¿Qué más morisco y qué más zorrillesco? Ese son de guzla es ciertamente una oriental que se intercalaría sin detonar, entre las del autor de Tenorio o las del injustamente olvidado padre Arolas.
Anoche he estado en el principal café moro. Por una puerta estrecha que da a una angosta callejuela, se entra al no muy espacioso recinto. Hay tapices para los del país, y mesitas para los visitantes extranjeros. Mi amigo español y yo nos sentamos en una de las últimas. Había cerca de nosotros varios franceses y señoras inglesas. Un mozo de rojo fez nos sirve en pequeñas tazas el café ya azucarado y sin colar, como es uso y como lo solemos tomar los aficionados en París en el restaurant judío-oriental de la rue Cadet. La atmósfera está cargada, pues no son pocos los fumadores. Unos fuman el tabaco solo, y otros mezclado con cáñamo indiano. De pronto inicia la orquesta—¡la orquesta!—un son de los suyos... La orquesta se compone de ocho o diez músicos que tocan los más inverosímiles violines y violones. Veo un solo violoncello europeo tocado por un morenote barrigón que mueve todo el cuerpo cuando toca. Es un solo motivo repetido una, dos, innumerables veces, motivo triste, lánguido, hipnotizante; y como no andan muy acordes todos los que ejecutan, da la disonancia persistente, a veces, cierta angustia. ¿Qué impresión hay en mí? En verdad, vuelve a cada paso, por la escena iluminada por las lámparas de cobre, por el ambiente, por los tipos y sus indumentarias, la reminiscencia miliunanochesca; pero también pienso que no es la primera vez que escucho ese aire monótono y veo esas singulares figuras. A la idea de cuento árabe se junta entonces el no lejano recuerdo de la Exposición de 1900. Me regocija un tanto, por el lado poético, el que esto esté en su centro y lugar, aunque me amargue mi contentamiento el notar que todo se hace para satisfacer la curiosidad y recibir las pesetas del turista, del perro cristiano. Las cuerdas chillan rozadas por los arcos curvos, y de las cajas sonoras, hechas unas en forma de zuecos, salen las voces gimientes. A esto acompañan varios guitarrones a manera de laúdes, con labores de nácar incrustados, y a todo se unen las voces cantantes de los músicos mismos, entre los que hay jóvenes y viejos, abundando entre los últimos siempre los rostros bíblicos, las caras de viejos profetas aullantes.
Hay que salir de ahí para librarse de la repetición dolorosa y llorosa del motivo oriental, que llega a causar malestar en los nervios.
El canto o más bien recitado del muezzin, es de esas cosas que no se olvidan cuando se las oye. En lo profundo de la sombra nocturna, o a la hora del crepúsculo, o bajo la maravillosa luna que brilla sobre zafiro celeste, su voz, en un ritmo repetido y único, confía al viento y promulga al mundo que Alah es grande. Esta campana humana que llama a la oración y que recuerda a las razas más creyentes del orbe la omnipotencia del Dios poderoso, es de lo más impresionante intelectualmente que se puede todavía encontrar sobre la faz de la tierra, de la tierra árida de destrucciones mentales, seca de vientos de filosofía, y que casi no halla en donde resguardar el resto de las creencias y de amables ilusiones divinas que han sido por tantos siglos el sostén y la gracia del espíritu de los pueblos.
Flaubert afirmaba, que si se golpeaba sobre las cabezas bellas y graves y pensativas de estos africanos, no saldría más que lo que hay en un cruchon sans bière ou d'un sepulcre vide. Yo he oído salir de estos cerebros—quizá de los menos europerizados que en mis pocos momentos africanos he conocido—pensamientos serios y ocurrencias interesantes. No porque ellos tengan un punto de vista diferente del nuestro en la vida, en el progreso y en la esperada inmortalidad, dejan de mostrar una sensatez y largas vistas que muchos cristianos desearían. Son excepciones, es cierto; pero no hay que olvidar que esta raza tuvo en jaque a Europa y encendió lámparas al mundo cuando había enseñanza en Córdoba, y gloria en Granada y en Bagdad.
El zapatero que tiene su taller en un miserable tenducho, os dice razones discretas y, sobre todo, os trata con toda la urbanidad apetecible, desde luego que entráis bajo su techo. Esos remendones de babuchas son curiosísimos, y, según mi intérprete, hacen entre la morería, como los barberos de nuestras civilizaciones cristianas: charlar de los sucesos que pasan y entretener o impacientar al cliente con sus conversaciones. En este caso, pues, el silencioso vivir de la raza, tiene su contraparte...
Día de mercado. El gran zocco es un vasto cafarnaum, un hervidero de colores y de figuras bizarras, una colección rara, para el extraño, de escenas pintorescas.
He aquí las caravanas en reposo, después de haber cruzado el desierto para traer las mercaderías de lejanas comarcas. Los camellos, que hasta hoy había visto tan sólo en jardines zoológicos, en la bohemia de los circos errantes, los camellos, feos y misteriosos, cantados tan bellamente en los versos de Valencia, están aquí en su ambiente y bajo su cielo, unos echados, otros de pie, tristes, esfíngicos, jeroglíficos...; y junto a ellos, sudaneses de carbón, beduínos de gestos fieros, entre bultos y amontonamientos de cosas heteróclitas. Más allá, mulas, caballos desensillados o con las consabidas monturas rojas. Y un mundo de gentes diversas, un andante museo de biología comparada, y una variedad de vestimentas y de tintes que sorprenden e interesan. Aquí está un moro berberisco, con su capucha calada que le cae atrás en pico: su traje que se asemeja a una clámide con mangas que le llegan a medio brazo, y el aire poco reservado, en su cara que llamara campechana si no relampagueasen de repente instintos terribles en sus pupilas. Lleva las piernas desnudas, la barba afeitada, los pies descalzos. Luego un kabila ceñudo, rapado el cabello por delante hasta formarle una calva sobre el apretado y corto pelo negro; los ojos crueles, la boca voluntariosa bajo un bigote escasísimo. Luego un árabe rubio casi, de mirada soñadora y barba fina, y un árabe moreno, de cara afilada, mentón puntiagudo que prolonga la barba negra, cráneo alargado, gesto autoritario y siempre duro. Luego negros colosales; ¿senegalenses? ¿abisinios? ¿sudaneses?
Perdonad mi escasez de antropología en tan curiosas sensaciones africanas; mas lo único que os diré, es que como esos gigantescos negros eran, o deben haber sido, los que cuidaban los molosos y los leones de la reina de Saba. Los vestidos hacen sus juegos de color en la plaza hormigueante. Ya es el jaique blanco, ya el jaique rosado, ya el jaique verdoso, ya el jaique obscuro o leonado; ya el amplio albornoz majestuoso, ya los mil turbantes de varias formas. Veo turbantes rojos en el centro, y alrededor blanquísimos, en un pesado retorcimiento de telas, turbantes blancos de centro negro, turbantes todos negros y turbantes todos blancos; y unos que parecen hechos con camisas viejas y otros que parecen gordas trenzas de fulares de lujo. Una tela es áspera y pobre; otra os da idea del gran señor que la lleva, por los tejidos de oro que brillan en la ondulante seda o preciosa lana. Hay albornoces que indican una categoría. Hay babuchas ricas y babuchas miserables.
A tal comerciante le veo una leontina semejante a la de mi amigo Mohamed-Ben-Ibrahim, y un rostro que parece haber pasado por el pecaminoso ambiente de París. Si irá también con frecuencia en peregrinación a la Meca... Y paso entre este mundo tan diferente al mundo en que he vivido, con la sensación de estar en un ambiente de fantasía. En este lado, un moro vende dátiles en confitura; más lejos unas galletas de apetitoso aspecto; más allá, dulce de no sé qué fruta; más allá habas; acullá aceitunas, y almendras, y pan del país hecho de un trigo especial que llaman dura.
Luego, son unos ambulantes vendedores de babuchas y cueros, curtidos, de colores vivos, orfebrerías y tejidos de oro de Fez: chiarenas, y jaiques hechos a mano. Y en sus tenduchos, otros mercaderes aguardan indolentes a los compradores de sillas de montar, de turbantes, de arneses, de puñales, de hierros y aceros distintos, de vasos y jarras. ¿Y las mujeres? Yo no he visto sino tales envoltorios blancos, pobres viejas, que como todas las mahometanas, tenían el pudor oriental de la cara. A una jovencita alcancé, en un descuido, a verle el rostro, por un lado; era hermosa, mas me pareció que estaba tatuada en la mejilla. Mirad si un artista, en estas tierras, tiene en donde ver vida aparte, seres aparte, y soñar su sueño, aparte...
Caminando llego hasta un grupo de gentes que ven a un encantador de serpientes. Más lejos, unos aissaouas hacen sus sabidas terribles proezas. Al son de unos roncos tambores golpeados por las manos de sus dos compañeros, el salvaje brujo comienza a mover la cabeza primero, luego el busto, luego todo el cuerpo, sin mover los pies, en una danza de cobra, de adelante atrás o de un lado para otro. Los moros le miran en silencio. Uno de los tamboreros echa en un brasero cierto polvo resinoso, que produce fuerte humareda, en la cual, sin dejar su rítmico vaivén, mete la cabeza el aissaoua y aspira con fuerza. Diríase que se hipnotiza y que se anestesia. A poco toma un puñal agudo y se traspasa un brazo, una mano, una oreja, la lengua; ase a puñados brasas que uno ve que queman, pues se siente un repugnante olor a carne asada...; se echa de barriga sobre un sable afiladísimo y se le ve en la piel una herida que brota sangre...; se mete una especie de cuña en la órbita de un ojo y el globo sale fuera, horroroso...; ase varias víboras que dicen ser venenosas y se deja picar en los labios, en el cuello, en la lengua... Los tamboreros siguen su son, al que agregan un canto nasal y chillón. Para final, el brujo feroz toma un poco de paja, la da a examinar a la asistencia como nuestros prestidigitadores, la enrolla, la hace una pelota entre sus ásperas manos, sopla en ella y la paja se enciende y arde sobre sus palmas hasta que se consume. Los concurrentes le dan unos cuantos ochavos y la función concluye para recomenzar más tarde.
Al retirarme veo en otro extremo de la plaza, que forma un declive, gran muchedumbre sentada en el suelo silenciosa. Frente al grupo de albornoces, jaiques y turbantes de colores, se alza un árabe de negra barba, todo vestido de blanco, tipo, en verdad, hermoso y aristocrático. Habla, recita. Mi intérprete me explica: «Es el poeta que cuenta cuentos». Viejos, muchachos, hombres, le escuchan como a quien trajese noticias de reinos extraordinarios, de países de ilusión. Bello es el espectáculo al armonioso brillar del sol de la tarde sobre los hombres, sobre las vestiduras, sobre las cercanas casas cúbicas y blancas. El poeta, el narrador, dice con entonaciones admirables, en su gutural y ronca lengua, sus historias, sus cuentos. Y hay algo en su declamación del modo de recitar de los actores franceses. Cuando concluye, todos desfilan ante él y le dejan su óbolo.
Y al partir y al despedirme de ese lugar y de este país en donde jamás un tholva leerá un libro de Nietszche, vuelve a mi memoria el libro maravilloso, el libro glorioso, a quien se debe tanta magia, tanto color, tantas sanas alegrías y visiones interiores, el adorable Alf lailah oua lailah—Las mil noches y una noche—que empieza: «Está referido—pero Alah es más sabio y más cuerdo y más bienhechor—que había—en lo que transcurrió y se presentó en la antigüedad del tiempo y el pasado de la edad y del momento—un rey entre los reyes de Sassan en las islas de la India y de la China...»
VENECIA


Escribir sobre Venecia, insistir sobre Venecia... ¿todavía? Bien se pudiera, para nosotros, sobre todo, con un poco del montón estético ruskiniano, con Molmenti, con los mil de la bibliografía veneciana, hacer, al uso del fácil literaturismo, una labor de pintorescos retazos, como del viejo traje de Arlequín, desecho de los últimos carnavales... No en mis días. Uno podría aparecer de repente que me dijese: «Eso es de Ruskin», o «es de Molmenti». Os doy mejor lo mío, mis impresiones, mis instantáneas intelectuales, a toda luz, para que todos las comprendan y las vean. Esto me atrae desde hace ya tiempo las simpatías de las excelentes personas que gustan de la claridad y de la sencillez...
Así, pues, guardo mi flauta y mi violín, que me habrían servido para ejecutar vagas rapsodias en esta ocasión, y digo simplemente que estoy en Venecia, de nuevo, y que, desde la misma ventana del hotel Bellevue, por donde me asomaba hace cuatro años, veo la misma joya bizantina de San Marcos, las palomas, la plaza, con el Campanile de menos, y los ingleses eternos, que van a visitar la iglesia, el palacio, y a dar de comer a las palomas... La primera vez me enamoré de Venecia con locura: hoy, creo que estoy siempre enamorado de ella, pero haría un matrimonio de conveniencia... No porque la juzgue muerta, como Maurice Barrés, porque Anadiómena no muere, sino por las malas frecuentaciones y relaciones que ha tenido; no por su decadencia, sino por su profanación. Profanación del peor vicio cosmopolita que viene a flotar en góndola, para dar color local a sus caprichos; del ridículo literario de todas partes, que escoge como decoración de insensatez estos lugares divinizados por la poesía y consagrados por la historia; del dinero anglosajón y alemán que vulgariza los palacios y las costumbres, del turismo carneril que invade con sus tropillas todo rincón de meditaciones, todo recinto de arte, todo santuario de recuerdo. Esto se ha convertido, ¡oh, desgracia! en la ciudad de los Snobs, en Snobópolis. Y es el peor snobismo existente el que aquí se da cita. ¿Sabéis que podéis encontrar en el Danieli aristocracia adventicia, falsa y pentapolitana? Chiflados de todas partes vienen a querer convertirse en ruiseñores y a creer que hacen brillar la renovación de grandes nombres. Periodistas ricos y novelistas de París, de Londres, de otras partes, vienen a vivir dos meses de novela pseudosentimental que les dé para ponerla en una serie de artículos, en un volumen... Pintores de rezagado romanticismo enfermos, o de ultrahisterismo, rematados, ainda mais llenos de ideas morbosas, llegan a proyectar telas y a realizar escándalos de que los Esclavones sonríen y la Piazzeta se conmueve, aun... Tal novelista bulevardero, busca aquí temas o decorado, para sus escenas, para su literatura asfaltita. Y las siete lámparas de la Arquitectura no se apagan, y las Piedras de Venecia siguen impasibles.
...Piedras de Venecia, ¿quién diría vuestros encantos, vuestros misterios, vuestros maravillosos secretos, vuestras floraciones de idea y de arte? Muchos lo han dicho—y el mejor, y el último, ese inexcusable D'Annunzio... Y he aquí que D'Annunzio se me asemeja a esa prodigiosa Venecia... ¿Raro? No sé. Vamos a ver.
Venecia, la poética, la soberbiamente dulce, la celeste Venecia—decía yo a un amigo mío, compañero de viaje, mientras la góndola nos conducía en esas aguas soñolientas cuyo paludismo se mezcla a tanta reminiscencia intelectual... Y me esforcé en hacer todo lo posible para presentarle, en cortas frases, una monografía veneciana, una imagen pequeña como en un pequeño espejo, de la soberana y magnífica república, del poderío antiguo, de la maravilla de sus grandezas comerciales y políticas, de su vida artísticamente real y práctica, y cruel y terrible y poética y sangrienta. Le cincelé en poca prosa un Puente de los Suspiros... Le hice ver el Canalazzo, casi en verso, con estrofa por palacio... Le diluí, con mi mejor manera, la dulzura de amar y el ardor de amor, en ese ambiente. Le hice sentir a Giorgione, y adorar el Ticiano, a su manera. Vió de oro, de mármol y de sol amable la ciudad de silencio, de amor y de crepúsculo. Saqué mi violín... En esto llegó, en otra góndola, un agente de una casa de cristalería y muebles... Fuimos a los almacenes. Vimos muchas cosas de todas clases y hubo que comprar. Había una Venus de mármol, cristales finísimos y pacotilla... Recordé un cuento de Julio Piquet, a propósito de un lindo vaso. Hubo que hacer sumas... Hablamos en inglés... El agente hacía señas al vendedor, para su comisión... Afuera brillaba un bello sol sobre el gran canal... Eso es D'Annunzio... ¿y qué?... Eso es nuestro tiempo. Eso es nuestra vida actual. Eso es: pompa y oropel, brillo y negocio...
...La negra góndola va por el agua negra y mal oliente. Relucen sus adornos dorados. Va entre las viejas puertas, las paredes viejas y las rejas de las famosas prisiones. El gondolero no deja de enseñarme su lección de historia hasta que le pido silencio. Va la negra góndola. Sale al gran canal. La tarde es literaria. El sol va adorablemente dorando con oro violeta las aguas, y con oro rojo pálido la cúpula de San Giorgio... La luz, el paisaje, la armonía suprema natural, el horizonte «histórico», el aire melificado por siglos de besos de amor, los poetas que por aquí pasaron, los duxes, los conquistadores... ¡Qué hermoso escenario para veinte años vírgenes y una lira! Yo tengo casi el doble, y sin palma; y el instrumento apolíneo creo que se me quedó en Buenos Aires...
Llego al Lido en momentos en que puedo presenciar un lamentable espectáculo. D. Carlos de Borbón y su esposa D.ª Berta de Rohan, bajan a tierra, de su barquilla a vapor, o a gasolina, una especie de automóvil marítimo. Hace años os he hablado, con respeto y simpatía, de ese rey en el destierro... Hoy le veo y me parece que no le ha limado el tiempo. Su D.ª Berta—«¡Rohan soy!»—es la misma. El aspecto del monarca in partibus es el mismo, y su humor que se transparenta por sus maneras, pintado admirablemente por Luis Bonafoux, debe ser el mismo. Y César, el perro, de que hablé también hace ya tiempo, sigue siempre al lado del amo, símbolo de la carlista fidelidad.
Conozco la mayor parte de las repúblicas nuestras, con sus extrañas políticas movidas desde los palacios presidenciales y casas de distintos colores, y llego a este propósito a recordar la ocurrencia que en una revista francesa expresó un chispeante escritor argentino, Luis B. Tamini: ¡Los pueblos latinoamericanos unidos en un gran imperio o reino, y proclamado y coronado señor, D. Carlos de Borbón! La broma da que pensar, sobre todo, si se han leído los versos en que un poeta y diplomático del Perú, el distinguido Sr. Chocano, dice con su épica trompa:
Yo no sé lo que dirán de eso mejicanos poco entusiastas por los rieles del presidente Díaz, como el escritor Ciro Ceballos. Mas volviendo a D. Carlos, no me uniría yo a la proclamación que inicia Tamini, desde que le he visto salir de su lanchita a vapor en las playas de ese Lido por donde vaga el recuerdo de Byron. Le he visto, con su esposa, ella muy elegante, muy parisiense, él muy sportman, muy inglés, con su sombrerito de paja y doblado el ruedo de los pantalones, como es de uso entre la correcta gente británica. Hasta allí todo va perfectamente. Mas ¿esa banderita española que parte los corazones, en la popa de la lanchita automóvil? ¿Y esos marineros, vestidos como comparsas de zarzuela patriótica, con cintas amarillas y rojas en vestidos y sombreros?... ¡Oh, Daudet, oh, Voltaire!
Llevo en la obscura barca el libro en que Barrés, cultivando siempre su yo, realiza preciosas páginas de amable filosofía. Y me fijo en las que hablan de «las sombras que flotan sobre los ponientes del Adriático». Es una la del sereno Goethe, otra la del sentimental Chateaubriand, otra la del borrascoso lord Byron, dos unidas, las de Musset y George Sand; otra la del pintor suicida, Leopoldo Robert; luego la de Taine, la de Gautier, la de Wagner. Pienso que esas sombras tienen mucha culpa, con los evocadores de ellas, de que la encantada ciudad pueda justamente ser denominada Snobópolis. Desde más de un honesto burgués atacado de mal de novela vivida, hasta los equívocos Aldesward, se acogen, quién al amparo de la sombra de Musset, quién a la de Wagner. Solamente a la del sesudo Taine sospecho que la dejan tranquila.
...¡Musset, George Sand! Acaba de publicarse la correspondencia de ese famoso par de románticos, y no por pura indiscrección del encargado de la publicación o de las familias respectivas, sino por póstuma voluntad de aquella terrible señora, que pensó en el futuro, en que la humanidad del porvenir tendría interés en saber sus intimidades poco delicadas, y la estupenda situación del ménage à trois sentimental y físico que sostuvieron su inaudito carácter y su extraordinario temperamento. Sand, Musset, Pagello... ¡Da pena leer esas cartas, pena por el pobre Musset, jovencito, soñador, alcoholizado, y en manos de semejante literata! La literatura los unió, y Pagello, que no entendía de literaturas, aparece allí como el más interesante bruto. Él es el único que está en la vida. A los dos curiosos amantes, apenas el velo de oro de la gloria alcanza a librarlos del ridículo. Ellos mismos fueron snobs avant la lettre.
Oigo, por la noche, en el silencio de los canales, bajo el taciturno cielo, como eco de cantos. Vuelvo a la góndola y me dirijo hacia en donde, en una gran barca adornada de farolillos de colores, suenan violines y flautas y guitarras. Allí, una graciosa muchacha, acompañada por los instrumentos, canta sus canciones. La barca está rodeada de góndolas, y todos los que han llegado atraídos por la armonía, escuchan. Hay allí seguramente espíritus de pasión, almas de ideas; y hay allí, seguramente, de los cosmopolitas de Snobópolis. Hay quienes, silenciosos, sueñan su sueño, y quienes se engañan a sí mismos, en una aventura de farsa, en una comedia amorosa, artística o literaria. De todas maneras, es éste aún uno de los lugares de la tierra en donde, los enamorados del amor o de sus visiones, pueden encontrar un refugio, a despecho de los profanos invasores. Aunque se quiera, no puede haber un automóvil. No hay más que el de D. Carlos sobre las aguas... Se puede también apartar por momentos, mejor que en ninguna parte, la dolorosa realidad cotidiana. «El único medio eficaz de soportar la vida, es olvidar la vida», dice el ya citado M. Taine. Aquí se puede gozar de ese olvido, pues Venecia, todavía, a pesar de los judíos de las fábricas de vidrios, a pesar de los clientes del café Florián, a pesar de los estetas de larga cabellera, es un país de sueño y de ilusión, un reino florido de versos y de melodías. Y la belleza de las mujeres venecianas, consagrada en rimas y en cuadros magistrales, con sus gloriosas cabezas que Ticiano amaba, está allí, indestructible, atractiva, demandando la ofrenda del canto y el tributo del amor. Amor que inspiran, no terribles y estrepitosas Pentesileas de letras, como la ilustre jamona del lírico de Las Noches, sino prodigios de gracia y de decoro juveniles, primaverales, como aquella divina y casi impúber condesa que adoró a Byron, la Guiccioli, cuyo nombre vibra en la noche del tiempo como un trino de italiano ruiseñor.
FLORENCIA


Una vuelta por la Cascine, una recorrida al Lungarno, un saludo a Miguel Angel, una reverencia a Dante, y después de subir por la puerta Romana a respirar el dulce aire en que se recrea la vegetación florida que rodea al amable San Miniato, descender por este suelo que hollaron los pies de Beatriz, hacia la ciudad. Luego, pasar por las venerables construcciones de dominó, detenerse un rato en el Gambrinus, e ir en seguida a un restaurant, en donde no se coma a la francesa, y en donde se balancee en su armazón de níquel el grande y panzudo frasco de purísimo vino toscano. Es un buen programa para turista que va de prisa. Si sois artistas, esta ciudad es para largas permanencias, para venir a pintar un gran cuadro, vivir una bella vida, escribir un gran libro..., aunque fuese uno más en la inmensa bibliografía inspirada por la vieja urbe florida de los lirios y de las rosas.
Por la noche he ido al teatro en que cantan la Paccini y Bonci. Aquí no se exige el traje de etiqueta. Es algo así como si se diese a entender que lo que en otras partes es función extraordinaria y singular divertimiento, aquí es espectáculo natural y propio. Se está en casa de la Opera, de confianza.
Magnífica orquesta, concurrencia, en donde brillaban hermosísimos ojos de luz negra, o de ardientes resplandores azules; copiosas cabelleras de heroínas d'annunzianas, y un ambiente de comunicativa alegría. Y son los viejos Puritani, los que se cantan. Gloria a la música antigua, a la melodiosa ópera romántica, a los maestros que nos deleitan sin fatigarnos mucho el cerebro, con el «vapor del arte». Las músicas nuevas y sabias son para la cabeza; las que encantaron a nuestros abuelos son para el corazón. Feliz quien puede todavía gustar de esos goces de antaño, y salir del teatro con la imaginación fresca, el alma alada, como respirando un recién cortado bouquet de ilusiones, y, como en el encanto de pasados recuerdos, o en la esperanza de amor aún, tarareando una romanza que aún no han alcanzado a ajar los callejeros organillos.
PEQUEÑA ÓPERA LÍRICA
Por la mañana, después de leer los versos de un poeta joven y ardoroso, R. Blanco Fombona, he tenido una singular soñación, de esta manera...: «En cuanto a la persona del autor de esta «Pequeña ópera lírica», diré que es un antiguo conocimiento mío. Lo vi la primera vez en casa del cardenal de Ferrara, en Roma, y allí nos presentó en términos amables y corteses, messer Gabriel Cesano. Juntos visitamos frecuentemente en sus horas laboriosas al insigne Benvenuto Cellini, a quien solíamos acompañar, algún tiempo después en la ciudad de Florencia, cuando salía de paseo y aventura, durante cuatro días que allí permaneció. Benvenuto lo tenía en estima y cariño, porque mostraba un gentil hablar, una gallarda figura y un ímpetu brillante para cosas de placer y pendencia, además de sus relaciones con las musas, docto en finas rimas, finas dagas y finas palabras. Desrazonábamos a la luz de la luna, a las orillas del Arno. Él tenía a veces súbitos arranques de intransigencia y ponía yo como escudo paciencia fuerte, para no acabar tanto intelecto de amor en choque y sangre. Mi mayor edad me daba más tranquilos argumentos. Las discusiones eran sobre Cristo Nuestro Señor, sobre el poder de Venus, sobre el mérito de un salero de oro. Me solía repetir sentencias de graves pensadores y exámetros de sensuales poetas. Fraternizábamos en Epicuro, pero yo creyendo siempre en Jesús santo, y él no. Me repetía con frecuencia un apotegma del sesudo y honesto Marco Aurelio: «En general, el vicio no daña al mundo, y en particular no daña sino a aquel que no puede abandonarlo cuando quiere.» Tenía las más suaves y amables maneras y las más inesperadas y agresivas sonrisas. Una noche, en una hostería, apaleó a un mozo, se armó camorra, sacó la espada, llegó la justicia, yo me escurrí. Sus frecuentaciones eran de todas guisas. El mismo día en que me presentó a un grande de España, le vi hablar con gentes equívocas. «La vida es eso», contestaba a mi extrañeza. Era gran partidario de los Médicis y amaba sobre todo a Lorenzo, porque era poeta y se apellidaba el Magnífico. Apenas había comenzado a vivir verdaderamente, y ya quería escribir el diario de su vida. Era injusto, porque la juventud es pasión y la pasión no es justicia. Yo le observaba con nuestro gran Benvenuto: «Tutti gli uomini d'ogni sorte, che hanno fatto qualche cosa che sia virtuosa, o si veramente che le virtù somiglie, doverieno, essendo veritieri e da bene, di lor propria mano descrivere la loro vita: ma non si doverrebe cominciare una tal bella impresa, prima che passatto l'età de quarant'anni». Partió a Flandes; llegó a París y fué favorecido por el rey Francisco. Tuvo una riña con La Primatrice a causa del Cellini, e hirió gravemente a un mal enemigo, por lo cual fué a prisión. Seguía siempre el cultivo de su individuo, y el de los versos, y el de su fresca y valiente vida. Concluía una carta suya que recibí en Florencia, con una cita de Séneca... «et in isto vitæ habitu compone placide, non molliter». Tan pronto oía rumor de guerra en cualquier parte, quería volar, buscaba el caballo que relincha en Job. Amador de gozo, había sido desde la infancia sabedor de sufrimiento; y en su fragante primavera, miraba a todos lados azorado, cual si sospechase que iban de pronto a salir cabezas de lobos de entre las rosas. Desconfiaba de la más dulce amistad, pues en el corazón de cada próximo bien podía haber un nido de perfidias. Gustaba largamente del buen vino de España, del excelente acero, de la carne en flor. Se exaltaba con facilidad, mas de la violencia pasaba en un instante a la blandura. Un día, con messer Luigi Alamanni, que era alegre y razonable, por una cuestión de arte, casi llega a la ofensa. Guardaba en su estancia hermosas armas, ricas sedas, libros de poemas, camafeos de diosas y figuras itifálicas. Dejé de verlo por la ausencia. Luego, no supe más de él. Un nuestro amigo romano me dijo estar en conocimiento de que habiendo partido a un país lejano y entrado en guerras, se había hecho coronar rey. Otro me refirió que lo habían matado. Otro que se había metido fraile.
...Hoy, en una mañana ardorosa de las calendas de Mayo, del año de 1904, en la ciudad de Florencia, he escrito las líneas anteriores, que he leído varias veces con meditación y cuidado. ¿Lo que contienen, es una creación de la fantasía, o bien un fijo recuerdo de una pasada realidad, o la concentración de un sueño?... Pasemos. Pasemos... Un poco de barata sabiduría alcánica no haría mal; o un poco de teosofía hindú y de H. P. B. No me interesan esas proezas. El que tenga ojos que vea. ¡Para los demás todo es inútil!
El Arno está allí, no lejos de donde escribo. Acabo de ver una vez más el palacio viejo, el Perseo, los sátiros que rodean al Biancone... Estoy saturado de italianidad y de florentinismo... Doy a Dios gracias por los aislamientos intelectuales que me procura, y por lo lejos que estoy de tantas otras gentes... Y gusto los versos de este poeta hispanoamericano, que es asimismo tan de Italia, tan del Renacimiento, aunque sea muy de hoy y tenga sangre española, y haya nacido en Caracas y habite en París. «Pequeña ópera lírica»... ¿qué me importa cómo se llame el instrumento si suena bien y seduce la armonía? El instrumento suena ya como una mandolina de Venecia, ya como una melancólica guitarra americana, o bien como una lira de arte nuevo. Mas, quien lo toca, tenedlo por seguro, es un hombre; un hombre que dice la verdad de su sentimiento y de su pensamiento, a veces lo más personalmente posible, a veces pagando el natural tributo al momento intelectual por que pasa la joven poesía castellana de ambos continentes. Ha pasado ya la primera tentativa de Querubín, D. Juan se afirma, sin que pueda evitar, un instante u otro, un acceso de sentimentalismo, pues tiene pupilas que contemplan el crepúsculo y oídos que oyen la revelación de un son de flauta. Un donjuanismo a veces pensativo, a veces precioso, a veces felino... Como de su don Juan gato. El dirá el encanto de las piedras preciosas, madrigalizará arcáicamente, pagará lo que debe a la literatura. Mas, cuando dice: Vida, es de verdad, y parece que se desnudase, que se pusiese en pleno sol en el orgullo de su animalidad, con el ímpetu de hacer cosas fuertes y naturales, primitivas, que manifiestan energía, músculo y voluntad. Y así contradice al espíritu de decadencia un soplo de humanismo. El cansancio, la tristeza urbana, la enfermedad de las lecturas, el residuo de las varias filosofías apuradas, dan paso a un soplo sano, a un aire germinal, a un aliento agrario.
Esto está ajeno a las parodias de corrupción estética que infestan algunos de nuestros rincones literarios, verlenianismo por fuerza, sibilinismo de importación, «porque así se hace ahora», cosas que a muchos parecen nuevas, y que ya son, en verdad, muy viejas. Hombre enérgico, de acción, la poesía le va bien, como el laurel a la frente, la banderola a la lanza y el penacho al casco. ¿Por qué te habías de dejar contagiar, ¡oh, amigo de Benvenuto y de Lorenzo!, por el rebajamiento de las aspiraciones, por la humillación ante su propia conciencia, por las petites saletées del literaturismo industrial que privan en las bajas regiones de la mentalidad parisiense, o mejor dicho, bulevardera? Si caes, tanto peor para ti, y rompe, antes, tus relaciones epistolares con la Primavera, y encógete de hombros ante los pañuelos blancos que dicen adiós. He leído estos versos con el placer que se experimenta siempre a la influencia de la juventud, con todos sus bellos excesos, exuberancias e irreflexiones. Tal fosco aspecto de ateísmo, tal contagio de superhombría germánica, tal ligereza de expresión, no van con mis pensares y mis gustos. Lo que sí va, es el amor a la Belleza en general, y a la femenina belleza en particular, y la continua tendencia a la vida, a la dominación de la vida, con sus países de ensueño y sus realidades armoniosas, productoras, floreales, genésicas. Va ese gran placer del sensitivo que toca los nervios del mundo y los siente vibrar al unísono con sus nervios; va el culto del beso y del verso, y la savia pagana y la locura sensual de todo panida.
El grupo de rimas es corto. Siete cañas tiene la siringa, y de cada una de ellas fluirá una rítmica voz. No alargaré esta disertación sobre la breve ópera en que se canta un alma. Sería fabricar un baúl para un collar de perlas o «hacer una casa para un ruiseñor.»
ITALOTERAPIA
El mejor sistema de curación para la fatiga de los inmensos capitales, para el hastío del tumulto, para la pereza cerebral, para la desolante neurastenia que os hace ver tan sólo el lado débil y oscuro de vuestra vida: este sol, estas gentes, estos recuerdos, esta poesía, estas piedras viejas.

DE TIERRAS SOLARES A TIERRAS DE BRUMA

WATERLÓO

Cuando descendí del tren, un carruaje me condujo a recorrer el campo de batalla. Hacía un bello día primaveral. La vasta campiña verde se extendía bañada de sol fresco, de luz dulce. Y fué primero el gran recuerdo de Hugo, narrando la formidable caída del dueño del águila, y a los sonoros clarines líricos y a las terribles trompetas épicas apareció todo lo que el arte ha creado por obra del más tempestuoso derrumbamiento de gloria y de soberbia que hayan visto los siglos. Y entonces me convencía de que en realidad no puede ya fácilmente concebirse otro Napoleón que el Napoleón idealizado de la leyenda, el de los versos de Heine, el de los cuadros lívidos de Henri de Groux. Los lugares de peregrinación y de turismo, la realidad de las reliquias conservadas en las colecciones que se exhiben, todo contribuye a afirmar mayormente el carácter extrahumano de la acción que tuvo entre los hombres el semidiós, cuyas cenizas están bajo la cúpula de los Inválidos. (Semidiós..., cenizas, cenizas de semidiós..., ¡mísero planeta!) El gran león conmemorativo se alza sobre su alto pedestal; los monumentos dicen en letras borrosas nombres de guerreros; la Ferme Papelotte alza su torrecilla sobre las blancas paredes; Hougomont aún mantiene ruinoso el tremendo capítulo de Los miserables, las ruinas de la capilla, el Cristo de pies quemados, el pozo; todo es la ilustración patente del magnífico trozo de historia que cambió la suerte del mundo. Aun tal tronco de árbol, contemporáneo de la sangrienta función, se yergue, destrozado y mordido por la curiosidad o la piedad, o la admiración de estrictos visitantes. La Belle Alliance, blanca y vieja, junto a la verde alameda, da su testimonio como una abuela. En el cuartel general de Wéllington hay un café y se vende leche fresca. En el castillo anciano, bajo un galpón, está el carretón y los barriles, tomados en Waterlóo. Y en un hotel inglés en que hay un bar, se exhiben huesos, balas desenterradas, apolilladas casacas, petits-chapeaux, autógrafos de Blucher, Wéllington y otros jefes, números del Times que dieron cuenta de la batalla, sables franceses, holandeses, ingleses, hierros viejos, memorias viejas. Una vieja inglesa hace el boniment, da la explicación, vende tarjetas postales... Después, uno, se toma, al lado, un bock, o un whisky-and-soda, entre ingleses, que no faltan, pensando en la leyenda del Aguila, en el inmenso Napoleón, semidiós en cenizas.
Y he ahí que al dejar el vasto campo en el Mont-Saint-Jean, en donde tanta sangre se derramó por el Cabito, por el Pelón, por uno de los más tremendos azotes de Dios, cae sobre la tierra, harta de osamentas, la clara bondad de los azules cielos. Vacas rojas, manchadas de blanco, pacen sobre la felpa ondulada de la llanura. Un campesino ara. Suena a lo lejos un mugido. Un pájaro pasa sobre mi cabeza, como una flecha. Tranquilidad. Mayo. Paz.
POR EL RHIN
Adiós, Colonia, que aprendí a amar en Heine, y que me eres grata por tu catedral portentosa, por el agua que inventó Farina y por mi amigo Johan Fasthenrath, que traduce a los poetas españoles y ha llevado al zorrillesco D. Juan Tenorio a hablar en el idioma del Doctor Fausto. Te saludo por las once mil vírgenes que desembarcaron en tu suelo, guiadas por la divina Ursula; por Conrado de Hochsteden, tu Arzobispo; por el arquitecto de tu fábrica sagrada, que entró en tratos con el diablo antes que el amante de Margarita; por el bravo obispo Engelbert de Falkembourg y por Hermann Gryn, cuyas armas aún he podido contemplar esculpidas en tu rathaus. Llevo de ti la visión de tus puentes de barcas, del domo labrado que erige al firmamento sus oraciones de piedra, armoniosa y severa iglesia, hermana gótica de las maravillas de Burgos, de París, de las antiguas basílicas de las ciudades que antaño sabían orar católicamente; el magnífico esplendor moderno de tus construcciones, de tus paseos entrevistos y de una emperatriz Augusta, marmórea y serena, sentada sobre su blanco pedestal ante un plantío casi heraldizado de tulipanes multicolores.
¡El Rhin! Y siempre la vasta sombra hugueana por todas partes... Y la sombra de otro coloso, Wagner, y las armoniosas baladas de tantos poetas. Permitid que, por primera vez, cite versos a propósito, de un poeta que me es íntimamente personal y querido:
El vaporcito, flamante y elegante, sale por el río, hacia Maguncia. Miro a un lado la campaña verde, y a otro la fila de grises edificios comerciales y marítimos. Hay una que otra chimenea que lanza su humo. Se oye el rumor de la ciudad, y a lo lejos el agudo clamor de una sirena. Y antes de las últimas villas y chalets que señalan el término de población, alcanzo a divisar una especie de gigantesco guerrero, rey de piedra, o monumental burgrave que aparece como una evocación de la pasada feudalidad teutónica.
Y comienza el desfile de castillos, de esos castillos de cuento y de grabado que han deleitado nuestra infancia en páginas de dorados libros, en antiguos almanaques o en ornamentados keepsakes. Y sobre las torres arruinadas, o sobre las restauradas almenas, pasa el vuelo de las tradiciones legendarias.
Y es el pasado recóndito, la prodigiosa Edad Media «enorme y delicada», o los nombres de ayer, resplandecientes de gloria y sonoros de armonía. He aquí ya Bonn, que, más altas que su castillo de Poppelsdorf, levanta dos banderas de gloria: Arndt, Beethoven. He aquí las siete montañas a un lado, y a otro el derruído Godesberg; y una vasta procesión de poéticas resurrecciones empieza. ¿Son cincuenta nombres? ¿Son cien nombres? ¿Son mil? Son un mundo de creaciones de la historia, de la fantasía popular y de la celeste potencia de los maestros de la lira y del arpa. Y sucede que, a menudo, mientras vais pensando en una brumosa soñación, o mirando con los ojos de vuestra mente las figuras de luz de luna, nacidas de la melodía de los poemas, pasa de pronto ante vuestros carnales ojos, por la cultivada ribera, a perderse en la negrura de un túnel, una locomotora, que arrastra su caudal de vagones. Cuando Hugo vino todavía no había ferrocarriles en estas regiones que sintieron antaño el paso de los dragones y de los gigantes. El maestro recogió muchos ecos de las sagas rhenanas, y los repitió y aprisionó en la prosa suya, hecha como con las mismas rocas duras de los montes y de los cimientos indestructibles de los castillos señoriales. Pero las leyendas son innumerables y vencen al paso de los siglos. Su gran enemigo, el progreso, apenas las toca y transforma. Lo que es estudio folklórico para los eruditos, vive y palpita siempre en la imaginación y en el corazón populares—y en el santuario de los incontaminados poetas.
...Gryn, el matador de leones, pasa. Surgen entre las viejas piedras, en las leyendas ciudadanas, testas de fieros arzobispos, o de duros y severos burgomaestres. Soberbios bandidos son amados, antes que Hernani, por deliciosas y delicadas castellanas. Entre huestes semejantes a perros rabiosos, florecen dulces rubias que melifican el espanto de las torturas y carnicerías. Caballeros que parten en peregrinación a Palestina, son salvados de las desgracias por el Señor, a quien elevan capillas votivas. El milagro florece como en Jacobo de Voragine; hay dragones como en las vidas de los santos, y gigantes como en las Mil y una Noches, y aparecidos como en los cuentos del pueblo. Mujeres ideales, de ojos azules, son lirios de felicidad y rosas de consagración. Bárbaros velludos como osos y feroces como tigres, se mueren de amor por las blancas y finas adoradas. Princesas de lánguidos cuellos cantan romanzas acompañándose con el arpa, ante reyes paternales, de largas barbas y ojos pensativos. Peregrinos tocan a las puertas de los castillos en noches tempestuosas. Los alquimistas hacen el oro en sus nocturnas tareas. Los templarios combaten, o emplazan, en la hoguera, a sus verdugos, ante el tribunal de Dios. Los cuernos de caza hacen resonar los bosques y los rudos cazadores persiguen en caballos como huracanes, ciervos y jabalíes. Lorelay, envuelta en gasa lunar, melodiosa, amorosa, peligrosa, la mujer, la ilusión, la sirena, se sienta en su roca.
Antorchas llameantes brillan entre los peñascos. San Clemente libra a la suave Ina, de la furia del río y de los bandidos. Uta, muere abrazada a su amante Reichenstein, en un suicidio amoroso que ha de ser, corriendo los tiempos, un común faits-divers. El Arzobispo Hatto, a quien la historia alaba y la leyenda vitupera, muere, por castigo de Dios, a causa de su mal corazón, comido por los ratones. El Conde Eppo encuentra en una montaña a una bella joven robada por un gigante; y, con ayuda de la Santísima Trinidad, salva a la dama y echa al monstruo en un precipicio en donde muere despedazado. La enorme persona de Carlo Magno aparece aquí, allá. Su hija Emma, casada contra su voluntad, va a habitar con su esposo Egimardo, en el campo; luego el emperador, ante ellos, un día que los encuentra por casualidad, y los reconoce, felices, les perdona y les lleva a su palacio. El mismo César sale, en coche, en excursiones, con el bandido Elbegart, que es un bandido cuerdo y valiente. Condes violentos y caprichosos son vencidos en sus mansiones feudaes por la unión de los comerciantes de las ciudades coligadas. El caballero de Stanferberg se enamora de una ondina y es correspondido; luego es infiel a su juramento de amor y es castigado por la cólera de las ondas vengadoras. Una sirena discreta y hacendosa, va a hilar en la rueca, a la casa de un joven que se apasiona por ella. Una noche la sigue, la ve entrar en las aguas del Rhin, y muere al lanzarse tras ella en los cristales del río. Los espíritus salen de las tumbas a amonestar a los caballeros demasiado tunantes. Lobos furiosos castigan a las profetisas que, enamoradas de los hombres, pierden su castidad y su don pitónico. Bodegas ocultas guardan un vino de dioses que inútilmente es buscado en los campos misteriosos. El diablo, Satanás en persona, sale de sus abismos y entra en tratos con las personas que andan en apuros y dificultades, y las saca de ellos, a trueque del alma y de la salvación eterna. Pero Nuestra Señora suele aparecer a tiempo con su poder, y manda a los infiernos al perverso demonio. Un joven pintor ve de noche renovarse en Oppenmeins, entre esqueletos, una batalla entre suecos y españoles, de la guerra de Treinta años. Una diestra caballería conduce a la dama que la monta y a la que se quiere casar por fuerza, a la mansión de su amante. Y cien y cien más páginas, de sangre y de bruma, de luz pálida o de resplandores rojos, hasta llegar a esa Maguncia famosa en que nació el hombre que después Lucifer ha hecho mayor competencia al Creador: Gutenberg.
Desfile de castillos, desfile de leyendas, revuelo de poesía y de encanto lírico, en este viaje de horas, por el río sereno, eternamente perfumado por el vino pálido que dan las viñas de sus orillas. Y canta Adelaida von Stolterfoth: «Del polvo de la ruina nace en el Rhin una vida más bella. Giran los espíritus que por tanto tiempo han descansado en las tumbas; resuenan las canciones con extraños saludos que yo debo repetir suavemente en mis canciones y en mis ensueños. Cuando veo volar al pájaro en las alturas del azul del aire; cuando veo deslizarse los barcos en la lejanía de las brumas grises, me parece que dice palabras el pájaro al hender los espacios, y otras palabras escucho al rápido paso de la embarcación.» Y yo también, peregrino de arte, de americanas tierras, hecho al sol y al canto de la vida latina, he puesto el oído atento a esas palabras de las aves y de las barcas germánicas, y de esa bruma he visto surgir la eterna gracia de las almas aladas, la virtud de la sagrada poesía, a la cual no vencerán ni los odios humanos, ni las sequedades de los intereses modernos, ni la mediocridad de las chatas cabezas de los regeneradores igualitarios. Pues la soberanía del espíritu se basa en lo que está más allá del bien y del mal, más allá de nuestro planeta mismo y de nuestros conceptos de verdad y de mentira: en lo infinito, en lo absoluto.
FRANCFORT S. M.
Francfort, ciudad seca, triste, honrada, judía. A pesar del abuso del art nouveau que la invade como a todas las ciudades alemanas, a pesar de sus tranvías eléctricos y de los palacios modernos de sus banqueros, tiene un aire de antigüedad, un olor de vejez y un sello imborrable de ghetto y de judengasse. Por algo hacen detener el carruaje cuando, al pasar por la calle Boerne, os señalan una casita vieillotte de estampa, blanca, con su fachada terminada en punta, sus ventanas con cortinillas de encaje, sus dos rejas de hierro en la parte baja. Es la casa-madre, la cuna del poder de los Rothschild. Allí vivió y allí manejó sus primeros millones el viejo rex Judeorum, tronco de los barones de hoy. La sequedad y la tristeza de esta ciudad de finanzas apenas es alegrada aquí, allá, por la figura de mármol o de bronze de un pensador, de un poeta. Aquí Schiller, allá Goethe, más allá Lessing. Pasan tipos de Shilock, o hermosas Rebecas, por las calles en donde se alzan los muros de la sinagoga. La restaurada catedral se ve como extraña en esta tierra de circuncisos. En el día, se siente el hervor de los negocios, la agitación de los rapaces mercaderes de oro. De noche, no hay lugar más triste. A las diez, ya los teatros están cerrados. A las diez y media, nadie anda por las calles. Tanto como el catolicismo, el arte parece estar aquí en dominio ajeno. Apenas se sabe aquí que existe un museo Goethe, en donde, junto con documentos iconográficos, se guardan objetos y manuscritos del gran alemán. El verdadero santuario de Francfort del Mein, es la casita de verjas de hierro y de las cortinillas blancas: la casa de los viejos Rothschild.
La sombra del Emperador de la banca, del César israelita, se ve, por los ojos de nuestra adoración mammónica contemporánea, más grande que la del remoto y casi ignorado Gunther Schwarzburg, y aun que la del fabuloso Carlo Magno, cuya estatua se alza en el rojo y viejo puente sobre el río moroso que divide la población.
HAMBURGO O EL REINO DE LOS CISNES
Huysmans ha sido injusto con Hamburgo, y su duro humor se ha expresado en párrafos acres. Es que Durtal no fué a visitar el paraíso de los cisnes, y M. Folantin comió mal a dos marcos cincuenta. Hamburgo es alegre, casi con alegría latina, en cuanto cabe en un centro sajón. Hamburgo es la ciudad trabajadora, negociante, independiente, con su estricto senado, sus fábricas, sus canales, sus grandes hoteles, sus almacenes copiosos, y es también la ciudad que se divierte, se embellece, coquetea con el extranjero, tiene un su San Paulique que se parece a Montmartre como la cerveza al champaña, cafés al aire libre, a la orilla del Alster animado de yates, y a donde se va en vaporcitos, y en donde, los domingos, garridas muchachas flirtean al son de la música. Tiene un gran barrio lujoso que algunos llaman la Judea, porque poderosos semitas gozan en villas y cottages de la felicidad que da el dinero. Huysmans habla, feroz, de caraqueños que encontró en este emporio comercial. Yo no he encontrado a ningún compatriota de Bolívar, aunque no es raro oir hablar español, pues son muchos los hispanoamericanos residentes, y los hamburgueses que se han venido a establecer con sus familias criollas, después de hacer fortuna en las lejanas tierras calientes. Las arquitecturas distintas surgen entre los verdores de los jardines o al lado de las ordenadas alamedas.
Helkendorf, fresco y florido, tiene rincones deliciosos de descanso, de amor y de ensueño, pues no es imposible ejercer esa delicada función de soñar en una ciudad en donde los habitantes, por muy prácticos que sean, tienen un poético paraje formado por un remanso del río, en el cual paraje una cantidad numerosa de cisnes es mantenida por el erario público. Estos poetas no tienen otra ocupación más que consagrarse a la belleza, ser blancos—hay algunos negros—y deslizarse gallardamente, con la dignidad que les dejó como herencia Júpiter. Ellos cumplen exactamente con sus obligaciones, y además de la pitanza que les ofrecen sus guardianes, el público los gratifica con migas de pan. El remanso es cristalino, la ribera florida; las tardes de oro llueven gracia mágica sobre ese divino espectáculo, que pondría meditabundo al doctor Tribulat Bonhomet. Y los líricos habitantes de esos cristales que multiplican sus olímpicos aspectos, gozan de la más dulce beatitud en la capital de los falsificadores y mercaderes teutónicos. Aunque, en verdad, no he dejado de sentirme un poco inquieto cuando, comiendo en compañía de un mi conocido, exportador semita, me ha dicho, con una manera de satisfacción glotona, que el cisne, como el ganso, bien preparado, es, ¡ay! muy sabroso.
Y a propósito de líricos cisnes, os he dicho que Hamburgo tiene un Montmartre que se llama San Pauli... A mí me lo habían asegurado así, al menos. ¿Un Montmartre...? Para marineros. Con uno que otro café de nota, en que se puede comer halagado por la orquesta. Por lo demás, los teatritos son sórdidos, con chanteuses de deshecho, espesas mugidoras de romanzas, o flacas parcas que dicen en inglés o en alemán chillonas canciones. No hay un solo cabaret, un solo poeta melenudo o sin melena que evoque el recuerdo de Privas, de Rictus o de Montoya. En un gran salón de audiciones populares, da conciertos una banda militar. En la plaza, un guignol atrae al populo; los letreros de la luz eléctrica prometen maravillas, y en el interior, la diversión es mala y fastidiosa. Quedan los restaurantes, con las sopas dulces, las salchichas, los diversos bráten, y la excelente cerveza. M. de Folantin, por un lado, tuvo razón. Pero, ¡oh, Des Esseintes!, ¿y los cisnes?
BERLÍN
Al conocer Alemania, y sobre todo, Berlín, he creído comprender al emperador. Guillermo II, militar, creyente fervoroso, apasionado de arte, inquieto, viajero, abarcador, es el único cerebro de coronada testa en que hoy caben los antiguos ideales de grandeza, de dominación y de dignidad cesárea que constituyeron, durante tanto tiempo, el poder y la fuerza del vigoroso feudalismo. Todos los monarcas de hoy, más o menos, con excepción quizá del autócrata de Rusia, merecen el paraguas de Luis Felipe. Guillermo II, compatriota de Lohengrin, vidente que ha previsto no hace mucho tiempo y anunciado a las naciones, por medio de un simbólico dibujo célebre, el despertamiento y la acometida de la raza amarilla contra la blanca Europa; Guillermo II, que, si no fuese el óbice pietista, quién sabe si llegaría hasta realizar la liga medioeval dominadora del mundo—el Papa y el Emperador;—Guillermo II, vive más allá del momento, inspirado en lo pasado, presintiendo lo porvenir, y amacizando el presente robusto de su país, con la rigurosa disciplina que lo militariza todo, príncipe de ideal sustentado por la realidad de la fuerza, creyente cuando ya casi no hay rey que crea ni en su propio derecho divino, respetuoso de la tradición eclesiástica romana, cuando la misma Francia cristianísima echa de su suelo a las congregaciones religiosas y está dominada por un gobierno que no desearía otra cosa que la completa ruptura del concordato y la separación absoluta de la iglesia; Guillermo II, cuya actividad asombra, cuyo talento no hay quien no reconozca, cuyo carácter es de acero como su voluntad, está en su verdadero centro en este Berlín geométrico, alegre de otra alegría que la de París, hollado a cada momento por el paso de las tropas, con su Unter den Linden que extiende su verde avenida entre las casas lujosas, con su movimiento comercial y su circulación activa, y en donde, junto a las conmemoraciones de las armas, se levantan las conmemoraciones de las artes y de las ciencias. Y no en vano el divino Euforión surgió en esta tierra a la evocación del cisne de Weimar, pues en esta capital bárbara a cada paso se mira florecer la gracia helénica, ya en la composición de los artificiales paisajes, en las arquitecturas urbanas, en las construcciones monumentales. Yo no sabría alabar cierta protestante hipocresía general que se nota en la vida; pero, sí, la bella libertad del arte en sus mejores manifestaciones, una larga comprensión de la armonía, del desnudo, de la euritmia griega. Y esto se explica. Aquí, en tierra germánica, Goethe resucitó la olímpica persona de la homérica Helena, Lessing meditó sus dilucidaciones del Laoconte, Juan Pablo pensó: Heine, el ruiseñor, se abrevó de agua castalia; Momsen construyó su edificio mental sobre las gloriosas ruinas de Roma.
La luz de la Helade alcanzó las brumas septentrionales. Allí en Charlotemburg, siguiendo el silencioso camino de copudas alamedas, al suave rozar de los pinos, entre los macizos de rosas, entre los plantíos de tulipanes, he llegado al severo y sencillo templete que sirve de lugar de reposo a los restos imperiales de los abuelos de Guillermo II. Un coloso marcial de larga y rubia barba me ha permitido la entrada. Y he tenido, en verdad, como la vaga sensación de un ensueño. A través de los vidrios de un color azul dulce y de cielo, la onda solar penetra maravillosamente, de manera que baña el recinto con su tenue y paradisiaco resplandor. Y a esa blanda y mágica luminosidad se ve alzarse la alta figura tristemente grave de un divino centinela, el arcángel Miguel, armado de su espada flamígera, y luego, he allí tres yacentes estatuas sobre tres mausoleos. Y en el fondo un Jesucristo de mosaico, que dice con su leyenda y con su expresión sabias y celestes palabras. Allí descansa en la paz de Dios Federico Guillermo II; allí descansa en la misericordia de Dios Guillermo I, emperador de Alemania y rey de Prusia. Y he allí, a su lado, a la Dama porfirogénita que es semejante a una diosa. El artista no haría con más amor que el que ha puesto al hacer ese cuerpo admirable apenas cubierto por el lino fino de la túnica, el cuerpo de Diana o el cuerpo de Venus. ¿Es Diana, es Venus dormida? Diana no es, pues la maternidad se revela en esa flor en plena hermosura; no es Venus, pues antes bien que la tentadora gracia de la carne, se desprende de esa forma una dignidad casta y serena. Y la luz tamizada pone una caricia paradisiaca sobre esa realización pagana; y Miguel, apoyado en su arma flamígera, vela silencioso: una paz sepulcral llena el estrecho habitáculo de los príncipes de mármol; e iguales a los del último paria, en la sola y posible igualdad de la transformación eterna, quedan en sus criptas semejantes a santuarios, esos puñados de huesos de Hohenzollern.
Berlín: cuarteles, museos, estatuas, paseos con más estatuas, derroche de mármol como en la alameda de la Victoria, mármol para todos los Hohenstauffen, mármol para los Hohenzollern, y bronce y mármol para el gran Federico, para el gran Guillermo, para Moltke, para Bismarck; almacenes, pasajes llenos de tiendas de bric-a-brac, pomposas cigarrerías, restaurantes de cervezas y restaurantes de vinos; grandes teatros y un music-hall enorme. Y un aquárium que llamó la atención de Huysmans. Huysmans vió mucho, pero no lo vió todo, naturalmente. A mí me ha parecido entrar en un círculo del Dante, en el cual hubiera necesitado, como Virgilio, a mi amigo el doctor Holmberg. El aquárium es subterráneo, y no es solamente aquárium, pues se exhiben hasta loros y arañas y otros bichos pesadillescos, como ese horroroso ptatydactilus aegipcianus que está a la entrada, semejante a una rana estirada, y el zomurus gigánteus, lagarto erizado como de púas de hierro. Más allá, la africana bitis gabónica, serpiente con la piel pintada art-nouveau, y el pithon feroz y el crótalo con su apéndice de cascabeles; el naja búngarus, venenosísimo y aterciopelado; iguanas crestadas, nudos de viboritas enredadas como macarrones, y grises, y flácidas; y luego la anaconda brasileña. Se desciende, y en un estanque, entre peñascos, hay focas y leones marinos, y a un lado, papagayos blancos; y después una gran pajarera, donde se oyen arrullos de paloma y cuchilleo de aves. A un lado, apenas separados por una barrera baja y muy franqueable, los cocodrilos semejantes a troncos, a piedras. Y en seguida, la siboldia máxima japonesa, monstruoso y leproso lagarto. ¿Os atrae de nuevo la pajarera? Es que canta la gymnorhinia tibicen, igual a un cuervo que tuviese una blanca sobrepelliz y que tocase la flauta. Un hoyo lleno de agua: el cocodrilo negro de China, como un gran «garrobo». Y por fin, os atrae el verdadero aquárium, la fantástica vida submarina que tanto ha interesado al autor de A Rebours. Es la inaudita flora del Océano, los peces de sueños calenturientos, los aspectos de visión diabólica, o de locura. Veo en un fondo de arenas y de roca, naranjas que se mueven, crustáceos imprevistos, caprichos madrepóricos, semivivientes rábanos que se encogen, hipocampos y estrellas purpúreas. Erizos como pelotas de alfileres, entre lechugas de cristal verdemarino. Y grutas. Y un pecezote hinchado, inflado, junto al escorpión de mar. Hay una brocha que se mueve, una vejiga de manteca, plumones y espumas. Entreabiertas, grandes valvas que parecen abanicos, cactus y raquetas de lawn tennis. Pagurus inverosímiles van arrastrando sus casas llenas de púas y protuberancias. Y la pluralidad de los peces, la variedad de sus tipos, son desconcertantes. Y veis en todas sus faces monstruosas, hasta en las más increíbles, la reproducción de fisonomías humanas que habéis observado, desde las comunes hasta las deformes del raquitismo, de la idiotez, de la imbecilidad, de los casos crueles de los manicomios. Y hay formas y gestos que creeríais imaginarios y alucinatorios; y os convencéis que los pintores holandeses de ciertos cuadros demoníacos, y el mismo Rops y Odilon Redon, con sus fantasías monstruosas e ilusorias, no han creado nada, pues todo lo que la imaginación del hombre más torturado de visiones infernales pueda imaginar, existe en los secretos misteriosos y en los profundos laboratorios de la naturaleza. Seguís, y os encontráis con la murena que se envaina en un tubo como un espeso sable gris. Pequeños pulpos evolucionan entre el agua burbujeante. Inmóvil sobre la arena, está la negra raya chata, de pizarra terrosa con su arpón largo. Y pasa despacioso el homard, enorme alacrán marino acorazado, que en vez del venenoso garfio, tiene una mariposa de terciopelo negro ornada de amarillo.
Berlín: ciudad que sabe la ordenanza, el latín, el griego, y también el plat-deustch; ciudad fuerte, pecadora, pero pacata; elegante, pero dura; rica, banquera; de arte; pero con cierto mal gusto común; con mujeres lindas, pero que tienen unos pies aplastadores de ilusiones; ciudad de secretos escándalos y de corrección excesiva; ciudad en que se siente la influencia del cuartel junto a la de la universidad; ciudad llena de cosas contradictorias, donde visitando un templo, os aborda un proxeneta que os promete el pecado, y en un bar, entre gentes pecadoras, se os aparece una mujer que os ofrece periódicos religiosos y os vende ¡imágenes de Cristo!