—Yo me defenderé como pueda—dijo con resignación
y cruzando las manos doña Perfecta.—¡Hágase la
voluntad del Señor!
—Tanto ruido para nada.... ¡Por vida de!... ¡En
esta casa son de la piel del miedo!...—exclamó5
Caballuco, entre serio y festivo.—No parece sino que el tal D.
Pepito es una región (léase legión) de demonios. No se
asuste usted, señora mía. Mi sobrinillo Juan, que tiene
trece años, guardará la casa, y veremos, sobrino por sobrino,
quién puede más.10
—Ya sabemos todos lo que significan tus guapezas y
valentías—replicó la dama.—¡Pobre Ramos, quieres
echártela de bravucón cuando ya se ha visto que no vales
para nada!
Ramos palideció ligeramente, fijando en la señora una15
mirada singular en que se confundían el espanto y el respeto.
—Sí, hombre, no me mires así. Ya sabes que no me
asusto de fantasmones. ¿Quieres que te hable de una vez
con claridad? Pues eres un cobarde.
Ramos, moviéndose como el que tiene por diversas partes20
de su cuerpo molestas picazones, demostraba gran
desasosiego. Su nariz expelía y recogía el aire como la de un
caballo. Dentro de aquel corpachón combatía consigo
misma por echarse fuera rugiendo y destrozando, una
tormenta, una pasión, una barbaridad. Después de modular25
a medias algunas palabras, mascando otras, levantóse y
bramó de esta manera:
—¡Le cortaré la cabeza al Sr. Rey!
—¡Qué desatino! Eres tan bruto como cobarde—dijo
palideciendo la señora.—¿Qué hablas ahí de matar, si yo30
no quiero que maten a nadie, y mucho menos a mi sobrino,
persona a quien amo a pesar de sus maldades?
—¡El homicidio! ¡Qué atrocidad!—exclamó el Sr. D.
Inocencio escandalizado.—Ese hombre está loco.
—¡Matar!... La idea tan sólo de un homicidio me
horroriza, Caballuco—dijo la señora cerrando los dulces
ojos.—¡Pobre hombre! Desde que has querido mostrar
valentía, has aullado como un lobo carnicero. Vete de
aquí, Ramos; me causas espanto.5
—¿No dice la señora que tiene miedo? ¿No dice que
atropellarán la casa, que robarán a la niña?
—Sí, lo temo.
—Y eso lo ha de hacer un solo hombre—dijo Ramos
con desprecio volviendo a sentarse.—Eso lo ha de hacer10
D. Pepe Poquita Cosa con sus matemáticas. Hice mal en
decir que le rebanaría el pescuezo. A un muñeco de ese
estambre, se le coge de una oreja y se le echa de remojo en
el río.
—Sí, ríete ahora, bestia. No es mi sobrino solo quien15
ha de cometer todos esos desafueros que has mencionado y
que yo temo; pues si fuese él solo no le temería.
Mandaría a Librada que se pusiera en la puerta con una escoba
... y bastaba.... No es él solo, no.
—Hazte el borrico. ¿No sabes tú que mi sobrino y el
brigadier que manda esa condenada tropa se han
confabulado?...
—¡Confabulado!—exclamó Caballuco demostrando no
entender la palabra.25
—Que están de compinche—dijo Licurgo.—Fabulearse
quiere decir estar de compinche. Ya me barruntaba yo lo
que dice la señora.
—Todo se reduce a que el brigadier y los oficiales son
uña y carne de D. José, y lo que él quiera lo quieren esos30
soldadotes, y esos soldadotes harán toda clase de atropellos
y barbaridades, porque ese es su oficio.
—Y no tenemos alcalde que nos ampare.
—Ni juez.
—Ni gobernador. Es decir, que estamos a merced de
esa infame gentuza.
—Ayer—dijo Vejarruco,—unos soldados se llevaron
engañada a la hija más chica del tío Julián, y la pobre no
se atrevió a volver a su casa; mas la encontraron llorando5
y descalza junto a la fuentecilla vieja, recogiendo los
pedazos de la cántara rota.
—¡Pobre D. Gregorio Palomeque! el escribano de
Naharilla Alta—dijo Frasquito.—Estos pillos le robaron todo
el dinero que tenía en su casa. Pero el brigadier, cuando10
se lo contaron, contestó que era mentira.
—Tiranos, más tiranos no nacieron de madre—manifestó
el otro.—¡Cuando digo que por punto no estoy con
los Aceros!...
—¿Y qué se sabe de Francisco Acero?—preguntó15
mansamente doña Perfecta.—Sentiría que le ocurriera algún
percance. Dígame usted, D. Inocencio, ¿Francisco Acero
no nació en Orbajosa?
—No; él y su hermano son de Villajuán.
—Lo siento por Orbajosa—dijo doña Perfecta.—Esta20
pobre ciudad ha entrado en desgracia. ¿Sabe usted si
Francisco Acero dió palabra al gobernador de no molestar
a los pobres soldaditos en sus robos de doncellas, en sus
irreligiosidades, en sus sacrilegios, en sus infames felonías?
Caballuco dió un salto. Ya no se sentía punzado, sino25
herido por atroz sablazo. Encendido el rostro y con los
ojos llenos de fuego, gritó de este modo:
—Yo di mi palabra al gobernador, porque el gobernador
me dijo que venían con buen fin.
—Bárbaro, no grites. Habla como la gente y te30
escucharemos.
—Yo prometí que ni yo ni ninguno de mis amigos
levantaríamos partidas en tierra de Orbajosa.... A todo el que
ha querido salir porque le retozaba la guerra en el cuerpo,
le he dicho: Vete con los Aceros, que aquí no nos movemos....
Pero tengo mucha gente honrada, sí señora, y buena, sí
señora, y valiente, sí señora, que está desperdigada por los
caseríos y las aldeas y los arrabales y los montes, cada uno
en su casa, ¿eh? Y en cuanto yo les diga la mitad de media5
palabra, ¿eh? ya están todos descolgando las escopetas,
¿eh? y echando a correr a caballo o a pie para ir a donde
yo les mande.... Y no me anden con gramáticas, que si
yo di mi palabra, fué porque la di, y si no salgo es porque
no quiero salir, y si quiero que haya partidas las habrá, y si10
no quiero, no; porque yo soy quien soy, el mismo hombre
de siempre, bien lo saben todos.... Y digo otra vez que
no vengan con gramáticas, ¿estamos?... y que no me
digan las cosas al revés, ¿estamos?... y si quieren que
salga me lo declaren con toda la boca abierta, ¿estamos?15
... porque para eso nos ha dado Dios la lengua, para
decir esto y aquello. Bien sabe la señora quien soy, así
como bien sé yo que le debo la camisa que me pongo, y el
pan que cómo hoy, y el primer garbanzo que chupé cuando
me despecharon, y la caja en que enterraron a mi padre20
cuando murió, y las medicinas y el médico que me pusieron
bueno cuando estuve enfermo; y bien sabe la señora que
si ella me dice: "Caballuco, rómpete la cabeza," voy a aquel
rincón y contra la pared me la rompo; bien sabe la señora
que si ahora dice ella que es de día, yo, aunque vea la25
noche, creeré que me equivoco y que es claro día; bien
sabe la señora que ella y su hacienda son antes que mi vida,
y que si delante de mí la pica un mosquito, le perdono
porque es mosquito; bien sabe la señora que la quiero más
que a cuanto hay debajo del sol.... A un hombre de30
tanto corazón se le dice: "Caballuco, so animal, haz esto
o lo otro,"... y basta de ritólicas y mete y saca de
palabrejas y sermoncillos al revés y pincha por aquí y pellizca
por allá.
—Vamos, hombre, sosiégate—dijo doña Perfecta con
bondad.—Te has sofocado como aquellos oradores
republicanos que venían a predicar aquí la religión libre, el amor
libre y no sé cuántas cosas libres.... Que te traigan un
vaso de agua.5
Caballuco hizo con el pañuelo una especie de rodilla,
apretado envoltorio o más bien pelota, y se lo pasó por la
ancha frente y cogote para limpiarse ambas partes,
cubiertas de sudor. Trajéronle un vaso de agua, y el señor
canónigo, con una mansedumbre que cuadraba perfectamente a10
su carácter sacerdotal, lo tomó de manos de la criada para
presentárselo y sostener el plato mientras bebía. El agua
se escurría por el gaznate de Caballuco, produciendo un
claqueteo sonoro.
—Ahora tráigame usted otro a mí, señora Librada—dijo15
D. Inocencio.—También tengo un poco de fuego dentro.
XXII.
¡Desperta!
—Respecto a lo de las partidas—dijo doña Perfecta
cuando concluyeron de beber,—sólo te digo que hagas lo
que tu conciencia te dicte.
—Yo no entiendo de ditados—gritó Ramos.—Haré lo20
que sea del gusto de la señora.
—Pues yo no te aconsejaré nada en asunto tan grave—repuso
ella con la circunspección y comedimiento que tan
bien le sentaban.—Eso es muy grave, gravísimo, y yo no
puedo aconsejarte nada.25
—Pero el parecer de usted....
—Mi parecer es que abras los ojos y veas, que abras los
oídos y oigas.... Consulta tu corazón... yo te concedo
que tienes un gran corazón.... Consulta a ese juez, a
ese consejero que tanto sabe, y haz lo que él te mande.30
Caballuco meditó, pensó todo lo que puede pensar una
espada.
—Los de Naharilla Alta—dijo Vejarruco,—nos
contamos ayer y éramos trece, propios para cualquier cosita
mayor.... Pero como temíamos que la señora se5
enfadara, no hicimos nada. Es tiempo ya de trasquilar.
—No te preocupes de la trasquila—dijo la señora.—Tiempo
hay. No se dejará de hacer por eso.
—Mis dos muchachos—manifestó Licurgo—riñeron ayer
el uno con el otro, porque uno quería irse con Francisco10
Acero y el otro no. Yo les dije: "Despacio, hijos míos,
que todo se andará. Esperad, que tan buen pan hacen
aquí como en Francia."
—Anoche me dijo Roque Pelosmalos—manifestó el tío
Pasolargo,—que en cuanto el Sr. Ramos dijera tanto así,15
ya estaban todos con las armas en la mano. ¡Qué lástima
que los dos hermanos Burguillos se hayan ido a labrar las
tierras de Lugarnoble!
—Vaya usted a buscarlos—dijo el ama vivamente.—Sr.
Lucas, proporciónele usted un caballo al tío Pasolargo.20
—Yo, si la señora me lo manda, y el señor Ramos también—dijo
Frasquito González,—iré a Villahorrenda a ver
si Robustiano, el guarda de montes y su hermano Pedro
quieren también....
—Me parece buena idea. Robustiano no se atreve a25
venir a Orbajosa, porque me debe un piquillo. Puedes
decirle que le perdono los seis duros y medio.... Esta
pobre gente, que tan generosamente sabe sacrificarse por
una buena idea, se contenta con tan poco.... ¿No es
verdad, Sr. D. Inocencio?30
—Aquí nuestro buen Ramos—repuso el canónigo,—me
dice que sus amigos están descontentos con él por su
tibieza; pero que en cuanto le vean determinado se
pondrán todos la canana al cinto.
—Pero qué, ¿estás determinado a echarte a la calle?—dijo
la señora.—No te he aconsejado yo tal cosa, y si lo
haces es por tu voluntad. Tampoco el Sr. D. Inocencio te
habrá dicho una palabra en este sentido. Pero cuando tú
lo decides así, razones muy poderosas tendrás.... Dime,5
Cristóbal, ¿quieres cenar? ¿quieres tomar algo?... con
franqueza....
—En cuanto a que yo aconseje al Sr. Ramos que se eche
al campo—dijo D. Inocencio, mirando por encima de los
cristales de sus anteojos,—razón tiene la señora. Yo,10
como sacerdote, no puedo aconsejar tal cosa. Sé que
algunos lo hacen; y aun toman las armas; pero esto me parece
impropio, muy impropio, y no seré yo quien los imite.
Llevo mi escrupulosidad hasta el extremo de no decir una
palabra al Sr. Ramos sobre la peliaguda cuestión de su15
levantamiento en armas. Yo sé que Orbajosa lo desea; sé
que le bendecirán todos los habitantes de esta noble ciudad;
sé que vamos a tener aquí hazañas dignas de pasar a la
historia; pero, sin embargo, permítaseme un discreto
silencio.20
—Está muy bien dicho—añadió doña Perfecta.—No
me gusta que los sacerdotes se mezclen en tales asuntos.
Un clérigo ilustrado debe conducirse de este modo. Bien
sabemos que en circunstancias solemnes y graves, por
ejemplo, cuando peligran la patria y la fe, están los25
sacerdotes en su terreno incitando a los hombres a la lucha y
aun figurando en ella. Pues que Dios mismo ha tomado
parte en célebres batallas, bajo la forma de ángeles o santos,
bien pueden sus ministros hacerlo. Durante la guerra contra
los infieles, ¿cuántos obispos acaudillaron las tropas30
castellanas?
—Muchos, y algunos fueron insignes guerreros. Pero
estos tiempos no son como aquellos, señora. Verdad es
que si vamos a mirar atentamente las cosas, la fe peligra
ahora más que antes.... ¿Pues qué representan esos
ejércitos que ocupan nuestra ciudad y pueblos inmediatos?
¿qué representan? ¿Son otra cosa más que el infame
instrumento de que se valen para sus pérfidas conquistas
y el exterminio de las creencias, los ateos y protestantes de5
que está infestado Madrid?... Bien lo sabemos todos.
En aquel centro de corrupción, de escándalo, de
irreligiosidad y descreimiento, unos cuantos hombres malignos,
comprados por el oro extranjero, se emplean en destruir en
nuestra España la semilla de la fe.... ¿Pues qué creen10
ustedes? Nos dejan a nosotros decir misa y a ustedes
oírla por un resto de consideración, por vergüenza... pero
el mejor día.... Por mi parte, estoy tranquilo. Soy un
hombre que no se apura por ningún interés temporal y
mundano. Bien lo sabe la señora doña Perfecta, bien lo15
saben todos los que me conocen. Estoy tranquilo y no me
asusta el triunfo de los malvados. Sé muy bien que nos
aguardan días terribles; que cuantos vestimos el hábito
sacerdotal tenemos la vida pendiente de un cabello, porque
España, no lo duden ustedes, presenciará escenas como20
aquellas de la revolución francesa, en que perecieron miles
de sacerdotes piadosísimos en un mismo día.... Mas no
me apuro. Cuando toquen a degollar presentaré mi cuello;
ya he vivido bastante. ¿Para qué sirvo yo? Para nada,
para nada.25
—Comido de perros me vea yo—exclamó Vejarruco,
mostrando el puño, no menos duro y fuerte que un martillo,—si
no acabamos pronto con toda esa canalla ladrona.
—Dicen que la semana que viene comienza el derribo
de la catedral—indicó Frasquito.30
—Supongo que la derribarán con picos y martillos—dijo
el canónigo sonriendo.—Hay artífices que no tienen esas
herramientas, y sin embargo adelantan más edificando.
Bien saben ustedes que, según tradición piadosa, nuestra
hermosa capilla del Sagrario fué derribada por los moros en
un mes y reedificada en seguida por los ángeles en una sola
noche.... Dejarles, dejarles que derriben.
—En Madrid, según nos contó la otra noche el cura de
Naharilla—dijo Vejarruco,—ya quedan tan pocas iglesias,5
que algunos curas dicen misa en medio de la calle, y como
les aporrean y les dicen injurias y también les escupen,
muchos no la quieren decir.
—Felizmente aquí, hijos míos—manifestó D. Inocencio,—no
hemos tenido aún escenas de esa naturaleza. ¿Por10
qué? Porque saben qué clase de gente sois; porque tienen
noticia de vuestra piedad ardiente y de vuestro valor....
No les arriendo la ganancia a los primeros que pongan la
mano en nuestros sacerdotes y en nuestro culto.... Por
supuesto, dicho se está que si no se les ataja a tiempo,15
harán diabluras. ¡Pobre España, tan santa y tan humilde
y tan buena! ¡Quién había de decir que llegarían a estos
apurados extremos!... Pero yo sostengo que la
impiedad no triunfará, no señor. Todavía hay gente valerosa,
todavía hay gente de aquella de antaño, ¿no es verdad, Sr.20
Ramos?
—Todavía la hay, sí señor—repuso éste.
—Yo tengo una fe ciega en el triunfo de la ley de Dios.
Alguno ha de salir en defensa de ella. Si no son unos,
serán otros. La palma de la victoria, y con ella la gloria25
eterna, alguien se la ha de llevar. Los malvados perecerán,
si no hoy mañana. Aquél que va contra la ley de Dios
caerá, no hay remedio. Sea de esta manera, sea de la otra,
ello es que ha de caer. No le salvan ni sus argucias, ni
sus escondites, ni sus artimañas. La mano de Dios está30
alzada sobre él y le herirá sin falta. Tengámosle compasión
y deseemos su arrepentimiento... en cuanto a vosotros,
hijos míos, no esperéis que os diga una palabra sobre el
paso que seguramente vais a dar. Sé que sois buenos, sé
que vuestra determinación generosa y el noble fin que os
guía lavan toda mancha pecaminosa por causa del
derramamiento de sangre que pudierais recibir; sé que Dios os
bendice, que vuestra victoria, lo mismo que vuestra muerte,
os sublimarán a los ojos de los hombres y a los de Dios; sé5
que se os deben palmas y alabanzas y toda suerte de
honores; pero a pesar de esto, hijos míos, mi labio no os
incitará a la pelea. No lo ha hecho nunca ni lo hará ahora.
Obrad con arreglo al ímpetu de vuestro noble corazón. Si
él os manda que os estéis en vuestras casas, estáos en ellas;10
si él os manda que salgáis, salid en buen hora. Me resigno
a ser mártir y a inclinar mi cuello ante el verdugo, si esa
miserable tropa continúa aquí. Pero si un impulso hidalgo
y ardiente y pío de los hijos de Orbajosa contribuye a la
grande obra de la extirpación de las desventuras patrias,15
me tendré por el más dichoso de los hombres sólo con ser
paisano vuestro; y toda mi vida de estudios, de penitencia,
de resignación, no me parecerá tan meritoria para aspirar
al cielo, como un día solo de vuestro heroísmo.
—¡No se puede decir más y mejor!—exclamó doña20
Perfecta arrebatada de entusiasmo.
Caballuco se había inclinado hacia adelante en su asiento,
poniendo los codos sobre las rodillas. Cuando el canónigo
acabó de hablar, tomóle la mano y se la besó con fervor.
—Hombre mejor no ha nacido de madre—dijo el tío25
Licurgo enjugando o haciendo que enjugaba una lágrima.
—¡Que viva el señor Penitenciario!—gritó Frasquito
González poniéndose en pie y arrojando hacia el techo su
gorra.
—Silencio—dijo doña Perfecta.—Siéntate, Frasquito.30
Tú eres de los de mucho ruido y pocas nueces.
—¡Bendito sea Dios, que le dió a usted ese pico de oro!—exclamó
Cristóbal inflamado de admiración.—¡Qué dos
personas tengo delante! Mientras vivan las dos, ¿para
qué se quiere más mundo?... Toda la gente de España
debiera ser así... pero ¡cómo ha de ser así si no hay
más que pillería! En Madrid, que es la corte de donde
vienen leyes y mandarines, todo es latrocinio y farsa.
¡Pobre religión, cómo la han puesto!... No se ven más5
que pecados.... Señora doña Perfecta, señor D.
Inocencio, por el alma de mi padre, por el alma de mi abuelo, por
la salvación de la mía, juro que deseo morir.
—¡Morir!
—Que me maten esos perros tunantes, y digo que me10
maten, porque yo no puedo descuartizarlos a ellos. Soy
muy chico.
—Ramos, eres grande—dijo solemnemente la señora.
—¿Grande, grande?... Grandísimo por el corazón;
pero ¿tengo yo plazas fuertes, tengo caballería, tengo15
artillería?
—Esa es una cosa, Ramos—dijo doña Perfecta
sonriendo,—de que yo no me ocuparía. ¿No tiene el enemigo
lo que a ti te hace falta?
—Pues quítaselo....
—Se lo quitaremos, sí, señora. Cuando digo que se lo
quitaremos....
—Querido Ramos—exclamó D. Inocencio.—Envidiable
posición es la de usted.... ¡Destacarse, elevarse sobre25
la vil muchedumbre, ponerse al igual de los mayores héroes
del mundo... poder decir que la mano de Dios guía su
mano.... ¡Oh, qué grandeza y honor! Amigo mío, no
es lisonja. ¡Qué apostura, qué gentileza, qué gallardía!...
No; hombres de tal temple no pueden morir. El Señor30
va con ellos y la bala y hierro enemigos detiénense...
no se atreven... ¿qué se han de atrever viniendo de
cañón y de manos de herejes?... Querido Caballuco, al
ver a usted, al ver su bizarría y caballerosidad, vienen a mi
memoria, sin poderlo remediar, los versos de aquel romance
de la conquista del imperio de Trapisonda:
Llegó el valiente Roldán
de todas armas armado,
en el fuerte Briador,5
su poderoso caballo,
y la fuerte Durlindana
muy bien ceñida a su lado,
la lanza como una entena,
el fuerte escudo embrazado....10
Por la visera del yelmo
fuego venía lanzando;
retemblando con la lanza
como un junco muy delgado,
y a toda la hueste junta15
fieramente amenazando.
—Muy bien—exclamó Licurgo batiendo palmas.—Y yo
digo como D. Renialdos:
¡Nadie en don Renialdos toque
si quiere ser bien librado!20
Quien otra cosa quisiere
él será tan bien pagado,
que todo el resto del mundo
no se escape de mi mano
sin quedar pedazos hecho25
o muy bien escarmentado.
—Ramos, tú querrás cenar; tú querrás tomar algo, ¿no
es verdad?—dijo la señora.
—Nada, nada—repuso el Centauro,—denme si acaso
un plato de pólvora.30
Diciendo esto, soltó estrepitosa carcajada, dió varios
paseos por la habitación, observado atentamente por todos,
y deteniéndose junto al grupo, fijó los ojos en doña Perfecta,
y con atronadora voz profirió estas palabras:
—Digo que no hay más que decir. ¡Viva Orbajosa,35
muera Madrid!
Descargó la mano sobre la mesa, con tal fuerza que
retembló el piso de la casa.
—¡Qué poderoso brío!—dijo D. Inocencio.
—Vaya que tienes unos puños....
Todos contemplaban la mesa que se había partido en dos5
pedazos.
Fijaban luego los ojos en el nunca bastante admirado
Renialdos o Caballuco. Indudablemente había en su
semblante hermoso, en sus ojos verdes, animados por extraño
resplandor felino, en su negra cabellera, en su cuerpo10
hercúleo, cierta expresión y aire de grandeza, un resabio o más
bien recuerdo de las grandes razas que dominaron al mundo.
Pero su aspecto general era el de una degeneración
lastimosa, y costaba trabajo encontrar la filiación noble y
heroica en la brutalidad presente. Se parecía a los grandes15
hombres de D. Cayetano, como se parece el mulo al caballo.
XXIII
Misterio
Después de lo que hemos referido, duró mucho la
conferencia; pero omitimos lo restante por no ser indispensable
para la buena inteligencia de esta relación. Retiráronse al
fin, quedando para lo último, como de costumbre, el Sr. D.20
Inocencio. No habían tenido tiempo aún la señora y el
canónigo para cambiar dos palabras, cuando entró en el
comedor una criada de edad y mucha confianza, que era
el brazo derecho de doña Perfecta, y como ésta la viera
inquieta y turbada, llenóse también de turbación, sospechando25
que algo malo en la casa ocurría.
—No encuentro a la señorita por ninguna parte—dijo
la criada, respondiendo a las preguntas de la señora.
—¡Jesús! ¡Rosario!... ¿dónde está mi hija?
—¡Válgame la Virgen del Socorro!—gritó el
Penitenciario, tomando el sombrero y disponiéndose a correr tras
la señora.
—Buscadla bien.... ¿Pero no estaba contigo en su
cuarto?5
—Sí, señora—repuso temblando la criada vieja;—pero
el demonio me tentó y me quedé dormida.
—¡Maldito sea tu sueño!... ¡Jesús mío!... ¿qué
es esto? ¡Rosario, Rosario.... Librada!
Subieron, bajaron, tornaron a bajar y a subir, llevando10
luz y registrando todas las piezas. Por último oyóse la voz
del Penitenciario en la escalera, que decía con júbilo:
—Aquí está, aquí está. Ya pareció.
Un instante después madre e hija se encontraban la una
frente a la otra en la galería.15
—¿Dónde estabas?—preguntó con severo acento doña
Perfecta, examinando el rostro de su hija.
—En la huerta—repuso la niña más muerta que viva.
—¿En la huerta a estas horas? ¡Rosario!...
—Tenía calor, me asomé a la ventana, se me cayó el20
pañuelo y bajé a buscarlo.
—¿Por qué no dijiste a Librada que te lo alcanzase?...
¡Librada!... ¿Dónde está esa muchacha? ¿Se ha
dormido también?
Librada apareció al fin. Su semblante pálido indicaba25
la consternación y el recelo del delincuente.
—¿Qué es esto? ¿Dónde estabas?—preguntó con
terrible enojo la dama.
—Pues, señora... bajé a buscar la ropa que está en
el cuarto de la calle... y me quedé dormida.30
—Todas duermen aquí esta noche. Me parece que alguna
no dormirá en mi casa mañana. Rosario, puedes retirarte.
Comprendiendo que era indispensable proceder con
prontitud y energía, la señora y el canónigo emprendieron sin
tardanza sus investigaciones. Preguntas, amenazas, ruegos,
promesas, fueron empleadas con habilidad suma para
inquirir la verdad de lo acontecido. No resultó ni sombra de
culpabilidad en la criada anciana; pero Librada confesó de
plano entre lloros y suspiros todas sus bellaquerías, que5
sintetizaremos del modo siguiente:
Poco después de alojarse en la casa, el señor Pinzón
empezó a hacer cocos a la señorita Rosario. Dió dinero a
Librada, según ésta dice, para tenerla por mensajera de
recados y amorosas esquelas. La señorita no se mostró10
enojada, sino antes bien gozosa, y pasaron algunos días de
esta manera. Por último, la sirvienta declara que aquella
noche Rosario y el Sr. Pinzón habían concertado verse y
hablarse en la ventana de la habitación de este último, que
da a la huerta. Confiaron su pensamiento a la doncella,15
quien ofreció protegerlo mediante una cantidad que se le
entregara en el acto. Según lo convenido, el Pinzón debía
salir de la casa a la hora de costumbre y volver ocultamente
a las nueve, y entrar en su cuarto, del cual y de la casa
saldría también clandestinamente más tarde, para volver sin20
tapujos a la hora avanzada de costumbre. De este modo
no podría sospecharse de él. La Librada aguardó al
Pinzón, el cual entró muy envuelto en su capote sin hablar
palabra. Metióse en su cuarto a punto que la señorita
bajaba a la huerta. La Librada, mientras duró la entrevista,25
que no presenció, estuvo de centinela en la galería
para avisar a Pinzón cualquier peligro que ocurriese; y al
cabo de una hora salió éste como antes, muy bien cubierto
con su capote y sin hablar una palabra. Concluída la
confesión, D. Inocencio preguntó a la desdichada:30
—¿Estás segura de que el que entró y salió era el Sr.
Pinzón?
La reo no contestó nada, y sus facciones indicaban gran
perplejidad.
La señora se puso verde de ira.
—¿Tú le viste la cara?
—¿Pero quién podría ser sino él?—repuso la doncella.—Yo
tengo la seguridad de que era él. Fué derecho a su
cuarto... conocía muy bien el camino.5
—Es raro—dijo el canónigo.—Viviendo en la casa no
necesitaba emplear tales tapujos.... Podía haber
pretextado una enfermedad y quedarse.... ¿No es verdad,
señora?
—Librada—exclamó ésta con exaltación de ira,—te10
juro por Dios que irás a presidio.
Después cruzó las manos, clavándose los dedos de la una
en la otra con tanta fuerza, que casi se hizo sangre.
—Sr. D. Inocencio—exclamó.—Muramos... no hay
más remedio que morir.15
Después rompió a llorar desconsolada.
—Valor, señora mía—dijo el clérigo con acento
patético.—Mucho valor.... Ahora es preciso tenerlo grande.
Esto requiere serenidad y gran corazón.
—El mío es inmenso—dijo entre sollozos la de20
Polentinos.
—El mío es pequeñito...—dijo el canónigo;—pero
allá veremos.
XXIV
La confesión
Entre tanto Rosario, con el corazón hecho pedazos, sin
poder llorar, sin poder tener calma ni sosiego, traspasada25
por el frío acero de un dolor inmenso, con la mente pasando
en veloz carrera del mundo a Dios y de Dios al mundo,
aturdida y media loca, estaba a altas horas de la noche en
su cuarto, puesta de hinojos, cruzadas las manos, con los
pies desnudos sobre el suelo, la ardiente sien apoyada en el30
borde del lecho, a obscuras, a solas, en silencio. Cuidaba
de no hacer el menor ruido, para no llamar la atención de
su mamá, que dormía o aparentaba dormir en la habitación
inmediata. Elevó al cielo su exaltado pensamiento en esta
forma:5
—Señor, Dios mío, ¿por qué antes no sabía mentir y
ahora sé? ¿Por qué antes no sabía disimular y ahora
disimulo? ¿Soy una mujer infame?... Esto que siento
y que a mí me pasa es la caída de las que no vuelven a
levantarse. ¿He dejado de ser buena y honrada?...10
Yo no me conozco. ¿Soy yo misma, o es otra la que está
en este sitio?... ¡Qué de terribles cosas en tan pocos
días! ¡Cuántas sensaciones diversas! ¡Mi corazón está
consumido de tanto sentir!... Señor, Dios mío, ¿oyes
mi voz, o estoy condenada a rezar eternamente sin ser oída?...15
Yo soy buena, nadie me convencerá de que no soy
buena. Amar, amar muchísimo, ¿es acaso maldad?...
Pero no... esto no es una ilusión, un engaño. Soy más
mala que las peores mujeres de la tierra. Dentro de mí
una gran culebra me muerde y me envenena el corazón....20
¿Qué es esto que siento? ¿Por qué no me matas, Dios
mío? ¿Por qué no me hundes para siempre en el Infierno?...
Es espantoso, pero lo confieso, lo confieso a solas a
Dios, que me oye, y lo confesaré ante el sacerdote.
Aborrezco a mi madre. ¿En qué consiste esto? No puedo25
explicármelo. Él no me ha dicho una palabra en contra de
mi madre. Yo no sé cómo ha venido esto.... ¡Qué
mala soy! Los demonios se han apoderado de mí. Señor,
ven en mi auxilio, porque no puedo con mis propias fuerzas
vencerme.... Un impulso terrible me arroja de esta casa.30
Quiero huir, quiero correr fuera de aquí. Si él no me lleva,
me iré tras él arrastrándome por los caminos.... ¿Qué
divina alegría es ésta que dentro de mi pecho se confunde
con tan amarga pena?... Señor, Dios padre mío, ilumíname.
Quiero amar tan sólo. Yo no nací para este
rencor que me está devorando. Yo no nací para disimular,
ni para mentir, ni para engañar. Mañana saldré a la calle,
gritaré en medio de ella, y a todo el que pase le diré: amo,
aborrezco.... Mi corazón se desahogará de esta manera....5
¿Qué dicha sería poder conciliario todo, amar y
respetar a todo el mundo! La Virgen Santísima me
favorezca.... Otra vez la idea terrible. No lo quiero pensar,
y lo pienso. No lo quiero sentir, y lo siento. ¡Ah! no
puedo engañarme sobre este particular. No puedo ni10
destruirlo ni atenuarlo... pero puedo confesarlo y lo
confieso, diciéndote: ¡Señor, que aborrezco a mi madre!
Al fin se aletargó. En su inseguro sueño, la imaginación
le reproducía todo lo que había hecho aquella noche,
desfigurándolo, sin alterarlo en su esencia. Oía el reloj de la15
catedral dando las nueve; veía con júbilo a la criada
anciana, durmiendo con beatífico sueño, y salía del cuarto
muy despacito para no hacer ruido; bajaba la escalera
suavemente, que no movía un pie hasta no estar segura de
poder evitar el más ligero ruido. Salía a la huerta, dando20
una vuelta por el cuarto de las criadas y la cocina; en la
huerta deteníase un momento para mirar al cielo, que
estaba negro y tachonado de estrellas. El viento callaba.
Ningún viento interrumpía el hondo sosiego de la noche.
Parecía existir en ella una atención fija y silenciosa, propia25
de ojos que miran sin pestañear y oídos que acechan en la
expectativa de un gran suceso.... La noche observaba.
Acercábase después a la puerta vidriera del comedor, y
miraba con cautela a cierta distancia, temiendo que la vieran
los de dentro. A la luz de la lámpara del comedor veía30
a su madre de espaldas. El Penitenciario estaba a la
derecha y su perfil se descomponía de un modo extraño; crecíale
la nariz, asemejándose al pico de un ave inverosímil, y
toda su figura se tornaba en una recortada sombra, negra y
espesa, con ángulos aquí y allí, irrisoria, escueta y delgada.
Enfrente estaba Caballuco, más semejante a un dragón que
a un hombre. Rosario veía sus ojos verdes, como dos
grandes linternas de convexos cristales. Aquel fulgor y la
imponente figura del animal le infundían miedo. El tío5
Licurgo y los otros tres se le presentaban como figuritas
grotescas. Ella había visto, en alguna parte, sin duda en
los muñecos de barro de las ferias, aquel reír estúpido,
aquellos semblantes toscos y aquel mirar lelo. El dragón
agitaba sus brazos, que en vez de accionar, daban vueltas10
como aspas de molino, y revolvía los globos verdes, tan
semejantes a los fanales de una farmacia, de un lado para
otro. Su mirar cegaba.... La conversación parecía
interesante. El Penitenciario agitaba las alas. Era una
presumida avecilla que quería volar y no podía. Su pico se15
alargaba y se retorcía. Erizábansele las plumas con
síntomas de furor, y después, recogiéndose y aplacándose,
escondía la pelada cabeza bajo el ala. Luego las figurillas de
barro se agitaban queriendo ser personas, y Frasquito
González se empeñaba en pasar por hombre.20
Rosario sentía un pavor inexplicable en presencia de
aquel amistoso concurso. Alejábase de la vidriera y seguía
adelante paso a paso, mirando a todos lados por ver si era
observada. Sin ver a nadie, creía que un millón de ojos se
fijaban en ella.... Pero sus temores y su vergüenza25
disipábanse de improviso. En la ventana del cuarto donde
habitaba el Sr. Pinzón aparecía un hombre azul; brillaban
en su cuerpo los botones como sartas de lucecillas. Ella se
acercaba. En el mismo instante sentía que unos brazos
con galones la suspendían como una pluma, metiéndola con30
rápido movimiento dentro de la pieza. Todo cambiaba.
De súbito sonó un estampido, un golpe seco que estremeció
la casa en sus cimientos. Ni uno ni otro supieron la causa
de tal estrépito. Temblaban y callaban.
Era el momento en que el dragón había roto la mesa del
comedor.
XXV
Sucesos imprevistos.—Pasajero desconcierto
La escena cambia. Ved una estancia hermosa, clara,
humilde, alegre, cómoda y de un aseo sorprendente. Fina
estera de junco cubre el piso, y las blancas paredes se5
adornan con hermosas estampas de santos y algunas esculturas
de dudoso valor artístico. La antigua caoba de los muebles
brilla lustrada por los frotamientos del sábado, y el altar,
donde una pomposa Virgen, de azul y plata vestida, recibe
doméstico culto, se cubre de mil graciosas chucherías, mitad10
sacras, mitad profanas. Hay además cuadritos de
mostacilla, pilas de agua bendita, una relojera con Agnus Dei,
una rizada palma de Domingo de Ramos y no pocos floreros
de inodoras flores de trapo. Enorme estante de roble contiene
una rica y escogida biblioteca, y allí está Horacio el15
epicúreo y sibarita junto con el tierno Virgilio, en cuyos
versos se ve palpitar y derretirse el corazón de la inflamada
Dido; Ovidio el narigudo, tan sublime como obsceno y
adulador, junto con Marcial, el tunante lenguaraz y
conceptista; Tibulo el apasionado con Cicerón el grande; el severo20
Tito Livio con el terrible Tácito, verdugo de los Césares;
Lucrecio el panteísta; Juvenal, que con la pluma desollaba;
Plauto, el que imaginó las mejores comedias de la
antigüedad dando vueltas a la rueda de un molino; Séneca el
filósofo, de quien se dijo que el mejor acto de su vida fué la25
muerte; Quintiliano el retórico; Salustio el pícaro, que tan
bien habla de la virtud; ambos Plinios, Suetonio y Varrón,
en una palabra, todas las letras latinas, desde que
balbucieron su primera palabra con Livio Andronico, hasta que
exhalaron su postrer suspiro con Rutilio.30