Pero haciendo esta inútil, aunque rápida enumeración, no
hemos observado que dos mujeres han entrado en el cuarto.
Es muy temprano, pero en Orbajosa se madruga mucho.
Los pajaritos cantan que se las pelan en sus jaulas; tocan
a misa las campanas de las iglesias, y hacen sonar sus5
alegres esquilas las cabras que van a dejarse ordeñar a las
puertas de las casas.
Las dos señoras que vemos en la habitación descrita
vienen de oír misa. Visten de negro, y cada cual trae en
la mano derecha su librito de devoción y el rosario envuelto10
en los dedos.
—Tu tío no puede tardar ya—dijo una de ellas,—le
dejamos empezando la misa; pero él despacha pronto, y a
estas horas estará en la sacristía quitándose la casulla. Yo
me hubiera quedado a oírle la misa, pero hoy es día de15
mucha fatiga para mí.
—Yo no he oído hoy más que la del señor magistral—dijo
la otra;—la del señor magistral que las dice en un
suspiro, y creo que no me ha sido de provecho, porque
estaba muy preocupada, sin poder apartar el entendimiento20
de estas cosas terribles que nos pasan.
—¡Cómo ha de ser!... Es preciso tener paciencia...
Veremos lo que nos aconseja tu tío.
—¡Ay!—exclamó la segunda exhalando un hondo y
patético suspiro.—Yo tengo la sangre abrasada.25
—Dios nos amparará.
—¡Pensar que una persona como usted, una señora como
usted se ve amenazada por un!... Y él sigue en sus
trece... Anoche, señora doña Perfecta, conforme usted
me lo mandó, volví a la posada de la viuda del Cuzco, y he30
pedido nuevos informes. El don Pepito y el brigadier
Batalla están siempre juntos conferenciando... ¡ay Jesús,
Dios y Señor mío!... conferenciando sobre sus infernales
planes y despachando botellas de vino. Son dos perdidos,
dos borrachos. Sin duda discurren alguna maldad muy
grande. Como me intereso tanto por usted, anoche, estando
yo en la posada, vi salir al D. Pepito y le seguí....
—¿Y a dónde fué?
—Al Casino, sí, señora, al Casino—repuso la otra turbándose5
ligeramente.—Después volvió a su casa. ¡Ay!
cuánto me reprendió mi tío por haber estado hasta muy
tarde ocupada en este espionaje... pero no lo puedo
remediar... ¡Jesús divino, ampárame! No lo puedo
remediar, y mirando a una persona como usted en trances10
tan peligrosos, me vuelvo loca... Nada, nada, señora,
estoy viendo que a lo mejor esos tunantes asaltan la casa y
nos llevan a Rosarito....
Doña Perfecta, pues era ella, fijando la vista en el suelo,
meditó largo rato. Estaba pálida y ceñuda. Por fin15
exclamó:
—Pues no veo el modo de impedirlo.
—Yo sí lo veo—dijo vivamente la otra, que era la
sobrina del Penitenciario y madre de Jacinto.—Veo un
medio muy sencillo, el que he manifestado a usted y no le20
gusta. ¡Ah! señora mía, usted es demasiado buena. En
ocasiones como esta conviene ser un poco menos perfecta
... dejar a un ladito los escrúpulos. Pues qué, ¿se va a
ofender Dios por eso?
—María Remedios—dijo la señora con altanería,—no25
digas desatinos.
—¡Desatinos!... Usted, con sus sabidurías, no podrá
ponerle las peras a cuarto al sobrinejo. ¿Qué cosa más
sencilla que la que yo propongo? Puesto que ahora no hay
justicia que nos ampare, hagamos nosotros la gran justiciada.30
¿No hay en casa de usted hombres que sirvan para
cualquier cosa? Pues llamarles y decirles: "Mira, Caballuco,
Pasolargo o quien sea, esta misma noche te tapujas
bien, de modo que no seas conocido; llevas contigo a un
amiguito de confianza, y te pones detrás de la esquina de la
calle de Santa Faz. Aguardáis un rato, y cuando D. José
Rey pase por la calle de la Tripería para ir al Casino, porque
de seguro irá al Casino, ¿entendéis bien? cuando pase
le salís al encuentro y le dais un susto"...5
—María Remedios, no seas tonta—indicó con magistral
dignidad la señora.
—Nada más que un susto, señora: atienda usted bien
a lo que digo, un susto. Pues qué, ¿había yo de aconsejar
un crimen?... ¡Jesús, Padre y Redentor mío! Sólo la10
idea me llena de horror, y parece que veo señales de sangre
y fuego delante de mis ojos. Nada de eso, señora mía...
Un susto, y nada más que un susto, por lo cual comprenda
ese bergante que estamos bien defendidas. Él va solo al
Casino, señora, enteramente solo, y allí se junta con sus15
amigotes, los del sable y morrioncete. Figúrese usted que
recibe el susto y que además le quedan algunos huesos quebrantados,
sin nada de heridas graves se entiende...
pues en tal caso, o se acobarda y huye de Orbajosa, o se
tiene que meter en la cama por quince días. Eso sí, hay20
que recomendarles que el susto sea bueno. Nada de matar
... cuidadito con eso, pero sentar bien la mano.
—María—dijo doña Perfecta con altanería,—tú eres
incapaz de una idea elevada, de una resolución grande y
salvadora. Eso que me aconsejas es una indignidad25
cobarde.
—Bueno, pues me callo... ¡Ay de mí, qué tonta soy!—exclamó
con humildad la sobrina del Penitenciario.—Me
guardaré mis tonterías para consolarla a usted después
que haya perdido a su hija.30
—¡Mi hija!... ¡perder a mi hija!...—exclamó
la señora con súbito arrebato de ira.—- Sólo oírlo me vuelve
loca. No, no me la quitarán. Si Rosario no aborrece a ese
perdido, como yo deseo, le aborrecerá. De algo sirve la
autoridad de una madre... Le arrancaremos su pasión,
mejor dicho, su capricho, como se arranca una yerba tierna
que aún no ha tenido tiempo de echar raíces... No,
esto no puede ser, Remedios. ¡Pase lo que pase, no será!
No le valen a ese loco ni los medios más infames. Antes5
que verla esposa de mi sobrino, acepto cuanto de malo
pueda pasarle, incluso la muerte.
—Antes muerta, antes enterrada y hecha alimento de
gusanos—afirmó Remedios cruzando las manos como quien
dice una plegaria,—que verla en poder de... ¡Ay!10
señora, no se ofenda usted si le digo una cosa, y es que
sería gran debilidad ceder porque Rosarito haya tenido
algunas entrevistas secretas con ese atrevido. El caso de
anteanoche, según lo contó mi tío, me parece una treta
infame de D. José para conseguir su objeto por medio del15
escándalo. Muchos hacen esto... ¡Ay, Jesús Divino,
no sé cómo hay quien le mire la cara a un hombre no siendo
sacerdote!
—Calla, calla—dijo doña Perfecta con vehemencia,—no
me nombres lo de anteanoche. ¡Qué horrible suceso!20
María Remedios... comprendo que la ira puede perder
un alma para siempre. Yo me abraso... ¡Desdichada
de mí, ver estas cosas y no ser hombre!... Pero si he
de decir la verdad sobre lo de anteanoche, aún tengo mis
dudas. Librada jura y perjura que fue Pinzón el que entró.25
¡Mi hija niega todo, mi hija nunca ha mentido!... Yo
insisto en mi sospecha. Creo que Pinzón es un bribón
encubridor; pero nada más....
—Volvemos a lo de siempre, a que el autor de todos los
males es el dichoso matemático... ¡Ay! No me engañó30
el corazón cuando le vi por primera vez... Pues, señora
mía, resígnese usted a presenciar algo más terrible todavía,
si no se decide a llamar a Caballuco y decirle: "Caballuco,
espero que"...
—Vuelta a lo mismo; pero tú eres simple....
—¡Oh! Si yo soy muy simplota, lo conozco; pero si no
alcanzo más, ¿qué puedo hacer? Digo lo que se me ocurre,
sin sabidurías.
—Lo que tú imaginas, esa vulgaridad tonta de la paliza5
y del susto se le ocurre a cualquiera. Tú no tienes dos
dedos de frente, Remedios; cuando quieres resolver un
problema grave, sales con tales patochadas. Yo imagino
un recurso más digno de personas nobles y bien nacidas.
¡Apalear! ¡qué estupidez! Además, no quiero que mi10
sobrino reciba un rasguño por orden mía: eso de ninguna
manera. Dios le enviará su castigo por cualquiera de los
admirables caminos que Él sabe elegir. Sólo nos corresponde
trabajar porque los designios de Dios no hallen
obstáculo, María Remedios: es preciso en estos asuntos ir15
directamente a las causas de las cosas. Pero tú no entiendes
de causas... tú no ves más que pequeñeces.
—Será así—dijo humildemente la sobrina del cura.—¡Para
qué me hará Dios tan necia, que nada de esas
sublimidades entiendo!20
—Es preciso ir al fondo, al fondo, Remedios. ¿Tampoco
entiendes ahora?
—Tampoco.
—Mi sobrino, no es mi sobrino, mujer: es la blasfemia,
el sacrilegio, el ateísmo, la demagogia... ¿Sabes lo que25
es la demagogia?
—Algo de esa gente que quemó a París con petróleo, y
los que derriban las iglesias y fusilan las imágenes...
Hasta ahí vamos bien.
—Pues mi sobrino es todo eso... ¡Ah! ¡si él estuviera30
solo en Orbajosa!... Pero no, hija mía. Mi
sobrino, por una serie de fatalidades, que son otras tantas
pruebas de los males pasajeros que a veces permite Dios
para nuestro castigo, equivale a un ejército, equivale a la
autoridad del Gobierno, equivale al alcalde, equivale al
juez; mi sobrino no es mi sobrino; es la nación oficial,
Remedios; es esa segunda nación, compuesta de los perdidos
que gobiernan en Madrid, y que se ha hecho dueña de
la fuerza material; de esa nación aparente, porque la real5
es la que calla, paga y sufre; de esa nación ficticia que
firma al pie de los decretos y pronuncia discursos y hace
una farsa de gobierno y una farsa de autoridad y una farsa
de todo. Eso es hoy mi sobrino; es preciso que te acostumbres
a ver lo interno de las cosas. Mi sobrino es el
Gobierno, el brigadier, el alcalde nuevo, el juez nuevo, porque
todos le favorecen a causa de la unanimidad de sus
ideas; porque son uña y carne, lobos de la misma manada...
Entiéndelo bien; hay que defenderse de todos ellos,
porque todos son uno, y uno es todos; hay que atacarles de15
común, y no con palizas al volver de una esquina, sino como
atacaban nuestros abuelos a los moros, a los moros, Remedios!...
Hija mía, comprende bien esto; abre tu entendimiento
y deja entrar en él una idea que no sea vulgar...
remóntate; piensa en alto, Remedios....20
La sobrina de D. Inocencio estaba atónita ante tanta
grandeza. Abrió la boca para decir algo en consonancia
con tan maravilloso pensamiento; pero sólo exhaló un
suspiro.
—Como a los moros—repitió doña Perfecta.—Es cuestión25
de moros y cristianos. ¡Y creías tú que con asustar a
mi sobrino se concluía todo!... ¡Qué necia eres! ¿No
ves que le apoyan sus amigos? ¿No ves que estamos a
merced de esa canalla? ¿No ves que cualquier tenientejo
es capaz de pegar fuego a mi casa si se le antoja?...30
¿Pero tú no alcanzas esto? ¿No comprendes que es necesario
ir al fondo? ¿No comprendes la inmensa grandeza,
la terrible extensión de mi enemigo, que no es un hombre,
sino una secta?... ¿No comprendes que mi sobrino, tal
como está hoy enfrente de mí, no es una calamidad sino una
plaga?... Contra ella, querida Remedios, tendremos
aquí un batallón de Dios que aniquile la infernal milicia de
Madrid. Te digo que esto va a ser grande y glorioso....
—¿Pero tú lo dudas? Hoy hemos de ver aquí cosas
terribles...—dijo con gran impaciencia la señora.—Hoy,
hoy. ¿Qué hora es? Las siete. ¡Tan tarde y no ocurre
nada!...
—Quizás sepa algo mi tío, que está aquí ya. Le siento10
subir la escalera.
—Gracias a Dios...—dijo doña Perfecta levantándose
para salir al encuentro del Penitenciario.—Él nos dirá algo
bueno.
Don Inocencio entró apresurado. Su demudado rostro15
indicaba que aquella alma, consagrada a la piedad y a los
estudios latinos, no estaba tan tranquila como de ordinario.
—Malas noticias—dijo poniendo sobre una silla el
sombrero y desatando los cordones del manteo.
—Están prendiendo gente—añadid D. Inocencio, bajando
la voz, cual si debajo de cada silla estuviera un soldado.-Sospechan,
sin duda, que los de aquí no les aguantarían
sus pesadas bromas y han ido de casa en casa
echando mano a todos los que tenían fama de valientes....25
La señora se arrojó en un sillón y apretó fuertemente los
dedos contra la madera de los brazos del mueble.
—Falta que se hayan dejado prender—- indicó Remedios.
—Muchos de ellos... pero muchos—dijo D. Inocencio30
con ademanes encomiados, dirigiéndose a la señora,—han
tenido tiempo de huir y se han ido con armas y caballos
a Villahorrenda.
—¿Y Ramos?
—En la catedral me dijeron que es el que buscan con
más empeño... ¡Oh, Dios mío! prender así a unos infelices
que nada han hecho todavía... Vamos, no sé cómo
los buenos españoles tienen paciencia. Señora mía doña
Perfecta, refiriendo esto de las prisiones, me he olvidado5
decir a usted que debe marcharse a su casa al momento.
—Sí, al momento... ¿Registrarán mi casa esos
bandidos?
—Quizás. Señora, estamos en un día nefasto—dijo D.
Inocencio con solemne y conmovido acento.—¡Dios se10
apiade de nosotros!
—En mi casa tengo media docena de hombres muy bien
armados—repuso la dama, vivamente alterada. ¡Qué
iniquidad! ¿Serán capaces de querer llevárselos también?...
—De seguro el Sr. Pinzón no se habrá descuidado en15
denunciarlos. Señora, repito que estamos en un día nefasto.
Pero Dios amparará la inocencia.
—Me voy. No deje usted de pasar por allá.
—Señora, en cuanto despache la clase... y me figuro
que con la alarma que hay en el pueblo, todos los chicos20
harán novillos hoy; pero haya o no clase, iré después por
allá... No quiero que salga usted sola, señora. Andan
por las calles esos zánganos de soldados con unos humos...
¡Jacinto, Jacinto!
—No es preciso. Me marcharé sola.25
—Que vaya Jacinto—dijo la madre de éste.—Ya debe
estar levantado.
Sintiéronse los precipitados pasos del doctorcillo que
bajaba a toda prisa la escalera del piso alto. Venía con el
rostro encendido, fatigado el aliento.30
—¿Qué hay?—le preguntó su tío.
—En casa de las Troyas—dijo el jovenzuelo,—en casa
de esas... pues....
—Acaba de una vez.
—Está Caballuco.
—¿Allá arriba?... ¿En casa de las Troyas?
—Sí, señor... Me ha hablado desde el terrado, y me
ha dicho que está temiendo le vayan a coger allí.
—¡Oh, qué bestia!... Ese majadero se va a dejar5
prender—exclamó doña Perfecta, hiriendo el suelo con el
inquieto pie.
—Quiere bajar aquí y que le escondamos en casa.
—¿Aquí?
Canónigo y sobrina se miraron.10
—¡Que baje!—dijo doña Perfecta con vehemente
frase.
—¿Aquí?—repitió D. Inocencio poniendo cara de mal
humor.
—Aquí—contestó la señora.—No conozco casa donde15
pueda estar más seguro.
—Puede saltar fácilmente por la ventana de mi cuarto—dijo
Jacinto.
—Pues si es indispensable....
—María Remedios—dijo la señora.—Si nos cogen a20
este hombre, todo se ha perdido.
—Tonta y simple soy—repuso la sobrina del canónigo,
poniéndose la mano en el pecho y ahogando el suspiro que
sin duda iba a salir al público;—pero no le cogerán.
La señora salió rápidamente, y poco después el Centauro25
se arrellanaba en la butaca donde el Sr. D. Inocencio solía
sentarse a escribir sus sermones.
No sabemos cómo llegó a oídos del brigadier Batalla;
pero es indudable que este diligente militar tenía noticia de
que los orbajosenses habían variado de intenciones, y en la30
mañana de aquel día dispuso la prisión de los que en nuestro
rico lenguaje insurreccional solemos llamar caracterizados.
Salvóse por milagro el gran Caballuco, refugiándose en
casa de las Troyas; pero no creyéndose allí seguro, bajó,
185
como se ha visto, a la santa y no sospechosa mansión del
buen canónigo.
Por la noche la tropa, establecida en diversos puntos del
pueblo, ejercía la mayor vigilancia con los que entraban y
salían; pero Ramos logró evadirse burlando o quizás sin5
burlar las precauciones militares. Esto acabó de encender
los ánimos, y multitud de gente se conjuraba en los caseríos
cercanos a Villahorrenda, juntándose de noche para dispersarse
de día y preparar así el arduo negocio de su levantamiento.
Ramos recorrió las cercanías allegando gente y10
armas, y como las columnas volantes andaban tras los Aceros
en tierra de Villajuán de Nahara, nuestro héroe caballeresco
adelantó mucho en poco tiempo.
Por las noches arriesgábase con audacia suma a entrar en
Orbajosa; valiéndose de medios de astucia o tal vez de15
sobornos. Su popularidad y la protección que recibía dentro
del pueblo servíanle hasta cierto punto de salvaguardia,
y no será aventurado decir que la tropa no desplegaba ante
aquel osado campeón el mismo rigor que ante los hombres
insignificantes de la localidad. En España, y principalmente20
en tiempo de guerras, que son siempre aquí desmoralizadoras,
suelen verse esas condescendencias infames con los
grandes, mientras se persigue sin piedad a los pequeñuelos.
Valido, pues, de su audacia, del soborno, o no sabemos de
qué, Caballuco entraba en Orbajosa, reclutaba más gente,25
reunía armas y acopiaba dinero. Para mayor seguridad de
su persona, o para cubrir el expediente, no ponía los pies en
su casa, apenas entraba en la de doña Perfecta para tratar
de asuntos importantes, y solía cenar en casa de este o del
otro amigo, prefiriendo siempre el respetado domicilio de30
algún sacerdote, y principalmente el de don Inocencio,
donde recibiera asilo en la mañana funesta de las prisiones.
En tanto Batalla había telegrafiado al Gobierno diciéndole
que, descubierta una conspiración facciosa, estaban
presos sus autores, y los pocos que lograron escapar andaban
dispersos y fugitivos, activamente perseguidos por nuestras
columnas.
XXVI
María Remedios
Nada más entretenido que buscar el origen de los sucesos
interesantes que nos asombran o perturban, ni nada más5
grato que encontrarlo. Cuando vemos arrebatadas pasiones
en lucha encubierta o manifiesta, llevados del natural impulso
inductivo que acompaña siempre a la observación humana,
logramos descubrir la oculta fuente de donde aquel revuelto
río ha traído sus aguas, experimentamos sensación muy10
parecida al gozo de los geógrafos y buscadores de tierras.
Este gozo nos lo ha concedido Dios ahora, porque explorando
los escondrijos de los corazones que laten en esta
historia, hemos descubierto un hecho que seguramente es el
engendrador de los hechos más importantes que hemos15
narrado; una pasión que es la primera gota de agua de esta
alborotada corriente, cuya marcha estamos observando.
Continuemos, pues, la narración. Para ello dejemos a la
señora de Polentinos, sin cuidarnos de lo que pudo ocurrirle
en la mañana de su diálogo con María Remedios. Penetra20
llena de zozobra en su vivienda, donde se ve obligada a
soportar las excusas y cortesanías del Sr. Pinzón, quien
asegura que mientras él existiera, la casa de la señora no
sería registrada. Le responde doña Perfecta de un modo
altanero, sin dignarse fijar en él los ojos, por cuya razón él25
pide urbanamente explicaciones de tal desvío, a lo cual ella
contesta rogando al Sr, Pinzón abandone su casa, sin perjuicio
de dar oportunamente cuenta de su alevosa conducta
dentro de ella. Llega D. Cayetano y se cruzan palabras de
caballero a caballero; pero como ahora nos interesa más30
otro asunto, dejemos a los Polentinos y al teniente coronel
que se las compongan como puedan, y pasemos a examinar
aquello de los manantiales arriba mencionados.
Fijemos la atención en María Remedios, mujer estimable,
a la cual es urgente consagrar algunas líneas. Era una5
señora, una verdadera señora, pues a pesar de su origen
humildísimo, las virtudes de su tío carnal el Sr. D.
Inocencio, también de bajo origen, mas sublimado por
el Sacramento así como por su saber y respetabilidad,
habían derramado extraordinario esplendor sobre toda la10
familia.
El amor de Remedios a Jacinto era una de las más vehementes
pasiones que en el corazón maternal pueden caber.
Le amaba con delirio; ponía el bienestar de su hijo sobre
todas las cosas humanas; creíale el más perfecto tipo de la15
belleza y del talento, creados por Dios, y diera por verle
feliz y grande y poderoso, todos los días de su vida y aun
parte de la eterna gloria. El sentimiento materno es el
único que, por lo muy santo y noble, admite la exageración;
el único que no se bastardea con el delirio. Sin embargo,20
ocurre un fenómeno singular que no deja de ser común en
la vida, y es que si esta exaltación del afecto materno no
coincide con la absoluta pureza del corazón y con la honradez
perfecta, suele extraviarse y convertirse en frenesí
lamentable, que puede contribuir como otra cualquiera25
pasión desbordada, a grandes faltas y catástrofes.
En Orbajosa, María Remedios pasaba por un modelo de
virtud y de sobrinas: quizás lo era en efecto. Servía cariñosamente
a cuantos la necesitaban; jamás dió motivo a
hablillas y murmuraciones de mal género; jamás se mezcló30
en intrigas. Era piadosa, no sin dejarse llevar a extremos
de mojigatería chocante; practicaba la caridad; gobernaba
la casa de su tío con habilidad suprema; era bien recibida,
admirada y obsequiada en todas partes, a pesar del sofoco
casi intolerable que producía su continuo afán de suspirar y
expresarse siempre en tono quejumbroso.
Pero en casa de doña Perfecta, aquella excelente señora
sufría una especie de capitis diminutio. En tiempos remotos
y muy aciagos para la familia del buen Penitenciario, María5
Remedios (si es verdad, ¿por qué no se ha de decir?) había
sido lavandera en la casa de Polentinos. Y no se crea por
esto que doña Perfecta la miraba con altanería: nada de
eso. Tratábala sin orgullo: sentía hacia ella un cariño verdaderamente
fraternal; comían juntas; rezaban juntas;10
referíanse sus cuitas; ayudábanse mutuamente en sus caridades
y en sus devociones, así como en los negocios de la
casa... ¡pero fuerza es decirlo! siempre había algo,
siempre había una raya invisible, pero infranqueable, entre
la señora improvisada y la señora antigua. Doña Perfecta15
tuteaba a María, y ésta jamás pudo prescindir de ciertas
fórmulas. Sentíase tan pequeña la sobrina de D. Inocencio
en presencia de la amiga de éste, que su humildad nativa
tomaba un tinte extraño de tristeza. Veía que el buen
canónigo era en la casa una especie de consejero áulico inamovible;20
veía a su idolatrado Jacintillo en familiaridad casi
amorosa con la señorita, y sin embargo, la pobre madre y
sobrina frecuentaba la casa lo menos posible. Es preciso
indicar que María Remedios se deseñoraba bastante (pase
la palabra) en casa de doña Perfecta, y esto le era desagradable,25
porque también en aquel espíritu suspirón había,
como en todo lo que vive, un poco de orgullo... ¡Ver a
su hijo casado con Rosarito; verle rico y poderoso; verle
emparentado con doña Perfecta, con la señora!... ¡Ay!
esto era para María Remedios la tierra y el cielo, esta vida30
y la otra, el presente y el más allá, la totalidad suprema de
la existencia. Hacía años que su pensamiento y su corazón
se llenaban de aquella dulce luz de esperanza. Por esto
era buena y mala, por esto era religiosa y humilde o terrible
y osada, por esto era todo cuanto hay que ser, porque sin
tal idea, María, que era la encarnación de su proyecto, no
existiría.
En su físico, María Remedios no podía ser más insignificante.
Distinguíase por una lozanía sorprendente que aminoraba5
en apariencia el valor numérico de sus años, y vestía
siempre de luto, a pesar de que su viudez era ya cuenta
muy larga.
Habían pasado cinco días desde la entrada de Caballuco
en casa del señor Penitenciario. Principiaba la noche.10
Remedios entró con la lámpara encendida en el cuarto de
su tío, y después de dejarla sobre la mesa, se sentó frente
al anciano, que desde media tarde permanecía inmóvil y
meditabundo en su sillón, cual si le hubieran clavado en él.
Sus dedos sostenían la barba, arrugando la morena piel no15
rapada en tres días.
—¿Caballuco dijo que vendría a cenar aquí esta noche?—preguntó
a su sobrina.
—Sí, señor, vendrá. En estas casas respetables es donde
el pobrecito está más seguro.20
—Pues yo no las tengo todas conmigo a pesar de la respetabilidad
de mi casa—repuso el Penitenciario.—¡Cómo
se expone el valiente Ramos!... Y me han dicho que
en Villahorrenda y su campiña hay mucha gente... qué
sé yo cuánta gente... ¿Qué has oído tú?25
—Que la tropa está haciendo unas barbaridades....
—¡Es milagro que esos caribes no hayan registrado mi
casa! Te juro que si veo entrar uno de los de pantalón
encarnado, me caigo sin habla.
—¡Buenos, buenos estamos!—dijo Remedios, echando30
en un suspiro la mitad de su alma.—No puedo apartar de
mi mente la tribulación en que se encuentra la señora doña
Perfecta... ¡Ay, tío! debe usted ir allá.
—¿Allá esta noche?... Andan las tropas por las
calles. Figúrate que a un soldadote se le antoja... La
señora está bien defendida. El otro día registraron la casa
y se llevaron los seis hombres armados que allí tenía; pero
después se los han devuelto. Nosotros no tenemos quien
nos defienda en caso de un atropello.5
—Yo he mandado a Jacinto a casa de la señora para que
la acompañe un ratito. Si Caballuco viene le diremos que
pase también por allá... Nadie me quita de la cabeza
que alguna gran fechoría preparan esos pillos contra nuestra
amiga. ¡Pobre señora, pobre Rosarito!... Cuando uno10
piensa que esto podía haberse evitado con lo que propuse a
doña Perfecta hace dos días....
—Querida sobrina—dijo flemáticamente el Penitenciario,—hemos
hecho todo cuanto en lo humano cabía para
realizar nuestro santo propósito... Ya no se puede más.15
Hemos fracasado, Remedios. Convéncete de ello, y no
seas terca: Rosarito no puede ser la mujer de nuestro idolatrado
Jacintillo. Tu sueño dorado, tu ideal dichoso que
un tiempo nos pareció realizable, y al cual consagré yo las
fuerzas todas de mi entendimiento, como buen tío, se ha20
trocado ya en una quimera, se ha disipado como el humo.
Entorpecimientos graves, la maldad de un hombre, la pasión
indudable de la niña y otras cosas que callo, han vuelto las
cosas del revés. Ibamos venciendo, y de pronto somos
vencidos. ¡Ay, sobrina mía! Convéncete de una cosa.25
Hoy por hoy, Jacinto merece mucho más que esa niña loca.
—Caprichos y terquedades—repuso María con displicencia
bastante irrespetuosa.—Vaya con lo que sale usted
ahora, tío. Pues las grandes cabezas se están luciendo...
Doña Perfecta con sus sublimidades y usted con sus cavilaciones,30
sirven para cualquier cosa. Es lástima que Dios me
haya hecho a mí tan tonta, y dádome este entendimiento de
ladrillo y argamasa, como dice la señora, porque si así no
fuera, yo resolvería la cuestión.
—¿Tú?
—Si ella y usted me hubieran dejado, resuelta estaría ya.
—¿Con los palos?
—No asustarse, ni abrir tanto los ojos, porque no se trata
de matar a nadie... ¡vaya!5
—Eso de los palos—dijo el canónigo sonriendo,—es
como el rascar... ya sabes.
—¡Bah!... diga usted también que soy cruel y sanguinaria...
me falta valor para matar un gusanito; bien lo
sabe usted... Ya se comprende que no había yo de10
querer la muerte de un hombre.
—En resumen, hija mía, por más vueltas que le des, el
Sr. D. Pepe Rey se lleva la niña. Ya no es posible evitarlo.
Él está dispuesto a emplear todos los medios, incluso la
deshonra. Si la Rosarito... cómo nos engañaba con15
aquella carita circunspecta y aquellos ojos celestiales, ¿eh?
... si la Rosarito, digo, no le quisiera... vamos
... todo podría arreglarse; pero ¡ay! le ama como ama el
pecador al demonio; está abrasada en criminal fuego; cayó,
sobrina mía, cayó en la infernal trampa libidinosa. Seamos20
honrados y justos; volvamos la vista de la innoble pareja,
y no pensemos más en el uno ni en la otra.
—Usted no entiende de mujeres, tío—dijo Remedios
con lisonjera hipocresía;—usted es un santo varón; usted
no comprende que lo de Rosarito no es más que un caprichillo25
de esos que pasan, de esos que se curan con un par
de refregones en los morros o media docena de azotes.
—Sobrina—dijo D. Inocencio grave y sentenciosamente,—cuando
ha habido cosas mayores, los caprichillos no se
llaman caprichillos, sino de otra manera.30
—Tío, usted no sabe lo que dice—repuso la sobrina,
cuyo rostro se inflamó súbitamente.—Pues qué, ¿será usted
capaz de suponer en Rosarito?... ¡qué atrocidad! Yo
la defiendo, sí, la defiendo... Es pura como un ángel....
Vamos, tío, con esas cosas se me suben los colores a la cara
y me pone usted soberbia.
Al decir esto, el semblante del buen clérigo se cubría de
una sombra de tristeza, que en apariencia le envejecía diez
años.5
—Querida Remedios—añadió.—Hemos hecho todo lo
humanamente posible y todo lo que en conciencia podía y
debía hacerse. Nada más natural que nuestro deseo de ver
a Jacintillo emparentado con esa gran familia, la primera
de Orbajosa; nada más natural que nuestro deseo de verle10
dueño de las siete casas del pueblo, de la dehesa de Mundogrande,
de las tres huertas del cortijo de Arriba, de la Encomienda,
y demás predios urbanos y rústicos que posee esa
niña. Tu hijo vale mucho, bien lo saben todos. Rosarito
gustaba de él y él de Rosarito. Parecía cosa hecha. La15
misma señora, sin entusiasmarse mucho, a causa sin duda
de nuestro origen, parecía bien dispuesta a ello, a causa de
lo mucho que me estima y venera, como a confesor y amigo...
Pero de repente se presenta ese malhadado joven.
La señora me dice que tiene un compromiso con su hermano20
y que no se atreve a rechazar la proposición por éste hecha.
¡Conflicto grave! Pero ¿qué hago yo en vista de esto?
¡Ay! no lo sabes tú bien. Yo te soy franco: si hubiera
visto en el Sr. de Rey un hombre de buenos principios,
capaz de hacer feliz a Rosario, no habría intervenido en el25
asunto; pero el tal joven me pareció una calamidad, y como
director espiritual de la casa debí tomar cartas en el asunto
y las tomé. Ya sabes que le puse la proa, como vulgarmente
se dice. Desenmascaré sus vicios; descubrí su
ateísmo; puse a la vista de todo el mundo la podredumbre de30
aquel corazón materializado, y la señora se convenció de
que entregaba a su hija al vicio... ¡Ay! qué afanes
pasé. La señora vacilaba; yo fortalecía su ánimo indeciso;
aconsejábale los medios lícitos que debía emplear contra el
sobrinejo para alejarle sin escándalo; sugeríale ideas ingeniosas,
y como ella me mostraba a menudo su pura conciencia
llena de alarmas, yo la tranquilizaba demarcando hasta
qué punto eran lícitas las batallas que librábamos contra
aquel fiero enemigo. Jamás aconsejé medios violentos5
ni sanguinarios, ni atrocidades de mal género, sino sutiles
trazas que no contenían pecado. Estoy tranquilo, querida
sobrina. Pero bien sabes tú que he luchado, que he trabajado
como un negro. ¡Ay! cuando volvía a casa por las
noches y decía: "Mariquilla, vamos bien, vamos muy bien,"10
tú te volvías loca de contento y me besabas las manos cien
veces, y decías que era yo el hombre mejor del mundo.
¿Por qué te enfureces ahora, desfigurando tu noble carácter
y pacífica condición? ¿Por qué me riñes? ¿Por qué dices
que estás soberbia y me llamas en buenas palabras Juan15
Lanas?
—Porque usted—dijo la mujer sin cejar en su irritación,—se
ha acobardado de repente.
—Es que todo se nos vuelve en contra, mujer. El maldito
ingeniero, favorecido por la tropa, está resuelto a todo.20
La chiquilla le ama, la chiquilla... no quiero decir más.
No puede ser, te digo que no puede ser.
—¡La tropa! Pero usted cree como doña Perfecta que
va a haber una guerra, y que para echar de aquí a D. Pepe,
se necesita que media nación se levante contra la otra media...25
La señora se ha vuelto loca, y usted allá se le va.
—Creo lo mismo que ella. Dada la íntima conexión de
Rey con los militares, la cuestión personal se agranda...
Pero ¡ay! sobrina mía, si hace dos días tuve esperanza de
que nuestros valientes echaran de aquí a puntapiés a la30
tropa, desde que he visto el giro que han tomado las cosas;
desde que he visto que la mayor parte son sorprendidos
antes de pelear, y que Caballuco se esconde y que esto se
lo lleva la trampa, desconfío de todo. Los buenos principios
no tienen aún bastante fuerza material para hacer pedazos
a los ministros y emisarios del error... ¡Ay! sobrina
mía, resignación, resignación.
Apropiándose entonces D. Inocencio el medio de expresión
que caracterizaba a su sobrina, suspiró dos o tres veces5
ruidosamente. María, contra todo lo que podía esperarse,
guardó profundo silencio. No había en ella, al menos aparentemente,
ni cólera, ni tampoco el sentimentalismo superficial
de su ordinaria vida; no había sino una aflicción profunda
y modesta. Poco después de que el buen tío concluyera10
su perorata, dos lágrimas rodaron por las sonrosadas
mejillas de la sobrina: no tardaron en oírse algunos sollozos
mal comprimidos, y poco a poco, así como van creciendo en
ruido y forma la hinchazón y tumulto de un mar que empieza
a alborotarse, así fué encrespándose aquel oleaje del15
dolor de María Remedios, hasta que rompió en deshecho
llanto.
XXVII
El tormento de un canónigo
—¡Resignación, resignación!—volvió a decir D. Inocencio.
—¡Resignación, resignación!—repitió ella, enjugando20
sus lágrimas.—Puesto que mi querido hijo ha de ser siempre
un pelagatos, séalo en buen hora. Los pleitos escasean;
bien pronto llegará el día en que lo mismo será la abogacía
que nada. ¿De qué vale el talento? ¿De qué valen
tanto estudio y romperse la cabeza? ¡Ay! Somos pobres.25
Llegará un día, Sr. D. Inocencio, en que mi pobre hijo no
tendrá una almohada sobre que reclinar la cabeza.
—¡Mujer!
—¡Hombre!... Y si no, dígame: ¿qué herencia piensa
usted dejarle cuando cierre el ojo? Cuatro cuartos, seis30
libruchos, miseria y nada más... Van a venir unos tiempos...
¡qué tiempos, señor tío!... ¡Mi pobre hijo, que
se está poniendo muy delicado de salud, no podrá trabajar
... ya se le marea la cabeza desde que lee un libro; ya le
dan bascas y jaqueca siempre que trabaja de noche!...5
tendrá que mendigar un destinejo; tendré yo que ponerme
a la costura, y quién sabe, quién sabe... como no tengamos
que pedir limosna.
—¡Mujer!
—Bien sé lo que digo... Buenos tiempos van a venir—añadió10
la excelente mujer, forzando más el sonsonete
llorón con que hablaba.—¡Dios mío! ¿Qué va a ser de
nosotros? ¡Ah! Sólo el corazón de una madre siente estas
cosas... Sólo las madres son capaces de sufrir tantas
penas por el bienestar de un hijo. Usted, ¿cómo lo ha de15
comprender? No: una cosa es tener hijos y pasar amarguras
por ellos, y otra cosa es cantar el gori gori en la catedral
y enseñar latín en el Instituto... Vea usted de qué
le vale a mi hijo el ser sobrino de usted y el haber sacado
tantas notas de sobresaliente, y ser el primor y la gala de20
Orbajosa... Se morirá de hambre, porque ya sabemos
lo que da la abogacía, o tendrá que pedir a los diputados un
destino en la Habana, donde le matará la fiebre amarilla....
—¡Pero mujer!
—No, si no me apuro, si ya callo, si no le molesto a usted25
más. Soy muy impertinente, muy llorona, muy suspirona,
y no se me puede aguantar, porque soy madre cariñosa y
miro por el bien de mi amado hijo. Yo me moriré, sí
señor, me moriré en silencio y ahogaré mi dolor, me beberé
mis lágrimas para no mortificar al señor canónigo... Pero30
mi idolatrado hijo me comprenderá, y no se tapará los oídos
como usted hace en este momento... ¡ay de mí! El
pobre Jacinto sabe que me dejaría matar por él, y que le
proporcionaría la felicidad a costa de mi vida. ¡Pobrecito
niño de mis entrañas! Tener tanto mérito, y vivir condenado
a un pasar mediano, a una condición humilde, porque
no, señor tío, no se ensoberbezca usted... Por más que
echemos humos, siempre será usted el hijo del tío Tinieblas,
el sacristán de San Bernardo... y yo no seré nunca más5
que la hija de Ildefonso Tinieblas, su hermano de usted, el
que vendía pucheros, y mi hijo será el nieto de los Tinieblas
... que tenemos un tenebrario en nuestra casta, y
nunca saldremos de la obscuridad, ni poseeremos un pedazo
de terruño donde decir: "esto es mío," ni trasquilaremos10
una oveja propia, ni ordeñaremos jamás una cabra propia, ni
meteré mis manos hasta el codo en un saco de trigo trillado
y aventado en nuestras eras... todo esto a causa de su poco
ánimo de usted, de su bobería y corazón amerengado....
Subía más de tono el canónigo cada vez que repetía esta
frase, y puestas las manos en los oídos, sacudía a un lado y
otro la cabeza con doloroso ademán de desesperación. La
chillona cantinela de María Remedios era cada vez más
aguda, y penetraba en el cerebro del infeliz y ya aturdido20
clérigo como una saeta. Pero de repente transformóse el
rostro de aquella mujer, mudáronse los plañideros sollozos
en una voz bronca y dura, palideció su rostro, temblaron sus
labios, cerráronse sus puños, cayéronle sobre la frente algunas
guedejas del desordenado cabello, secáronse por completo25
sus ojos al calor de la ira que bramaba en su pecho,
levantóse del asiento, y no como una mujer, sino como una
harpía, gritó de este modo:
—¡Yo me voy de aquí, yo me voy con mi hijo!...
Nos iremos a Madrid; no quiero que mi hijo se pudra en30
este poblachón. Estoy cansada de ver que mi hijo, al amparo
de la sotana, no es ni será nunca nada. ¿Lo oye usted,
señor tío? ¡Mi hijo y yo nos vamos! Usted no nos verá
nunca más; pero nunca más.