Dulce Nombre (Novela)
Ilustracion

VIII
EN LOS NIDOS DE ANTAÑO

Después del entierro, casi al anochecer, María le dice a su madre, aprovechando una tregua en los saludos de pésame:

—Voy un rato al molino.

—¿Ahora?

—Sí... ¿por qué no?

—Parecerá mal.

—¿Y qué me importa a mí? Aquella es nuestra casa igual que ésta. Salgo por el bosque y llego cuando han acabado de moler: no habrá gente.

—Se te hará de noche para la vuelta.

—Me acompaña el abuelo.

Sin aguardar una aprobación definitiva, parte la muchacha, ansiosa ya de moverse y recobrar el amable señorío de sus deseos, como si hubiera tolerado en aquel solo día una larga esclavitud. Se resiste al primer quebranto de la vida, que le arde en los ojos con físico disgusto; le duele la cabeza: necesita huir de la casa silenciosa, hacer un poco de ejercicio, tomar el aire, secar el llanto.

Va de luto; su elegancia nativa se amolda a todos los vestidos con un garbo especial.

—¡Qué bonita es!—dice la madre, sonriente, recordando que en el espejo se ha visto muy parecida a la muchacha, esbeltísima con la ropa negra, interesante como nunca bajo la zarpa del insomnio y del amor.

Piensa que la niña es ahora más suya que antes; vivirán en comunicación estrecha y la podrá atraer a sus aficiones, crecida siempre la ternura entre ambas... El espíritu se le engrandece imaginando un porvenir caudaloso en goces, sin atreverse a definirlos, derritiéndose en gratitudes a Malgor, como si voluntariamente hubiera muerto para libertarla. Y reza por él, lastimosa y enternecida, rindiéndole un callado tributo cada vez que se persuade de estar viuda, muy cerca de Manuel Jesús, con un derecho indiscutible a la felicidad...

Llegó el flamante indiano por la mañana, en el mismo tren que conducía el ataúd lujoso de Malgor, pedido por telégrafo a la capital.

Pasa el ferrocarril a dos kilómetros del valle, y aquel trozo de carretera, extendido desde la última estación hasta los pueblos de la serranía, le emprendió el viajero también en el mismo coche público que llevaba en el cupé, entre maletas y baúles, el esquife pavoroso.

Pero al saber a quién pertenecía se apeó Manuel Jesús casi violentamente, anduvo a pie el camino real y subió por los atajos a Cintul.

La familia, que le esperaba más tarde, recibió una sorpresa jubilosa. Hubo en casa de Encarnación muchas bienvenidas, bullicio y convite, expansiones amenizadas con mil conjeturas sobre la coincidencia rarísima de que volviese el mozo, al cabo de tantos años, con el féretro de su antiguo rival.

Y la desazón medrosa de esta circunstancia le amargó el ansiado viaje: acudir como los cuervos al olor de la carne muerta, le producía una impresión de maleficio y pesadumbre.

Se retrajo de asistir al entierro del jefe y protector, alegando como disculpa el cansancio y las emociones. Pensaba con trastorno en lo que haría para no emular por completo a las aves siniestras, cebándose en los despojos mortales. Era preciso considerar el luto de Dulce Nombre, dejar correr los días con paciencia cautelosa, vivir a salvo de las censuras aldeanas.

A las insinuaciones poco reflexivas de su madre, repuso:

—Me he de portar como un caballero, aunque me cueste el mayor sacrificio.

—Es que ella te está esperando—apoyó Encarnación alarmada.

—Yo la espero también.

En el fondo prudente de esta actitud existía una secreta repugnancia a heredar la mujer del bienhechor, rica y viuda, cuando había renunciado a ella soltera y pobre: de lejos no le parecía difícil ni reprochable lo que de cerca hallaba casi monstruoso.

Cuestión de perspectiva. Allá, la distancia agrandó unos motivos ciegamente inventados para sustituir a Malgor en cuanto fuera posible, con premura que a veces tomaba el aspecto de una conminación: cartas hubo entre la madre y el hijo henchidas de las más implacables urgencias, colmadas de suposiciones diabólicas.

Aquí, frente a la ocasión, se achicaban las razones de Manuel Jesús: la estrechez del valle, la cercanía de todas las cosas, la misma posibilidad de realizarlas, causaron a este hombre, súbitamente, una opresión de angustia y de remordimiento. Su llegada había sido inoportuna y cruel: un comporte gallardo haría que se olvidase la mala fortuna de aquel arribo.

Y la mujer querida se esfumaba un poco bajo la nube de esta consideración; perdía las proporciones grandiosas del ídolo para convertirse en una realidad algo trágica, en una novia fácil y sombría.

Regresaba el joyero adinerado y joven; era buen mozo, apenas si unas canas prematuras le daban cierta respetable seriedad. Podía escoger compañera entre las señoritas del valle y emparentar con los blasones más ilustres del terruño.

Pero nunca había pensado en una boda de conveniencia. Romántico, independiente como buen montañés, supo vivir sin demasiados sacrificios, conociendo los placeres y las diversiones, defendiéndose de los grandes compromisos amorosos con el recuerdo de la que le aguardaba constante y fiel, cautiva en una dolorosa cadena que él mismo había forjado, al impulso de una exaltación sentimental.

Porque fué Dulce Nombre la estrella de su destino, le dolía como un sacrilegio aquel inexplicable desagrado con que ahora, de repente, veía la proximidad de cuantas ilusiones le estimulaban durante años seguidos. Quería suponer que sólo por el bien de ella juzgaba necesarios los temperamentos y las prórrogas; pero una interna comezón le avisaba de otro disgusto supersticioso, indefinible, una resistencia, muy vaga todavía, al casamiento deseado con malévolos apuros: la gota de hiel caía inesperadamente en una afición tan probada y madura.

Todo ello es indeciso, alucinante, y lo atribuye Manuel Jesús a la mala hora de su regreso bajo el toque funeral de las campanas: padece la obsesión de que ha llegado horrendo y vengativo con la guadaña al hombro y un ataúd a cuestas.

Y sufre extrañamente en el día esperado con inquietudes ardorosas, en este día luminoso y evocador, rebosante de membranzas para el viajero.

Ya desde el camino le tomó por suyo con aguda reclamación la memoria de los goces juveniles, y se le encendieron todas las ansiedades cuando en la vasta soledad del Cantábrico descubrió los contornos de la tierra nativa y vió el sol a ras de las aguas, deteniéndose en la clámide roja del crepúsculo para besar la orilla montañesa. Un pensamiento raudo y henchido le condujo entonces a su valle, detrás de las montañas orgullosas por donde a la mañana siguiente le llevaría el tren apartando los árboles con su carrera... Pasó la noche en un sueño intranquilo, madrugó, diligente, a buscar el ferrocarril, muy lejos de suponer que arrastraba consigo el macabro estuche de don Ignacio Malgor: amaba en aquel instante a su única novia con un denuedo heroico. Y, de repente, nace solapado el descontento junto a la caja negra, se levanta oscura una aversión donde parecía natural que surgiese la confianza victoriosa.

Desconcertado por estas novedades, procura Manuel Jesús estar solo y recoger en el torbellino de tantas sensaciones alguna idea clara; no es posible que en unas horas haya cambiado su corazón; necesita sondearle, llegar hasta lo más profundo de sus movimientos, saber si lo que le enturbia no es más que un poco de cansancio y de sorpresa.

Cuando ya va la tarde muy caída se escabulle de su casa con disimulo y por los caminos señeros que reconoce y adora se deja conducir, pendiente abajo, hasta la lera del ansar.

Es misterioso y largo este anochecer. El sol, al hundirse detrás de los montes, llevó consigo todo el azul del firmamento; queda el celaje pálido y remoto, se estremece la sombra del arbolado, pesan las flores con voluptuosa languidez.

A Manuel Jesús no se le escapa ningún ruido, ninguna observación; marcha despacio, mira y escucha, sintiéndose volver a los tiempos distantes, embriagado con el rezumo de las memorias felices. Le han salido a recibir los cantares del Salia, dispersos en regueras y atanores, apagados en los cadosos de la corriente: una mansedumbre estival se esparce sigilosa por la Naturaleza.

Está cumplida la luna. Cae la noche sombría en espera del astro. El caminante cruza un puente, se hunde en el secreto de la algaba, y poco después toca en la linde viva de un huertecillo. Alguien se mueve allí; hay en la semioscuridad una silueta de mujer.

—¡Dulce Nombre!

—¿Qué?

—¡Ah...! ¿Eres tú...? ¡Tú!

—Soy María Dulce.

—¿Cómo?

—Sí.

—¿Qué dices?

—Soy la hija de esa que usted nombra.

Manuel está junto a la muchacha atónito y conmovido.

—¡No, no!—repite—. Eres la misma... ¡eres tú!

Ella sonríe, le divierte mucho la equivocación. Comprende que habla con el antiguo novio de su madre, y observa que es guapo y distinguido.

De pronto se aturde, sacudida por una idea vigorosa que se le arraiga inmediatamente en la imaginación. Este es el viajero que ha dormido bajo cielos extraños; conoce los países fabulosos, y arribó por los mares, con la espuma de las lontananzas.

—Pase usted—balbuce, abriendo el portel, que gime como antaño.

Y entra Manuel Jesús, cada vez más absorto, mirando muy de cerca a la niña, sin convencerse de que no sea la suya. La voz, la sonrisa, las facciones...

—¡Es ella!—insiste, obsesionado por el semblante de cuanto reconoce a su alrededor.

No ha pasado el tiempo. Aquí están crecidas y curiosas las madreselvas, las odorantes lámparas de Jerusalén; aquí reventando el pecho de los capullos en la altura del rosal; orillando los macizos de legumbres se esparcen la menta verde y el torongil; por el filo de las paredes medran las ortigas y los helechos en flor. El aire, los olores, los murmurios, son «aquellos», también. Suben desde el río partículas consoladoras de frescura, sones claros y melodiosos, llenos de lejanas alegrías...

Así lo supone Manuel, sin razonarlo, sintiendo que se le nublan los ojos con el agua del corazón. Registra en la penumbra los perfiles tranquilos de la aceña, las ventanas inolvidables, los muros blancos. Evoca la embalsamada habitación donde se llenan de harina los alguarines al zumbido de las piedras ardientes, y se halla envuelto en el polvo rubio de la faena, en la algidez memorable del noviazgo.

—¡Dulce Nombre!—pronuncia todavía, negándose a creer que no es su novia la virgen que le escucha.

—Soy María Dulce—vuelve a decir la muchacha, pensando: ¡Se acuerda de mi madre!

Pero no se le ocurre ni remotamente que la siga queriendo. Cuenta la niña de Malgor diez y seis años por una vida entera, y en su indocilidad no concibe que se pueda someter un antojo al tormento de no realizarle.

Ahora mismo quiere ella convencerse de que este hombre es uno que ella espera, el amador imaginario que viene de muy lejos y sabe muchas cosas. Clava en él los ojos candentes y expresivos.

—Ha llegado usted hoy a Cintul, ¿verdad?—murmura por decirle algo. Y añade melindrosa:—¡En un día bien triste para mí!

El mozo se estremece como si despertara.

Aquella mujer no es la misma, no; le hace preguntas inútiles, le mira con un talante desconocido: es igual que la otra... pero es distinta... ¡Acaso en el huerto se ha renovado todo como ella!

—¡Qué lástima!—prorrumpe en alta voz, atisbando con envidia la gracia de lo inerte, que no se muda: la casa, las piedras, el suelo... Entretanto yergue el río sobre la noche un eterno murmullo de fugacidad, y María se duele, interpretando a su modo la frase que acaba de oír:

—Sí, ¡una lástima...! Mi padre no era un viejo... ¡y así, tan de repente!

Sabe la joven un mohín de quebranto, lleno de coquetería; se lleva el pañolito a los ojos, y aguarda.

Manuel está viendo la caja fúnebre, pesaroso como si realmente la hubiese traído él a Luzmela para encerrar a Malgor. Le parece que ha hecho daño a la niña y le dice con amabilidad:

—No llores; eres muy hermosa; yo te quiero mucho.

—¿Usted?

—Sí.

—¿Desde cuando?

—Desde siempre.

—Entonces, ¿me conocía?

—De nombre... y de fama.

—Pero venía usted preguntando por mamá.

—Porque os llamáis lo mismo.

—Sí; es cierto; ¿lo sabía usted?

—¡Claro...! Aunque me lo negabas tú.

—Creí que se acordaba usted de ella... ¡como han sido novios!

Ahora, asustado de que la muchacha interprete mal su conducta, niega él sin perfidia, con un desasosiego inquietante.

—¿Quién va a pensar en ilusiones tan lejanas...? Sólo me acuerdo de que somos amigos... Y siento mucho encontrarla viuda.

—Se lo diré... Aunque usted irá a vernos.

—Debo ir—responde, algo inseguro.

—Porque esto no es una visita.

—No; es una casualidad. Llegué aquí... sin saber cómo—afirma el paseante, lamentando que el instinto y la costumbre le hayan hecho traición después de largo tiempo. Agítase azorado como un ave que vuelve al nido y desconoce la nidada nueva. Hace un ademán para despedirse, y María le quiere retener.

—¡Quédese un poco...! ¡Estoy tan sola!

—¿No hay nadie en la casa?

—Está Camila... ¿Usted la recuerda?

—Ya lo creo.

—Será usted aquí el amigo de todos, ¿verdad...? ¡Así es que ayer y hoy se hablaba tanto del regreso de Manuel Jesús...! Yo me figuraba que era usted así, como es, y quería verle pronto... Cuando me llamó desde la cerca le reconocí...

El se conmueve al escuchar su nombre pronunciado con el mismo acento de la amada, en el engarce puro de aquella voz armoniosa y penetrativa.

—¿Me reconociste...? ¿Cómo?

—No lo sé.

Manuel Jesús tiende la mano y recoge la de la muchacha, tembloroso, apremiante, como si la despedida fuese a evitar un gran peligro.

—¡Adiós!

Una sombra llena de perfumes los envuelve con su roce imperceptible, mientras arriba, en los espacios sinuosos, la luz de las estrellas hace más profunda la oscuridad de lo infinito.

—¡No se vaya usted!—ruega María con una insondable mirada de persuasión.

Manuel siente en la suya el calor de la mano tersa que le oprime. Y una embriaguez insensata le confunde; quiere vivir el tiempo huído, que esta niña sea su novia de antes, la misma que dejó inocente y enamorada... No han transcurrido los días; no tuvo nunca dueño aquella mujer; le esperaba aquí, segura, inviolable...

—¡Dulce Nombre!

La tiene en sus brazos, la besa en los ojos, en la boca, furiosamente, le murmura un raudal hervoroso de palabras como un desquite de la separación y el silencio padecidos.

Ella recibe las caricias y las promesas, excitada por la locura fragante de la noche, creyendo que ha inspirado una súbita pasión, gozosa de sentirse prendada, a su vez, del hombre desconocido, el viajero de leyenda; vive su hora delirante, se convierte en la heroína de un cuento de hadas.

Hasta que Manuel Jesús recobra un poco la serenidad, liberta a la niña, y siente más urgente y angustiosa la tentación de huir.

—Adiós—repite, consternado, desfallecido por la inquietud violenta del deseo, torpe en una confusa sensación de realidades y quimeras.

En el penacho augusto del celaje refulgen, misteriosas, las siete llamas; aquí, en el cíngulo de los planteles, se cierran las flores, sensibles como pupilas.

Manuel salta la cerca, desatinado igual que un ladrón, cuando sería tan fácil abrir el portillo. Se hiere un poco las manos con las espinas del seto; se acoge a la sombra del ansar, y anda a escape, enfebrecido: mira al cielo por los claros de la espesura y le parece que las estrellas corren detrás de él.

María, al despedirse, ha dicho crédula y feliz:

—Hasta mañana...

Ilustracion

IX
LA NOCHE ENCUBRIDORA

Se han marchado las últimas visitas, y Dulce Nombre, cansada, impaciente, se refugia en su balcón para recibir un poco de aire nuevo y estar un rato a solas.

Todo el día esperó a Manuel Jesús.—Vendrá ahora; vendrá más tarde—pensaba. No atinó con las razones de delicadeza que le excusaron de asistir al entierro; su alma torcaz estaba muy distante a la complicación de otros espíritus más cultivados y sutiles. Ella guardó al marido muchos años una fe dolorosa; su liberación coincidía, milagrosamente, con el regreso del hombre elegido: ya no había que perder ni un minuto de felicidad.

Sólo algunos reparos de circunstancias se pudieran interponer entre los dos. Tal vez sería conveniente celebrar la primera entrevista en el molino, cuando se acaba el trajín y el bosque duerme solitario... Al viajero, sin duda, le cohibe presentarse en la casa de Malgor, llena hoy de gente curiosa y parlanchina...

—Sí; algo de esto le retrae—se dice la joven, preocupada.

Y no sabe por qué teme un rigor impreciso, una desventura que se ocultase para ella bajo la noche encubridora.

Pero oye subir a Encarnación, llamándola, y se le desvanece en seguida el triste pensamiento.

—Aquí estoy; ven.

Se abrazan las dos mujeres dentro de una franqueza gustosa para Dulce Nombre, que desembaraza sus impulsos con libre dominio después de larga cautividad. Ya es dueña de su vida; habla y pregunta lo que quiere: lleva en la mano el corazón.

La de Cintul explica muchas cosas atropelladamente, empezando su relación desde la entrega del parte telegráfico a Tomasa, de la cual desconfía.

—¿Qué hizo con él? ¿Cómo ocurrió la muerte del amo?

No es esto lo que la viuda quiere tratar. Palidece ante el recuerdo lúgubre, reprime su emoción, y, sin descubrir a la perversa criada, pronuncia:

—Háblame de Manuel Jesús.

Toma el relato Encarnación desde muy lejos otra vez: el viaje, el arribo, las visitas...

—Pero, ¿qué dice?—interrumpe la enamorada con vehemencia.

—¡Ah! Que tenía muchísimas ganas de venir... Trae dinero ¡Hay que ver lo guapo y mozo que está!

—Te pregunto lo que dice de mí.

—Pues... ¡figúrate...! El te quiere de un modo atroz.

La madre asoma una leve perplejidad en sus contestaciones; ella, tan categórica y ejecutiva, parece algo incierta de lo que asegura.

Sorprende al vuelo Dulce Nombre aquella insignificante desanimación, y pretende sonreír, embozando su zozobra.

—¿Por qué no ha venido?

—¡Mujer, estábais aquí de entierro...! ¡Llegó tan cansado...! Se acostó al mediodía...

-¿Sí?

—Ya puedes suponer...

Encarnación ha perdido el aplomo; se embarulla, miente; y la muchacha, intranquila, anhelosa de seguridades y de arraigo para su amor, manifiesta con apresuramiento:

—Necesito verle.

—¡Claro... es natural!

—Le dices que mañana le espero en el molino, al anochecer.

—¡Muy buena idea!

—No hables a nadie de ello.

—Ni una palabra... y ahora—concluye la de Cintul, siempre bajo una encubierta ansiedad—me voy: tengo mucha prisa.

Se despide muy amable, exagerando los adioses, envolviendo en suspiros un torrente de frases innecesarias.

Y se queda la joven cavilosa, sumergida en un desconcierto rarísimo. Presiente una amenaza; hunde los ojos con sospechas en la profundidad de la noche, imaginando que se mueven unos ruidos extraños en el aire... No es cierto: se adormece la brisa fatigada con su peso de aromas; cunde, mansamente, el rumor de los azutes que el río consiente a la sed de los campos; fulgura altísimo el celaje clavado de soles.

De pronto, ligera, vestida de luto como una ráfaga de la oscuridad, entra María en la habitación, echa los brazos al cuello de su madre y susurra una confidencia; nada omite en su orgullo de conquistadora: el encuentro, el entusiasmo, los besos delirantes, las protestas...

—¡Me gusta mucho, mucho...; me quiero casar con él!

Dulce Nombre permanece unos instantes ajena a la realidad, inmóvil y dura lo mismo que una imagen de piedra. Casi desconoce a su hija; ¡aquel traje negro..., la espantosa confesión...! ¿quién es aquella criatura y qué dice...?

Detrás de la niña aparece muy solícito el abuelo Martín, que viene acompañándola y oyó por el camino las primeras noticias del secreto.

Como no está iluminado el gabinete, se distinguen apenas las figuras, alumbradas en el balcón por la claridad imprecisa del espacio, un poco más insinuante según alborea la luna a espaldas de los montes.

Ni la chiquilla ni el viejo perciben el esfuerzo bárbaro con que la madre procura dominar su estupor, sacudir el asombro infinito que la anonada; no logra comprender ni menos hablar.

Entonces Martín, disimulando su alegría en consideración al duelo reciente, expone con mesura:

—En medio de todo hay que dar gracias a Dios; que por los barruntos, ya tenemos otro indiano en casa...

Una estrella corta el cielo con raudo golpe de luz; María sonríe en una radiosa abstracción, y Dulce Nombre se desentumece de súbito, lívida, terrible; da unos pasos hacia su padre y le pone las manos en los hombros:

—¿Qué estás diciendo?—ruge desafiadora. ¿No sabes que ese hombre me pertenece?

—¿A ti?

—¿Pero, no lo sabías?

—¿Manuel Jesús?

—Sí; Manuel Jesús; ¡ese, ese...! vivo esperándole.

-¿Tú?

—¡Yo!; hace un siglo... ¿Estás sordo y ciego...? ¿No me ves...? ¿No me oyes?

—Esta mujer se trastorna—gruñe Martín, asustado, mientras la niña, intimidada al principio de la escena, se convence de lo que pasa, recobra los bríos y, con una prontitud alarmante, promulga también en reto:

—Ese hombre es mi novio.

—¡Mientes!—contesta Dulce Nombre sin mirarla, caídos los brazos, con gesto de loca.

—Pregúntaselo a él. Ha ido a buscarme; ha jurado que me quiere: de ti no se acuerda.

—¿Lo ha dicho?

—¡Sí!

El acento de María es afilado y rotundo; su madre, ahora, la mira con los ojos entenebrecidos, comprendiendo que dice la verdad. Y de una manera insólita se desprende del drama, recordando aquella noche cuando en el molino supo la traición de Manuel Jesús; la novia de aquel tiempo era una niña igual que ésta de hoy: no tenía madre... ¡estaba sola en el mundo...!

Dulce Nombre ha perdido otra vez la noción de los hechos; se confunde con su propia hija y le da mucha lástima de ella: no sabe cómo sufrir el terror y la piedad que la destrozan.

Viéndola quieta y muda, le dice el padre, algo severo y ofendido:

—Vaya, mujer, a ver si te sosiegas. Tú eres viuda, tuviste un buen esposo y no debes pensar en tonterías: aquello de Manuel fué una broma de rapaces; lo que te cumple es casar pronto y en condiciones a la muchacha: Ayuso es una proporción magnífica y no hay que espantar a la suerte.

Habla el molinero escuchándose, muy ufano de su elocuencia y sensatez; supone que ha conseguido el propósito de aquietar a su hija y le tiende la mano, conciliador.

Apenas la toca, se resiste la infeliz y se estremece como si volviera a despertar; pone la atención en torno suyo, juntando al viejo y a la niña en una mirada inmensurable, y se dirige hacia la sombra con rapidez. Su vestido negro se aduna a la tiniebla del gabinete... Ya no se oyen sus pasos.


Con la ciega necesidad de huir y de correr sale de la casa por el jardín, hollando las flores, sin reparar en el camino.

Tiene el horizonte un marco de luz, porque ha resbalado sobre las cumbres la claridad fluída de la luna: se distinguen en el parque las rosas y los claveles encendidos como llamas.

A Dulce Nombre la obligan tirantes los nervios mientras la querencia y el hábito la conducen al molino. Cruza desatinada el bosque, sin tropezar en las raíces vagabundas, sin detenerse en la aspereza de la gándara ni en el salvajismo de los recodos, herida, apenas, en el traje con las púas de algún zarzal. Diríase que todo la acompaña y la defiende allí con un cariño bravo: los palios de las hojas, el alma vegetal de las plantas, la voz de los cauchiles que surcan el terreno con hilos rumorosos.

Ella marcha ajena a sí misma, sin percibir la fragancia divina de las cosas. Sus pensamientos corren a la demencia; pisa con ahinco, en un empuje rudo y maquinal, y no agradece los aromas refrescados por las aguas, no sabe que la consuelan un poco la brisa y la noche.

Sólo al llegar junto al molino, en la anchura repentina de los senderos, recibe una sensación nueva y punzante, como si le doliese en las entrañas la trabajosa fecundidad de la mies.

Porque viene de pronto hacia la fugitiva, con el oreo de los maíces granados, una irremediable certeza de que toda maternidad es dolor. Y se detiene indócil, asaltada por el recuerdo de su hija, con insufrible congoja.

La racha violenta de lucidez coloca bruscamente a la madre en contacto con el destino; pero su condición rebelde pide a voces el cumplimiento de una promesa que no tiene a quién reclamar.


X
EL FARO ROJO

Aquí está el molino; aquí el Salia, generoso, deshaciéndose en regajales al través de las campiñas.

Va subiendo la luna cimera y ancha por las nubes: toda la serenidad del cielo desciende benigna hasta la tierra.

Y un aura de pavorosa inquietud conmueve a Dulce Nombre inclinada sobre el río, viendo rodar a las estrellas en el cauce. Necesita moverse como las aguas; ir, lo mismo que van, a sumirse en la amargura de un abismo. Siempre le ha fascinado la corriente que huye y no pasa nunca, que es la misma y es otra, que se lleva luceros y paisajes sin cesar de copiarlos: así la transitoria belleza de estas espumas tiene hoy para la desdichada mujer un hechizo perdurable.

Se arrodilla en el suelo para sentir más cercano el flujo caudaloso de la vena, tal vez para entregarse al cristal que se desliza y no se acaba.

Dentro de la carne sanguínea y mórbida, el instinto le asegura a Dulce Nombre que sin amor no puede vivir, y la siniestra visión del suicidio está a su lado, como único remedio.

No encuentra la desesperada otro descanso a su fatiga. Para ella es el río un buen compañero de la niñez, y quisiera dormirse donde crecen los hervores del caz, sobre los brazos quietos del árbol transmisor, allí, entre el polvo de diamantes que arroja la presada.

Sumerge las manos en la frescura de las ondas y siente latir el corazón a la par del río con vínculo fraternal... Pero tiene miedo... ¡Si toda su tragedia no fuese más que una pesadilla...! La muerte rechaza aquella juventud saludable y firme, llena de apasionadas virtudes: el propio vértigo de la desesperación infunde a la mujer un ánimo insumiso.

Y se levanta pujadora, desatada las trenzas, arrebolado el semblante, asiéndose a la vida en una actitud oscura y temible.

Anda unos pasos ligeros y abre la puerta del molino, franca y débil. Allá, en el fondo del salón, se rebulle Camila esperando a Martín, con las ventanas abiertas, dormilona y taciturna.

—¿Qué te pasa? ¿Cómo vienes así?—interroga con asombro al reconocer a la joven, observando que llega despeinada y transida.

Ella se pone un dedo en los labios.

—No grites; vengo a preguntarte muchas cosas—responde con la voz densa y extraña—. ¿Estuvo aquí Manuel Jesús, al anochecer, hablando con María?

—Estuvo.

—¿Dónde?

—En el huerto... La corteja; le habló de amoríos y locuras, abrazándola y todo, hecho un orate...

—¿Lo has visto?

—Sí; desde el ventano de la cuadra.

—¿Y le oíste?

—Como te oigo ahora.

—¿Estás segura?

—Segurísima: te lo puedo jurar... y te lo pensaba decir...

No se había acostado el viajero al mediodía... Encarnación tuvo motivos para mostrarse inquieta: existía el drama, insensato, palpitante, absurdo...

Se revuelve Dulce Nombre por el salón registrando la tosca armadura del molino, como si no la conociera: los cimadales, las taravillas, las quebrantadoras... Pasa los dedos sobre el polvo claro del maíz, empuja con el pie los garrotes panzudos, percibe el ronquido del reloj; va y viene, con inútil solicitud, al reflejo amarillo de la lámpara, hasta que oye unos pasos en la lendera próxima y se dirige precipitadamente a la salida del huerto por el corral interior.

—¡Si es tu padre!—clama la vieja, sin comprender aquella fuga—. Te vendrá a buscar.

—Por eso me voy.

Camila, siguiéndola, susurra muy oficiosa:

—Mira, atiende: aquí mismo se apalabró la chiquilla con Manuel; ella le dijo al despedirse: Hasta mañana... Talmente parecía que eras tú, en aquel tiempo...

Dulce Nombre se ha ensombrecido ya bajo los árboles, y Camila, ignorante y pasmada, cierra el portel, murmurando:

—¡Válgame Dios...! ¡Todos han pisado hoy la mala hierba...!

En efecto; buscando a su hija, acude Martín; escucha contrariado lo que la anciana le refiere, y sale al ansar llamando a la desaparecida.

Pero ella se oculta ágil y alerta; conoce bien las derrotas y los confines de todo el lerón, y, agachada entre unos matojos, ve a su padre seguir un huello equivocado por la orilla del río.

Entonces vuelve a caminar, decidida y valiente, sin más propósito que el de alejarse y vivir. Una poderosa reacción se verifica en su alma, campestre y honda como el paisaje, llena, también, de recursos y misterios.

Después de la suprema apelación de sus dudas, revive Dulce Nombre al contacto decisivo de la verdad. El testimonio irrecusable de Camila es una sentencia y una confirmación. Nada puede la moza esperar; y, no obstante, huye de la sombra y de la espuma que en la ribera cunde hirviendo de tentaciones: ya no quiere morir. ¿Por qué?

No lo sabe ni se lo pregunta; se recobra a sí misma con ahincado sentimiento de egoísmo, abandonada y miserable, sin más patrimonio que sus derechos humanos. Carece de hogar y de afecciones; tenía un corazón y se lo clavaron en la Cruz: así le lleva en el pecho, encendido de rojo como la antorcha providente de los faros... ¿Adónde irá con él?

Algo de esto último discurre Dulce Nombre, mientras camina, agitándose con la túnica de la selva... ¿Adónde irá?

Siente hambre y sed; la rinden el cansancio y el sueño: es preciso llegar a alguna parte. Con la certidumbre de las cosas, adquiere, de nuevo, la sensación de sus necesidades físicas, y de un modo lógico viene a pensar: Necesito que Dios me ayude.

Humilde y obediente a su manera, pronuncia con devoción el ingenuo fervorín de las niñas aldeanas:

El ánima sola
que en el campo gime y llora,
me tenga compasión en esta hora.

Padrenuestro...

—¿Vas rezando?—le interrumpe de súbito un hombre, deteniéndola intrigadísimo.

—¡Gil!

—¡Lo que menos imaginaba yo era encontrarte en este lugar!

La muchacha comprende que va a oír una serie de interrogaciones penosas:

—Nada me preguntes—suplica—; me he perdido... ando... extraviada...

Pero, es inevitable la sorpresa del pastor.

—¿Perderte en el ansar...? ¡vamos...! ¡si es tu casa, mismamente!

—No tengo casa, Gil—dice, al cabo, la moza, obligada a fiarse de aquel hombre.

La está contemplando él con arrobo y angustia, cada vez más inquieto de verla sola y amarga, sin aliño ni rumbo, orando como una penitente.

¿No tienes casa?—repite en el colmo de la extrañeza.

—No.

—Pues ¿y la de tu marido, la de tu padre?

—No tengo familia.

—¿Qué...? Temo que padezcas de calentura... A mi ver, estás delirando.

—¿Delirar...? La salud es lo único que me queda... Cuando te encontré le pedía socorro al cielo... Oye: ¿sigues siendo mi amigo?

—¡Mujer! me ofendes; ¡qué pregunta!

—Llevas razón; tú eres bueno: perdona—murmura Dulce Nombre, comprensiva. Y añade con la voz tenebrosa:—¡Como nadie en el mundo me ha sido fiel!

—¿Nadie...?

—Escucha, Gil. Te aseguro que no puedo volver a casa de Malgor ni al molino; carezco de todo; busco un albergue... Dime, por caridad, ¿adónde iré?

—¡A la torre!—contesta el pastor, muy resoluto, erguido y caballeresco.

Y la fugitiva, iluminado de repente un sombrío rincón de su memoria, balbuce:

—¡Es verdad!

—¡Pues claro, mujer! ¿Adónde mejor has de ir...? Aquel palacio es tuyo: allí eres tú la reina.

—Vamos, anda...

Un movimiento vigoroso de intensidad se reproduce en el espíritu de la moza, como si se abriese más engrandecido que nunca. Se agolpan en él las impresiones olvidadas, las evidencias esclarecidas, la muda historia de una triste juventud.

Ve Dulce Nombre cómo se desenlaza, en un repente brusco, el largo proceso de su pasión, y no sabe si pertenecen a su vida estas horas febriles; los pensamientos, sordos y nublados, se le despiertan lentamente al sabor de su misma acidez; y de la confusión desgarradora surge de pronto el recuerdo de Nicolás, del enamorado infeliz.

—Vamos—repite acelerada la joven.

Un soplo de alegría la conforta; ya no siente la pesadumbre material: va de prisa al lado del pastor, hollando los retales de luna que tiemblan en el suelo...


—El señor está en el jardín—les dice Rosaura, muy sorprendida cuando llegan a la casona.

—Vete—ruega Dulce Nombre a su acompañante—y avísale que le llamo...; no le quiero asustar.

Orea el solariego su martirio por una senda de acacias, desvelado a pesar de la vigilia reciente, y piensa con angustia indecible en la necesidad de un viaje sin retorno, una ausencia que dure; no podría resistir la pena cegadora de ver a la amada llenando de hermosura los días felices del rival.

Mira, desfallecido, el dintorno ingente de su casa, la torre maciza, el escudo infanzón que de nada le sirven en su reciedumbre material. Aún le juzga originario de la velada dolencia que a él le consume, siempre encubierto con la pesadez de los blasones, amordazado para amar y vivir.

Imagina otra vez que padece el maleficio de una herencia morbosa, llena de culpas y dolor. Y se vuelve con menos inquietud a contemplar la tierra amiga, extendiendo el cariño a cuanto le rodea: las llosas de sembradura, las brañas de pasturaje, los linderos del bosque, la huerta, el rebujal. Aunque no fuera suyo lo querría fatalmente, con sensuales apetitos de montañés... Pero es necesario separarse del terruño y del solar. Hornedo es otra criatura que se dice esta noche, sin valor: —¿Adónde iré?

Está muy indeciso. Ha fijado la vista en el cielo y la detiene con obstinación, como si buscase hospitalidad en las montañas de la luna, cuando se acerca Gil a darle un recado incomprensible.

Se trasmuta el semblante del caballero. Sonríe el pastor enseñando las encías; el gozo se le esparce por toda la cara al responder a Dulce Nombre un instante después:

—Ya viene.

Ella concluye, fervorosa:

—Gracias; Dios te bendiga.

Y se dirige al encuentro del padrino, aunque ya no le llame así ni en el último pliegue de su conciencia.

Bajo el toldo de acacias se reunen, encima de esas flores castas y finas que nacen pródigas en los caminos.

De lo que habla la mujer no se oye más que un arrullo. Luego ella, con los labios heridos por la fiebre, se inclina sobre las manos de Nicolás.

La levanta él, deslumbrado, receloso. ¿Es verdad todo aquéllo...? ¿Tanto se muda la suerte en el curso de pocas horas...? Viene Dulce Nombre a pedirle sostén y amparo; y viene desamorada, vencida... No la puede engañar.

—¡Si tú supieras...!—balbuce tembloroso.

-¿Qué?

—El gran secreto de mi vida.

—Lo he sabido.

—¿Cuándo?

—Hace mucho tiempo—supone la moza, engañada por la fantástica sucesión de las emociones. En seguida añade:—¡Ah, no, no...! Desde ayer.

—¿Lo comprendes bien, en toda su magnitud?

—Sí.

—¿Y qué dices?—pugna el hidalgo, perdido de ansiedad.

—Que yo te querré...

—¿Como a un padre?

—No—afirma ella resueltamente—; ¡como a un hombre!

La voz y el rostro de la muchacha han perdido su nube dolorosa; las palabras, entrañables, se le encienden con una fuerza enorme y tranquila: su corazón se depura, enérgico, frente a la nueva esperanza.

El señor de Luzmela, extenuado por las ambiciones, loco de ventura, está leyendo su destino en la altanería de aquellos ojos rubios que se le descubren inmensos y leales.

Llega Dulce Nombre plenamente hasta el hidalgo con los aromas ásperos del ansar y el salvaje aliento de las montañas; acude envuelta en la divina armonía de la noche; trae pegado a las sienes el cabello crecido por las raíces, que le brilla como una corona mojada de sudor.

Y Nicolás recibe en sus brazos a la mujer con silencioso frenesí...