregunta.—¿Estás malo?

—¿Cómo quieres que esté un hombre que ha venido desde Barcelona debajo de dos peregrinos, y amenazado constantemente por una perra, una señora y un salchichón?

TEMPRANO Y CON SOL

EL empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte de Madrid, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil vocecita pronunció, en tono imperativo:

—¡Dos billetes de primera para París...!

Miró á su interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela roja, y luciendo un sombrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba á las mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad sobre poco más ó menos, y también tenía trazas en semblante y ropa de pertenecer á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre con nerviosa alegría. El empleado sonrió á la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal aviso:

—¿Directo ó á la frontera? Á la frontera son ciento cincuenta pesetas, y...

—Ahí va dinero,—contestó la intrépida señorita alargando un abierto portamonedas. El empleado volvió á sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión, y advirtió:

—Aquí no tenemos bastante.

—¡Hay quince duros y tres pesetas!—exclamó la viajerilla.

—Pues no alcanza. Y para convencerse, pregunten ustedes á sus papás.

Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:

—¡Bien... pues entonces... un billete más barato!

—¿Cómo más barato? ¿de segunda? ¿de tercera? ¿á una estación más próxima? ¿Escorial; Ávila...?

—¡Ávila, sí... Ávila... justamente Ávila...! respondió con energía la niña.—Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de hombros... y entregó los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas.

Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén; metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un departamento donde fuesen solos; y con gran asombro del turista americano que ya acomodaba en un rincón su valija de cuero, al verse dentro del coche se agarraron de la cintura y empezaron á bailar.

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¿Cómo principió aquella pasión devoradora? Pues empezó del modo más sencillo, más inocente y más bobo. Empezó por una manía. Ambos eran coleccionistas....

El papá de Serafina, llamada Finita, y la mamá de Francisco, llamado Currín, se trataban poco; ni siquiera se visitaban, á pesar de vivir en la misma opulenta casa del barrio de Salamanca: en el primer piso el papá de Finita, y en el segundo la mamá de Currín. Currín y Finita, en cambio, se encontraban muy á menudo en la escalera, cuando él iba á clase y ella salía para su colegio....

Cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín notó que Finita llevaba bajo el brazo un objeto, un libro rojo, ¡libro tantas veces codiciado y soñado por él!... Rogó á Finita que le enseñase el magnífico álbum de sellos. Finita accedió á los ruegos de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se dieron á hojearlo con vivacidad.—«Esta hoja es del Perú. Mira, los de las islas Hawai. Tengo la colección completa.»

Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada nación marca y autoriza su correspondencia.... Currín se embelesaba, y chillaba de vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay! ¡qué rebonito! Éste no lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy raro de la república de Liberia, no pudo contenerse. «¿Me lo das?»—«Toma;» respondió con expansión Finita. «Gracias, hermosa;» contestó el galán; y como Finita, al oir el requiebro, se pusiese color de la cubierta de su álbum, Currín reparó en que Finita era muy guapa, sobre todo así, colorada de placer y con los ojos brillantes, negros, rebosando alegría.

«¿Sabes que te he de decir una cosa?»—murmuró el chico.—«Anda, dímela.»—«Hoy no.»—La doncella que acompañaba á Finita al colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con la escena filatélica; pero le pareció que se prolongaba mucho, y pronunció un «vamos, señorita,» que significaba: «Hay que ir al colegio....»

Currín se quedó admirando su sello y pensando en Finita. Era Currín un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas tristes, á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y aprendérselos de memoria. Siempre estaba pensando en que le había de suceder algo raro y maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del otro mundo ó con algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba sellos, soñaba también con viajes de circumnavegación y países desconocidos....

Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán, sonrió y se acercó con misterio. «Aquí te traigo esto,» balbuceó él. Finita puso un dedo sobre los labios, como para indicar al chico que se recatase de la doncella; pero constándole á Currín que no había en el obsequio de los sellos malicia alguna, fué muy resuelto á entregarlos. Finita se quedó al parecer algo chafada: sin duda esperaba otra cosa: y llegándose vivamente á Currín, le dijo entre dientes:

—¿Y... y aquello?

—¿Aquello...?

—Lo que me ibas á decir ayer.

Currín suspiró, se miró las botas, y pronunció esta tontería:

—Si no era nada...

—¡Cómo nada!—articuló Finita furiosa.—¡Qué idiota! ¿Nada, eh?

Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que apretaba entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más guapita!» Y espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo.

Al otro día, Currín escribió unos versos en que decía á Finita:

 Nace el amor de la nada;
De una mirada tranquila;
Al girar de una pupila
Se halla un alma enamorada.

Graves autores aseguran que Currín los sacó de un libro que le prestó un compañero. Mas ¿qué importa? El caso es que Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente enamorado. No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.

Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella cerraba los ojos... ó no veía, creyendo que allí se hablaba buenamente de sellos....

Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era aquélla la señorita Serafina, que pasaba sola, con un bolsillo de piel al brazo? ¿Y no era aquél que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se subían los dos á un coche de punto? ¡Jesús, María y José! Pero ¡cómo están los tiempos y las costumbres! Y ¿á dónde irán? ¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre de bien?

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

—Oye,—decía Finita á Currín, apenas el tren se puso en marcha.—Ávila ¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita, lo mismo que París?

—No...—respondió Currín con cierto escepticismo amargo.—Debe de ser un pueblo de pesca.

—Pues entonces... no conviene que nos quedemos allí. Hay que seguir á París. Yo quiero ver París; y también quiero ver las Pirámides de Egipto.

—Sí...—murmuró Currín, por cuya boca hablaba el buen sentido y la realidad—pero... ¿y el dinero?

—¿El dinero?—contestó Finita.—Eres bobo. ¡Se pide prestado!

—¿Y á quién?

—¡Á cualquiera!

—¿Y si no nos lo quieren dar?

—¿Y por qué, tonto? Yo tengo reloj que empeñar. Tú también. Empeñaré además el abrigo nuevo. No sirves para nada... ¡Escribimos á papá que nos envíe... un... un bono... no, una letra! Papá las está mandando cada día á todas partes.

—Tu papá estará echando chispas.... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.

—Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos en Ávila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo....

Cuando oyeron cantar «¡Ávila! ¡Veinticinco minutos!» saltaron del tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos. La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los enamorados no sabían qué hacer. «¿Por dónde se va á Ávila?» preguntó Currín á un mozo, que viendo á dos niños sin equipaje, se encogió de hombros y se alejó. Por instinto se encaminaron á una puerta, entregaron sus billetes, y asediados por un solícito agente de fonda, se metieron en el coche, que los llevó á la del Inglés.

Acababa de recibir el gobernador de Ávila un telegrama de Madrid, interesando la captura de la apasionada pareja. La captura se verificó y los fugitivos fueron llevados á Madrid sin pérdida de tiempo. Finita quedó internada en un convento y Currín en un colegio, de donde no se les permitió salir en un año, ni aún los domingos....

EL PREMIO GORDO

...PRÓXIMO ya á los sesenta años, el marqués de Torres-Nobles adoptó la resolución de retirarse á su hacienda de Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó exclusivamente á cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase. Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas, le leía y comentaba los periódicos políticos; un capataz que dirigía hábilmente las faenas agrícolas; un cochero obeso y flegmático que gobernaba solemnemente las dos mulas de la carretela; una ama de llaves silenciosa, solícita; un ayuda de cámara traído de Madrid, discreto y puntual; y por último, una cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado, y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de Madrid á tomar puerto en Fuencar.... En pocos meses el marqués de Torres-Nobles echó carnes sin perder agilidad, y su sana tez indicó que ya su salud se restablecía.

Si el marqués vivía bien, no lo pasaban mal tampoco sus servidores. Para que no le dejasen, les pagaba mejores soldadas que nadie en la provincia, y además los obsequiaba á veces con regalos. Así andaban ellos de contentos: poco trabajo, y ése, metódico é invariable; salario crecido, y de cuando en cuando, sorpresitas del dadivoso marqués.

El mes de diciembre del año pasado, hizo más frío de lo justo, y la dehesa de Fuencar se envolvió en un manto de nieve. Huyendo de la soledad de su gran despacho, bajó el marqués de noche á la cocina del cortijo, y buscando, por instinto de sociabilidad invencible, la compañía del hombre, se arrimó al hogar, calentó la palma de las manos, y hasta se rió de los cuentos que con chuscada andaluza referían el capataz y el pastor. Entre otras conversaciones más ó menos rústicas que le divirtieron, oyó que todos sus criados proyectaban asociarse para echar un décimo á la lotería de Navidad.

Al día siguiente, muy temprano, el marqués despachaba un propio á la ciudad próxima, y anochecía cuando el bondadoso señor penetró en la cocina blandiendo unos papeles, y anunciando á sus domésticos, con suma benignidad, que había cumplido sus deseos tomando un billete del sorteo inmediato, billete en el cual les regalaba dos décimos, quedándose él con ocho, por tentar también la suerte. Al oir tal, hubo en la cocina una explosión de alegría, con vivas y bendiciones hiperbólicas; sólo el pastor, viejo cano, meneó la cabeza, afirmando que el que echaba con señores «espantaba la suerte,» de lo cual le pesó tanto al marqués, que condenó al pastor á no llevar ni un real en los décimos consabidos.

Aquella noche el marqués no durmió tan á pierna suelta como solía desde que Fuencar le cobijaba.... No le había gustado la avidez con que sus criados hablaban del dinero que podía caerles.—¡Esa gente—decíase el marqués—no aguardaría sino á llenar la bolsa para plantarme! ¡Y qué planes los suyos! ¡Celedonio (el cochero), habló de poner taberna. ¡Pues doña Rita (era el ama de llaves), sueña con establecer una casa de huéspedes! Jacinto (era el ayuda de cámara), bien se calló, pero miraba á esa Pepa (la cocinera). Juraría que proyectan casarse. ¡Bah! (al exclamar ¡bah! el marqués de Torres-Nobles dió una vuelta en la cama y se arropó mejor, porque se le colaba el frío por la nuca); en resumidas cuentas, ¿qué me importa todo ello? El premio gordo no nos ha de caer....—Y al poco rato el señor roncaba.—Dos días después se celebraba el sorteo, y Jacinto se las compuso de modo que su amo tuviese que enviarle á la ciudad en busca de no sé qué provisiones ú objetos indispensables. La noche caía, nevaba, á más y mejor, y Jacinto aun no había vuelto, á pesar de salir muy de madrugada.

Estaban los criados reunidos en la cocina, como siempre, cuando sintieron las pisadas del caballo sobre la nieve fresca, y á poco un hombre, en quien reconocieron á su compañero Jacinto, entró como una bomba. Estaba pálido, temblón, y con ahogada voz solo acertó á pronunciar:

—¡El premio gordo!!!

Hallábase á la sazón el marqués en su despacho, y, con las piernas arrebujadas en espesa manta, chupaba un habano, mientras el capellán le leía El Siglo Futuro. De pronto, suspendiendo la lectura, ambos prestaron oído al estrépito que venía de la cocina. Parecióles al principio que los criados disputaban, pero á los diez segundos de atender se convencieron de que no eran sino voces de júbilo, tan desentonadas y delirantes, que el marqués, amostazado y teniendo por comprometida su dignidad, despachó al capellán para informarse de lo que ocurría é imponer silencio. No tardó tres minutos en regresar el enviado, y dejándose caer sobre el diván, pronunció con sofocado acento; «¡Me ahogo!» y se arrancó el alzacuello y se desgarró el chaleco por querer desabrocharlo... Corrió en su auxilio el marqués, y abanicándole el rostro con El Siglo Futuro, logró oir brotar de sus labios una frase entrecortada:

—El premio gordo... nos ha caído el prem...

Á despecho de sus achaques, brincó hasta la cocina el marqués, y llegando al umbral, detúvose atónito ante la extraña escena que allí se representaba. Celedonio y doña Rita bailaban con mil zapatetas; Jacinto, abrazado á una silla, valsaba rauda y amorosamente; Pepa hería con el rabo de un cazo la sartén, haciendo desapacible música, y el capataz, tendido en el suelo, se revolcaba, gritando ó mejor dicho aullando salvajemente: «¡Viva la Virgen!» Apenas divisaron al marqués, aquellos locos se lanzaron á él con los brazos abiertos, y sin que fuese poderoso á evitarlo, lo alzaron en volandas, y cantando y danzando y echándoselo unos á otros como pelota de goma, lo pasearon por toda la cocina, hasta que, viéndole furioso, lo dejaron en el suelo; y aun fué peor entonces, pues la cocinera Pepa, cogiéndole por el talle, quieras no quieras le arrastró en vertiginosa danza mientras el capataz, presentándole una botella de vino, se empeñaba en que probase un trago, asegurando que el licor era exquisito, cosa que él sabía á ciencia cierta por haber trasegado á su estómago casi toda la sangre de la botella.

Así que pudo el marqués soltarse, refugióse en su habitación, con ánimo de desahogar su enojo refiriendo al capellán la osadía de sus criados y platicando acerca del premio gordo. Con gran sorpresa vió que el capellán salía envuelto en su capote y calándose el sombrero.

—¿Á dónde va V., D. Calixto, hombre de Dios?—exclamó el marqués admirado.

Pues, con su licencia, D. Calixto iba á Sevilla, á ver á su familia, á darle la alegre nueva, á cobrar en persona su parte de décimo, un confite de algunos miles de duros.

—¿Y me deja V. ahora? ¿Y la misa? y...

En esto asomó por la puerta su hocico agudo el ayuda de cámara. Si el señor marqués le daba permiso, él también se marcharía á recoger lo que le caía. El marqués alzó la voz, diciendo que era preciso tener el diablo en el cuerpo para largarse á tales horas y con una cuarta de nieve, á lo cual respondieron unánimes D. Calixto y Jacinto que á las doce pasaba el tren por la estación próxima, que hasta ella llegarían á pie ó como pudiesen. Y ya abría el marqués la boca para pronunciar: «Jacinto se quedará, porque me hace falta á mí,» cuando á su vez apareció en el marco de la puerta la rubicunda faz del cochero, que sin pedir autorización y con insolente regocijo venía á despedirse de su amo, porque él se largaba ¡ea! á coger ese dinero.

—¿Y las mulas?—vociferó el amo.—¿Y el coche, quién lo guiará?

—Quien vuecencia disponga... ¡Como yo no he de cochear más!...—respondió el cochero volviendo la espalda y dejando paso á doña Rita, que entró no medrosa y pisando huevos como solía, sino toda despeinada, alborotadica y risueña, agitando un grueso manojo de llaves, que entregó al marqués advirtiéndole:

—Sepa vuecencia que ésta es de la despensa... ésta del ropero... ésta del...

—¿Ahora quiere V. que yo saque el tocino y los garbanzos, eh? Váyase V. al...

No oyó doña Rita el final de la imprecación, porque salió cantando, y tras ella los demás interlocutores del marqués, y en pos de éstos el marqués mismo, que los siguió furioso al través de las habitaciones y estuvo á punto de alcanzarlos en la cocina, sin que se atreviese á seguirlos al patio por no arrostrar la glacial temperatura. Á la luz de la luna que argentaba el piso nevado, el marqués los vió alejarse, delante D. Calixto, luego Celedonio y doña Rita de bracero, y por último Jacinto muy cosido á una silueta femenina que reconoció ser Pepa la cocinera... ¡Pepilla también! Tendió el marqués la vista por la cocina abandonada, y vió el fuego del hogar que iba apagándose, y oyó una especie de ronquido animal... Al pie de la chimenea el capataz dormía.

Á la mañana siguiente, el pastor que no quiso «espantar la suerte,» hizo para el marqués de Torres-Nobles de Fuencar unas migas, y así pudo este noble señor comer caliente el primer día que se despertó millonario.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Me parece excusado describir la suntuosa instalación del marqués en Madrid; lo que sí no debe omitirse es que tomó un cocinero cuyos guisos eran otros tantos poemas gastronómicos. Se sospecha que los primores de tan excelso artista, saboreados con excesiva delectación por el marqués, le produjeron la enfermedad que le llevó á la tumba. No obstante, yo creo que el susto y caída que dió cuando se desbocaron sus magníficos caballos ingleses, fué la verdadera causa de su fallecimiento....

Abierto el testamento del marqués, se vió que dejaba por heredero al pastor de Fuencar.

EL LIBRO TALONARIO

...EL TÍO BUSCABEATAS pertenecía al gremio de los hortelanos [de Rota].

Ya principiaba á encorvarse en la época del suceso que voy á referir: y era que ya tenía sesenta años..., y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla.

Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas..., que ya principiaban á ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo á los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y se pasaba los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente:

¡Pronto tendremos que separarnos!

Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando á los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia.

—Mañana (dijo) cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz.—¡Feliz quien se las coma!

Y se marchó á su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va á casar una hija al día siguiente.

—¡Lástima de mis calabazas!—suspiraba á veces sin poder conciliar el sueño.—Pero luego reflexionaba, y concluía por decir:—... ¡Para eso las he criado!—Lo menos van á valerme quince duros....

Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando, al ir á la mañana siguiente á la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas.... Como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shylock...:

¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!

Púsose luego el tío Buscabeatas á recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas á la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio.

—¡Como si lo viera, están en Cádiz! (dedujo de sus cavilaciones.) El infame, pícaro ladrón debió de robármelas anoche á las nueve ó las diez y se escaparía con ellas á las doce en el barco de la carga... ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere á las hijas de mi trabajo!

Así diciendo, permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, ó contando las calabazas que faltaban..., hasta que, á eso de las ocho, partió con dirección al muelle.

Ya estaba dispuesto para hacerse á la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz á las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches á las doce, conduciendo frutas y legumbres....

Llámase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del Duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules....

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Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía á un aburrido polizonte que iba con él:

—¡Éstas son mis calabazas!—¡Prenda V. á ese hombre!

Y señalaba al revendedor.

—¡Prenderme á mí! (contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera.)—Estas calabazas son mías; yo las he comprado....

—Eso podrá V. contárselo al Alcalde—repuso el tío Buscabeatas.

—¡Que no!

—¡Que sí!

—¡Tío ladrón!

—¡Tío tunante!

—¡Hablen Vds. con más educación...!—dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en el pecho á cada interlocutor.

En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí el Regidor encargado de la policía de los mercados públicos....

Enterada esta digna autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento:

—¿Á quién le ha comprado V. esas calabazas?

—Al tío Fulano, vecino de Rota...—respondió el interrogado.

—¡Ése había de ser...! (gritó el tío Buscabeatas.) ¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete á robar en la del vecino!

—Pero, admitida la hipótesis de que á V. le han robado anoche cuarenta calabazas (siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano), ¿quién le asegura á V. que éstas, y no otras, son las suyas?

—¡Toma! (replicó el tío Buscabeatas.) ¡Porque las conozco como V. conocerá á sus hijas, si las tiene!—¿No ve V. que las he criado?—Mire V.: ésta se llama cachigordeta; ésta, coloradilla; ésta, Manuela..., porque se parecía mucho á mi hija la menor....

Y el pobre viejo se echó á llorar amarguísimamente.

—Todo eso está muy bien...; pero la ley no se contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que.... V. las identifique....

—¡Pues verá V. qué pronto le pruebo yo á todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta!—dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes.

Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso á desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía.

La admiración del Concejal, del revendedor y del corro subió de punto.

—¿Qué va á sacar de ahí?—se preguntaban todos.

Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso á ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó:

—¡Me alegro de que llegue V., tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas...—Conteste V....

El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo Regidor le mandó quedarse.

En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole:

—¡Ahora verá V. lo que es bueno!

El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:

—Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré á la cárcel por calumniador.—Estas calabazas eran mías; yo las he criado, como todas las que he traído este año á Cádiz, en mi huerta, y nadie podrá probarme lo contrario.

—¡Ahora verá V.!—repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él.

Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al Concejal y á los curiosos:

—Caballeros: ¿no han pagado Vds. nunca contribución? Y ¿no han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón, para que luego pueda comprobarse si tal ó cual recibo es falso ó no lo es?

—Lo que V. dice se llama el libro talonario—observó gravemente el Regidor.

—Pues eso es lo que yo traigo aquí: el libro talonario de mi huerta, ó sea los cabos á que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen.—Miren Vds.—Este cabo era de esta calabaza... Nadie puede dudarlo...—Este otro..., ya lo están Vds. viendo..., era de esta otra.—Este más ancho..., debe de ser de aquélla... ¡Justamente!—Y éste es de ésta... Ése es de ésa... Ésta es de aquél...

Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo ó pedúnculo á la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas.

Pusiéronse, pues, en cuclillas los circunstantes, inclusos los polizontes y el mismo Concejal, y comenzaron á ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular comprobación, diciendo todos á un mismo tiempo con pueril regocijo:

—¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren Vds.!—Éste es de aquí... Ése es de ahí... Aquélla es de éste... Ésta es de aquél...

Y las carcajadas de los grandes se unían á los silbidos de los chicos, á las imprecaciones de las mujeres, á las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y á los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo á la cárcel.

Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano se vió obligado desde luego á devolver al revendedor los quince duros que de él había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas, y que éste se marchó á Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el camino:

—¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme á Manuela, para comérmela esta noche y guardar las pepitas!

EL PÁJARO EN LA NIEVE

ERA ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegos suelen aprender, la música; y fué en este arte muy aventajado. Su madre murió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de un regimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que no daba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado, que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padre indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oir su nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás chicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, al entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba, hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata y armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín....

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesen [á Juan] una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con catorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, para sostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados los primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muy pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió á la criada y se fué de pupilo á una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seis restantes le bastaban para atender á las demás necesidades. Durante algunos meses vivió el ciego sin salir á la calle más que para cumplir su obligación; de casa á la iglesia, y de la iglesia á casa. La tristeza le tenía dominado y abatido de tal suerte, que apenas despegaba los labios; pasaba las horas componiendo una gran misa de requiem, que contaba se tocase por la caridad del párroco en obsequio del alma de su difunto padre....

El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado: no sé si entraron los radicales, ó los conservadores, ó los constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino tarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días, juzgó que Juan era un organista peligroso para el orden público, y procedió inmediatamente á dejar cesante á Juan.... Cuando le notificaron el cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; allá en el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas para concluir su misa. Solamente se dió cuenta de su situación cuando al fin del mes se presentó la patrona en el cuarto á pedirle dinero; no lo tenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fué necesario que llevase á empeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otra vez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir. Mas otra vez volvió la patrona á pedirle dinero, y otra vez se vió precisado á empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era un anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar. Entonces, por consideración á su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía, muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho de dejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de los pocos reales que les quedaba á deber.

Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó una inmensa tristeza; ya no podía terminar su misa....

Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose con el baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época miserable y angustiosa.... De posada en posada, arrojado de todas poco después de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la única camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas por debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sé cuánto tiempo....

Comía lo preciso para no morirse de hambre en alguna taberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigos y malhechores en un desván destinado á este fin. En cierta ocasión le robaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de dril remendados. ¡Era en el mes de noviembre!...

Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse á la boca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado con terror que se acercaba el instante de pedir limosna.... Después de pasar muchas horas sollozando y pidiendo fuerzas á Dios para soportar su desdicha, resolvióse á implorar la caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, y decidió cantar por las calles de noche solamente. Poseía una voz regular, y conocía á la perfección el arte del canto; mas tropezó con la dificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado le facilitó una guitarra vieja y rota, y después de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramar abundantes lágrimas, salió cierta noche de diciembre á la calle. El corazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quiso cantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y la vergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimóse á la pared de una casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó á cantar la romanza de tenor del primer acto de La Favorita. Llamó desde luego la atención de los transeuntes, y muchos hicieron círculo en torno suyo, y no pocos, al observar la maestría con que iba venciendo las dificultades de la obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunos cuartos en el sombrero, que había colgado del brazo. Pero se había reunido demasiada gente á su alrededor, y la autoridad temió que esto fuese causa de algún desorden.... Por lo cual un guardia cogió á Juan enérgicamente por el brazo y le dijo:

—Á ver; retírese V. á su casa inmediatamente, y no se pare V. en ninguna calle.

—Pero yo no hago daño á nadie.

—Está V. impidiendo el tránsito. Adelante, adelante, si no quiere V. ir á la prevención....

Retiróse á su zahurda el pobre Juan.... Había ganado cinco reales y un perro grande. Con este dinero comió al día siguiente, y pagó el alquiler del miserable colchón de paja en que durmió. Por la noche tornó á salir y á cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta á reunirse la gente en torno suyo y vuelta á intervenir la autoridad gritándole con energía:—Adelante, adelante.

¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeuntes no podían escucharle! Sin embargo, Juan marchaba, marchaba siempre.... Su situación era ya desesperada. Sólo un punto luminoso seguía viendo tenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado: este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas las noches, al salir de casa con la guitarra colgada del cuello, se le ocurría el mismo pensamiento:—«Si Santiago estuviese en Madrid y me oyese cantar, me conocería por la voz.» Y esta esperanza, mejor dicho, esta quimera, era lo único que le daba fuerzas para soportar la vida.

Llegó otro día, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieron límites. En la noche anterior no había ganado más que seis cuartos. ¡Había estado tan fría! Amaneció Madrid envuelto en una sábana de nieve de media cuarta de espesor, y todo el día siguió nevando sin cesar un instante....

Juan no había tomado más alimento que una taza de café de ínfima clase y un panecillo.... Pasó el día acurrucado sobre el colchón, recordando los días de la infancia y acariciando la dulce manía de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado por la necesidad, desfallecido, bajó á la calle á implorar una limosna. Ya no tenía guitarra; la había vendido por tres pesetas en un momento parecido de apuro....

Seguía cayendo la nieve pausada y copiosamente.... Los transeuntes que casualmente cruzaban lo hacían apresuradamente, arrebujados en sus capas y tapándose con el paraguas. Los faroles se habían puesto el gorro blanco de dormir, y dejaban escapar melancólica claridad. No se oía ruido alguno si no era el rumor vago y lejano de los coches, y el caer incesante de los copos como un crujido levísimo y prolongado de sedería. Sólo la voz de Juan vibraba en el silencio de la noche....

Al fin ya no pudo cantar más: la voz expiraba en la garganta; las piernas se le doblaban; iba perdiendo la sensibilidad en las manos. Dió algunos pasos y se sentó en la acera al pie de la verja que rodea el jardín. Apoyó los codos en las rodillas y metió la cabeza entre las manos. Y pensó vagamente en que había llegado el último instante de su vida; y volvió á rezar fervorosamente implorando la misericordia divina.

Al cabo de un rato percibió que un transeunte se paraba delante de él y se sintió cogido por el brazo. Levantó la cabeza, y sospechando que sería lo de siempre, preguntó tímidamente:

—¿Es V. algún guardia?

—No soy ningún guardia—repuso el transeunte,—pero levántese V.

—Apenas puedo, caballero.

—¿Tiene V. mucho frío?

—Sí, señor... y además no he comido hoy.

—Entonces, yo le ayudaré... vamos... ¡arriba!

El caballero cogió á Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombre vigoroso.

—Ahora apóyese V. bien en mí y vamos á ver si hallamos un coche.

—¿Pero dónde me lleva V.?

—Á ningún sitio malo; ¿tiene V. miedo?

—¡Ah! no: el corazón me dice que es V. una persona caritativa.

—Vamos andando... á ver si llegamos pronto á casa para que V. se seque y tome algo caliente.

—Dios se lo pagará á V., caballero... la Virgen se lo pagará... Creí que iba á morirme en ese sitio.

—Nada de morirse... no hable V. de eso ya.... Vamos adelante... ¿qué es eso; tropieza V.?

—Sí, señor; creo que he dado contra la columna de un farol... ¡Como soy ciego!

—¿Es V. ciego?—preguntó vivamente el desconocido.

—Sí, señor.

—¿Desde cuándo?

—Desde que nací.

Juan sintió estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminando en silencio. Al cabo éste se detuvo un instante y le preguntó con voz alterada.

—¿Cómo se llama V.?

—Juan.

—¿Juan qué?

—Juan Martínez.

—Su padre de V., Manuel, ¿verdad? músico mayor del tercero de artillería ¿no es cierto?

—Sí, señor.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz temblorosa que exclamó:

—¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano Santiago.

Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y comenzó á gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:

—¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi suerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto al puesto... ¿Pero señor, dónde se meten los coches...? Ni uno solo cruza por aquí... Allá lejos veo uno... ¡gracias á Dios!... ¡Se aleja el maldito!... Aquí está otro... éste ya es mío. Á ver, cochero... cinco duros si V. nos lleva volando al hotel número diez de la Castellana...

Y cogiendo á su hermano en brazos como si fuera un chico, lo metió en el coche y detrás se introdujo él. El cochero arreó á la bestia y el carruaje se deslizó velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientras caminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le contó rápidamente su vida. No había estado en Cuba, sino en Costa Rica, donde juntó una respetable fortuna; pero había pasado muchos años en el campo, sin comunicación apenas con Europa; escribió tres ó cuatro veces por medio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo respuesta. Y siempre pensando en tornar á España al año siguiente, dejó de hacer averiguaciones proponiéndose darles una agradable sorpresa. Después se casó, y este acontecimiento retardó mucho su vuelta. Pero hacía cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registro parroquial que su padre había muerto; de Juan le dieron noticias vagas y contradictorias.... Afortunadamente la Providencia se encargó de llevarlo á sus brazos....

Paró el coche al fin. Un criado vino á abrir la portezuela. Llevaron á Juan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibió una temperatura tibia: los pies se le hundían en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados le despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron ropa limpia. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete, donde ardía un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y después algunas viandas.... subieron además de la bodega el vino más exquisito y añejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las órdenes oportunas, acercándose á cada instante al ciego para preguntarle con ansiedad:

—¿Cómo te encuentras ahora, Juan?—¿Estás bien?—¿Quieres otro vino?—¿Necesitas más ropa?

Terminada la refacción se quedaron ambos algunos momentos al lado de la chimenea. Santiago.... dijo á su hermano, rebosando de alegría:

—¿Tú no tocas el piano?

—Sí.

—Pues vamos á dar un susto á mi mujer y á mis hijos. Ven al salón.

Y le condujo hasta sentarle delante del piano. Después levantó la tapa para que se oyera mejor, abrió con cuidado las puertas y ejecutó todas las maniobras conducentes á producir una sorpresa en la casa; pero todo ello con tal esmero, andando sobre la punta de los pies, hablando en falsete y haciendo tantas y tan graciosas muecas, que Juan al notarlo no pudo menos de reirse exclamando: ¡Siempre el mismo Santiago!