

Una modesta estación; un ómnibus que va mal que bien por la calle, sobre baches y fango.
Mal tiempo. He ahí mi primera impresión en la ilustre y secular Córdoba. En cambio, los verdes naranjos, en los cercanos jardines, y flores a pesar del tiempo, me resarcieron del inicial desencanto. El hotel en que me hospedo da a la vía principal de la población, la alameda llamada del Gran Capitán, en memoria de aquel magnífico guerrero D. Gonzalo, cuya casa natal estuvo por este punto. Cuando la lluvia ha cesado y puedo salir, veo grupos de gentes estacionados en la alameda, el eterno grupo de ciudad española, que conversa y «mata» las horas.
Fuera de este paseo, de que están orgullosos los habitantes, las otras calles son marcadamente típicas, descendiendo de la parte alta de la ciudad a la baja, o Ajerquia. No he podido menos que tener presente en mi memoria a la amable Córdoba argentina, a cada paso que he dado en la antigua Córdoba andaluza. No es que tengan nada de semejante, fuera del espíritu de la raza llevado por los hombres de la colonia, sino que el nombre imponía el recuerdo, y el haber sido centro de estudio y de saber en tiempos remotos esta ciudad abuela, como esa en no tan lejanos, continuando su tradición en los presentes. No son pocos los pergaminos de nobleza de la patria de Séneca y de Lucano, a la cual un latinista moderno hace declarar sus grandezas en clásicos exámetros:
Y vaya esa transcripción de sabios metros en gracia a las dos Córdobas gloriosas, pues la de ese lado del mar también pudiera repetir con ésta:
Decía, pues, que las calles de la población me han parecido de lo más característico, y con razón, pues según la monografía histórico-topográfica de Ramírez, «ni en su dirección ni en su anchura han sufrido alteración alguna sustancial desde los tiempos más remotos, y son, por lo general, como todas las de las poblaciones antiguas, estrechas y torcidas, o poco alineadas, por lo que es cosa digna de reparo que en el centro de la ciudad se encuentren algunas calles de mediana anchura». Yo, ni en Granada, ni en Sevilla, ni en Málaga, he encontrado ese ambiente de antigüedad de esta capital esclarecida y en una época foco, puede decirse, de la sabiduría universal. Y en la estrechez y soledad de las calles, la reja siempre, la ventana propicia al amorío de romance, los patios misteriosos que se entrevén. Si en un lugar, a modo de plazoleta, está el nombre de Séneca, y evocáis la memoria de aquel admirable filósofo y periodista avant la lettre, conocimientos mentales no tan viejos se os presentarán en esas casas de las vías angostas, y de las cuales suele brotar, inesperadamente, el eco de un piano. Allí puede muy bien vivir la señorita doña Pepita Jiménez; allá puede estar forjando sus ilusiones el doctor Faustino; y si no, en una o en otra morada puede haber nacido el ilustre D. Juan Valera, porque es sabido que, como Ambrosio de Morales y el gran Góngora, D. Juan es cordobés.
De edades lejanísimas quedan en Córdoba huellas cesáreas. De César quedan, cuando después de ser cartaginesa fué romana. Como colonia patricia consta en las medallas y en los libros que fué notable. Y aun afirma uno de sus historiadores que, siendo pretor de las Españas citerior y ulterior Marco Claudio Marcelo, «la ciudad fué ampliada y ennoblecida con suntuosos edificios, y parece se hizo de moda en Roma, por aquel tiempo, poseer una quinta en los amenos campos de Córdoba». Hoy de aquellas grandezas quedan apenas lápidas, inscripciones monumentales, columnas miliarias, monedas de Augusto en que hay borrosos problemas para los numismatas, y un venerable puente, al que aún sostienen sus pesados arcos sobre el turbio Guadalquivir. Fué goda y luego árabe, y los islamitas la elevaron en verdad a su más alta potencia. Leer esa historia es penetrar en su vida cuasi fabulosa de capital imperial, de un imperio de cuento miliunanochesco.
Hoy queda casi nada en comparación de los antiguos esplendores califales; pero lo que queda, la mezquita convertida en catedral y cuya transformación enoja a todo artista viajero, como D'Amicis, da idea de qué clase de cerebros cubrían aquellos prestigiosos turbantes. ¿Qué sería aquella magnífica Rusafa, o huerto real, en donde el poderoso Abderramán I, que también, como buen oriental, era profeta, anticipándose al cubano José María Heredia el viejo, cantó a su compatriota la palmera, entonces extranjera en esta tierra? Y sobre todo, ¿qué escenario como de la historia del príncipe Camaralzamán y la princesa Badura, u otros príncipes en cuyas vidas se interesaba tanto Dinarzada, no sería la Azhara de Abderramán III, llamada así por el nombre de la favorita del harén? En verdad, pudo venir a habitar el palacio el rey Salomón en compañía de la reina de Saba. No os repetiré los datos algo prosaicos de cronistas cristianos como Díaz de Rivas; pero sí lo que refieren narradores árabes contemporáneos de aquel espléndido califa:
«Las casas edificadas bajo un plan uniforme, con mucho gusto y magnificencia y coronadas de azoteas, tenían jardines plantados de naranjos, y correspondían a la grandeza y suntuosidad del alcázar a que estaban agregadas. En la construcción de este sitio real empleó Abderramán inmensos tesoros. Los obreros ocupados en la construcción eran mil, mil y quinientas las mulas y cuatrocientos los camellos que conducían materiales. Ayudáronle en la dirección de la obra los más célebres arquitectos de Bagdad, Tosthat y Kaiorán, y de Constantinopla, que le envió su aliado Constantino VI, regalándole al mismo tiempo cuarenta columnas de granito, las más hermosas que pudo encontrar. Pasaban de mil doscientas las de varias clases de mármoles que había hecho traer a gran precio de algunas provincias de España, de Francia, de Italia, Grecia, Africa y Asia. El exterior, así como el interior del alcázar, contra la costumbre de los árabes, estaba hermoseado con el mismo empeño y prolijidad que el resto del edificio, y en el interior se encontraba cuanto el arte ayudado de la riqueza puede producir de más bello y encantador. Las paredes estaban incrustadas de arabescos de mucho gusto, las ventanas y puertas eran de cedro adornadas de preciosas esculturas, y los techos pintados de azul celeste y esmaltados de oro.
«Pero como era natural, nada llegaba al primor y riqueza que en el salón destinado para su morada había prodigado el califa. Los adornos de sus muros estaban formados de oro, perlas y otras piedras preciosas, y en varios sitios, según costumbre, se leían aleluyas alkoránicas. En una magnífica fuente de alabastro, que estaba en medio de la pieza, arrojaban agua por la boca varios animales de oro, y en su centro nadaba un cisne del mismo metal. Sobre la fuente pendía una perla de extraordinario precio que al califa había regalado el emperador León, de Constantinopla. El retrete donde estaba el lecho de la favorita, se veía cubierto por un artesonado revestido de oro y acero, y sembrado de piedras preciosas; y en medio del resplandor que despedían las luces de cien arañas, saltaba un chorro de azogue que cual plata líquida caía en un hermoso pilón de alabastro. Sobre la puerta principal del alcázar, se veía la estatua de la hermosa esclava, no sin indignación de los más severos musulmanes, que censuraban la impiedad del califa, que se había atrevido a representar la forma humana, contra el expreso precepto del Korán. Los jardines que rodeaban el palacio correspondían a lo demás en primor y belleza, pues la fantasía más fecunda había prodigado allí cuanto puede lisonjear los sentidos. Bosques de mirtos y de laureles se mezclaban con los olivos, cuyo verdor se retrataba en las cristalinas aguas de los estanques: animales raros vagaban encerrados en jardines dispuestos para este fin y aves de vistosos plumajes y agradable canto animaban tan encantadora mansión.» Al suspender esa descripción, no creeríais oir la voz de Dinarzada: «¿Hermanita, quieres contar uno de los hermosos cuentos que tú sabes?» De tales mansiones no se gloria hoy la más soberbia de las testas coronadas y solamente pueden contemplarse, con ayuda de la imaginación, en las renombradas narraciones que he citado y que ha sacado a la luz y al arte modernos la sabia voluntad y el talento admirable del Dr. Mardrus.
Vagando de un punto a otro y perdiéndome a veces en el laberinto de esas calles orientales, he dado con fuentes, ruinas, un curioso monumento al ángel Gabriel, que, según tradición, ha librado a la ciudad repetidas veces de pestes, tempestades y calamidades, y por fin encontré lo único que verdaderamente atrae a los extranjeros: la mezquita. En este caso, como en otros, no cabe descripción alguna, pues muchas hay en las guías y en cien libros de viajes. Diré, sí, que me asombró este edificio de fe, como los otros edificios de amor y de guerra que dejaron en su amado Al-Andalus, y que uní mi voz a las mil que han lamentado la vandálica religiosidad de los católicos que creyeron preciso demoler obras del arte y afear el recinto de Alah para adorar mejor a Jesucristo.
La selva de columnas, la profusión de los arcos, hacen pensar en lo que sería cuando no había tapiadas puertas y la luz penetraba lateral. Se diría una vasta petrificación de palmeras. Y gracias que aún queden joyas arquitecturales y de mosaico, cual ese prodigioso mihrab o sagrario mahometano, que es la admiración de los conocedores. Aunque hay en la parte de intrusa construcción española muy notables trabajos, como el coro, el visitante no tiene pensamientos más que para los islamitas, que sabían edificar tan bellas moradas de oración. Al entrar, da deseos de cambiar los zapatos por un par de babuchas, y murmurar que «sólo Dios es grande».
GIBRALTAR

I

Desde que llegué a Algeciras, sentí que ya no me encontraba completamente en España. No descendí en la estación, sino a la entrada del muelle, a un paso del Hotel Anglo-Hispano y del Hotel Reina Cristina, dos establecimientos ingleses. El tren llega hasta allí para comodidad de los ingleses. Desde luego la línea férrea entre Bobadilla y Algeciras es propiedad de una compañía inglesa. En el hotel me encuentro con que todo el mundo es inglés. En el salón de lectura casi todos los diarios son de Londres. Alguien me asegura que desde el Hotel Reina Cristina, que está construído en una altura y en el cual se eleva un largo mástil, se hacen señales semafóricas con Gibraltar. Al día siguiente tomo en el muelle inglés el vapor de la misma nacionalidad, que me conduce al Peñón.
Un malagueño que se llama Paquito y que es portador de una guitarra, va a bordo. Una joven miss se ha acercado a él y en muy buen castellano le invita a que le dé una lección al aire libre, sobre cubierta. Paquito se excusa. Luego, allá a solas conmigo, me hace sus confidencias.
—¡Vamos, que los ingleses no me agradan! Voy a Gibraltar por unos días a ganar un dinerito... A usted, si gusta, le invito para que me oiga tocar y cantar.
La enorme mole se va agrandando sobre el fondo del cielo invernal. Se distinguen las casas escalonadas sobre la roca, y más tarde los muelles y escolleras; por todas partes el ir y venir de barcos, y, con ayuda del anteojo, las innumerables baterías, la floración de cañones que hacen del promontorio un inmenso panal de piedra y acero en que aguardan el momento propicio para lanzarse los enjambres de avispas de fuego que alborotará la mano de la guerra.
—¿Qué le parece, Paquito?
Paquito alza los hombros, resignado. Después, a media voz, me canta, junto a la borda del barco, una canción, con ritmo de tango, cuyas patrióticas y desgreñadas estrofas, no por serlo dicen menos lo que siente el corazón popular.
¡Alas poor, Paquito! Mientras das al aire suavemente esa cordial protesta, yo admiro a estos fuertes y temibles hombres. Este Peñón es el más vasto altar, el más colosal monumento de la conquista y de la guerra. Por un lado se impone dominante sobre España, por otro sobre Africa, y el Mediterráneo que vió en lejanos tiempos la omnipotencia latina, presencia hoy la omnipotencia de Britannia, sobre las olas—, on the waves.
El vapor atraca al muelle. Al pisar tierra, creo entrar en un cuartel. Las murallas, los fuertes, las amenazantes baterías de la altura están ante mi vista. Al entrar por una puerta de la ciudad, un soldado me da un cartoncito con un número y un permiso para circular por ella hasta el cañonazo de las doce. En una plazoleta, oficiales rojos enseñan el ejercicio a soldados kakhi. Una banda suena a lo lejos. Por fin, heme aquí en un hotel carísimo—parece que no hay de otros en la ciudad—y luego, en la calle, para aprovechar mi tiempo.
Noto que, a pesar de todo, no se ha logrado desarraigar el idioma. Toda la gente habla español. En las vitrinas de las tiendas, los objetos están expuestos con los precios escritos en inglés y en español. Asimismo la moneda española circula, y se puede pagar una cosa, correspondientemente, en chelines o en pesetas. Mas la poderosa Roma moderna impone su sello. Hay algo de cada colonia que podéis observar al paso. Aquí un negro, más allá un hindú, que os vende labores de Persia y del Indostán. No os extrañarán, por la vecindad, los moros, y los muchos malteses y judíos en sus tiendas curiosas. Los tipos son marcadísimos. He visto en verdad y en una esquina, a Alí Babá. Y los cuarenta ladrones, entre ellos el cochero que me pasea; y a Shylock, junto a un sórdido mostrador, un Shylock como el que hace Novelli, todo vestido de negro. Pasan, en fiacres de toldos amarillos, soldados y oficiales, que se dirigen a los cuarteles. Veo, no lejos, humo de chimeneas, y oigo agitación de máquinas. Sobre todo se siente el peso de una consigna y la regularidad dura de la vida militar. Aquí se han de leer mucho los versos de Rudyar Kipling. Todos esos caras morenas de comerciantes de la India, sonríen al Tommy que pasa. Los judíos están contentos porque hacen negocio. Los gibraltarinos están satisfechos porque los negocios van siempre bien. Y los españoles vecinos, de la misma manera, pues hay aquí buen mercado para los productos que se importan. Por su parte, los militares llevan una existencia de lo más agradable, pues tienen desde «whisky-and-soda» hasta «music-hall», con estrellas de la Alhambra londinense, y cacerías en tierra española, con todo el confort y cuidado que un inglés pone en esas cosas.
Allá lejos, pasadas las puertas del lado sur del puerto—una española, otra inglesa, puertas gemelas que decoran sendos escudos, el uno del tiempo de la antigua dominación, el otro moderno—; más allá de los jardines que en la roca escueta han hecho florecer con bellas vegetaciones las activas autoridades, he ido a ver los trabajos de los grandes diques en construcción. Los trabajadores bullen en la inmensa escavación, afanosos. Se me dice que de algunos días a esta parte se han recibido órdenes de apurar las tareas. Se escucha el ruido de las dragas. Los pitos de vapor silban, las vagonetas cargadas de tierra corren, la multiplicada labor se siente incansable. Se ve que es la energía británica la que dirige. Hay aspectos imprevistos, de rincones floridos, cerca de las garitas y de los depósitos. El cochero que he tomado en Gunners Parade, me lleva hasta una de las baterías bajas, donde un enorme cañón rodeado de proyectiles, también enormes, amenaza al mar. Hay en las entrañas de la colosal roca vastos trojes de guerra, en previsión de posibles cercos, así fuesen los traídos por consecuencia de una liga continental.
Hay cordones de bocas de fuego en las distintas salientes del Peñón. Y, a pesar de lo que se murmura contra la capacidad del ejército inglés, hay una admirable disciplina, y se ve que una inteligencia ordenada y eficaz ha precedido a todo el abastecimiento y defensa de ese formidable castillo natural sobre las olas. No soy perito en cuestiones militares, pero no sé hasta qué punto tenga razón un miembro de la Cámara de los Comunes, Gibson Bowles, en las afirmaciones hechas en un ruidoso folleto sobre la vulnerabilidad y debilidad estratégica de Gibraltar. Sin embargo, a la simple vista, no me parece de una imposibilidad absoluta que por el lado de tierra, un ejército audaz y bien dirigido pudiese llegar a tomar la gran fortaleza, apoyado por modernísimos cañones, que encontrarían el más estupendo blanco que imaginarse puede. Por esto es muy explicable la actitud celosa de Inglaterra que, cada vez que el gobierno español ha intentado fortificar su territorio por los lados peligrosos, ha protestado por medio del embajador en Madrid, y ha impedido toda probabilidad de futuros perjuicios. Por su parte, el almirantazgo y el ministerio de guerra londinenses tienen siempre buenos centinelas. De Rooke a White, todos los que han tenido mando en el Peñón han sido espíritus hábiles y meritorios soldados. Me parece que en los versos de Paquito el malagueño, hay profecías difíciles de cumplirse. En Highest-Pont, en The Galleries, en Signal-Station, hay muchos ojos vigilantes. Y cada día que pasa se va aumentando el número de cañones, el trabajo de los diques de carena y el arreglo y buen mantenimiento de los innumerables galpones, bodegas y depósitos de municiones y víveres. Hay talleres excelentes y cantidades de carbón crecidísimas. El nuevo muelle, concluído casi, es de primer orden, como los otros en construcción. Una lluvia de libras esterlinas amaciza y fortalece todo eso.
Difícil de abordar el gobernador, el secretario colonial, Mr. Evans, es en verdad tipo simpático y afable. Un mi compañero ocasional, Mr. Fox—sonriente zorro anglosajón, que viaja por placer y sport, y que ha recorrido todo el mundo, se hace lenguas del secretario.—«¿Y la guerra, Mr. Fox? ¿Y la guerra?»—«No sabe nadie lo que puede pasar. Pero Inglaterra es tan prudente como potente, y no crea usted que se precipite a causar conflictos, de los cuales no se puede calcular el terrible resultado. No obstante, la Gran Bretaña está lista para todo evento. El pueblo simpatiza con el Japón, más que por la alianza, por la antigua enemiga con el Oso. En cuanto al estado de la marina y del ejército, no crea usted a los pesimistas. Se ha trabajado y se trabaja. Sir Charles Beresford, no diría ahora lo que en época no muy lejana. Esta es la opinión del vencedor de Ladysmith y de su amable secretario». Miss Fox, que acompaña a su padre y que tiene los más lindos ojos azules en el más fino y sonrosado rostro, aprueba. Lo cual me hace, incontinenti, no tener ningún cuidado por la buena suerte asegurada de los barcos y soldados de su majestad el rey Eduardo.
En un solo día he visto pasar un hermoso crucero francés, tres barcos de guerra de otras nacionalidades y como doscientos vapores mercantes. Se espera pronto a la escuadra nacional. Además, el King Alfred y el Diadem, que de Singapoore se dirigen a Inglaterra. Y dentro de días, la visita del emperador de Alemania.
Mr. Fox me hace saber cosas interesantes y pintorescas. Hay un club Ladysmith que da bailes de máscaras en sus salones, situados en el Flat Bastion Road. El ejército de salvación, por su parte, predica el bien y pone en las calles los grandes letreros usuales, con máximas evangélicas y declamatorios consejos. Pero los oficiales que escuchan y siguen al pie de la letra la palabra de esos comisionistas del Señor, son pocos como los temperantes de tal o cual asociación. Prefieren entre el hunting y el tennis, unas salidas gratas por el lado de la Línea, en donde hay cante flamenco, guapas mozas españolas y el consiguiente pale-ale y whisky de Escocia. Y aquí, en la ciudad armada, está el Empire, a la manera de Londres, con una London Variety Company, en que hay una «star» que se llama mademoiselle Vanmeeren.—«¡Soberbio, Mr. Fox!—¡I think so, Mr. Darío, The Channel Fleet will thus find ample amusement for their evenings on shore!»
Miss Fox mira, distraídamente, hacia la costa de España, donde Tarifa semeja una ciudad sin vida. La banda ensaya, no lejos, todos los himnos nacionales habidos y por haber. Las sombras nocturnas se adelantan.
—¡Allo, Mr. Fox!
—¿Una taza de té?
Tomar una taza de té con Mr. Fox es un placer, cuando no da en hablar de cacerías y otros sports. Miss Fox le acompaña siempre, y toma parte activa en charlas sobre literatura, sobre ocultismo, sobre artes.
Ambos son admiradores de Rodín, y se esfuerzan en convencerme de que los franceses no comprenden al gran escultor y los ingleses sí. Los ingleses y los norteamericanos, dice Miss Fox. Se celebra la poesía de Rudyard Kipling, algunas de cuyas composiciones, demasiado argóticas, confieso modestamente no comprender. Se trata del valor japonés, y no soy simpático cuando expongo mis simpatías por Rusia. Así, llegamos a tratar de la cuestión anglo-española, la eterna cuestión de Gibraltar.
—Los españoles, dice Mr. Fox, dicen que los Ingleses ocupan Gibraltar por una traición. Y a los japoneses se les acusa de traidores por causa del golpe por sorpresa que inició la guerra actual. ¿Qué guerra no es, en realidad, traidora? ¿Y qué cosa es traición, cuando se trata de guerra? Ahora bien, si los ingleses dejaran actualmente poner excelentes y modernísimas fortificaciones en el Fraile, en La Leña, en Camorro, en las Palomas y en otros lugares del litoral del estrecho, confiese usted que serían unos tontos. Puesto que usted ha leído al filósofo alemán de «Más allá del Bien y del Mal», no tengo que entrar en mayores disertaciones. Además el tiempo es oro.
Miss Fox pone un poquito más de brandy en mi té.
Pronto he de dejar el Peñón, erizado de hierro y de muerte. Me he de dirigir a la vecina Africa, cuyas costas se divisan, alzándose en el fondo el grande Atlas. Mis amigos ingleses me dan una carta de presentación para un rico árabe, que reside en Tánger, y llevo además otra, del amable cónsul argentino en Málaga, para el administrador español de correos en la ciudad blanca.
II
En estos días ha habido, como muy a menudo, divertimientos alegres para los distinguidos oficiales de esta férrea guarnición. Persona que ha asistido a ellos, me celebra la distinción y las elegancias de las jiras sportivas. Ha sido un fox hunting de lo más ameno y variado, después de gozar los invitados de la hospitalidad de Mr. Larios—, uno de la egregia familia que sabéis. Galopes animados hacia Salt Pans, por amables colinas, por Agua Corte; persecución de un zorro cerca de Polmones Village; amazonas animosas y bravos cazadores, que iban en caballos veloces; magnífica jauría;
como diría, en los buenos tiempos en que hacía versos, el señor presidente Marroquín, de Colombia. Además de zorros, ha habido jabalíes, entre los cuales uno viejo y terrible que hirió gravemente a dos sabuesos. Nada os diré de las excelentes provisiones, siendo ingleses los de la partida. Hasta versos se han rimado, en los cuales se dicen bromas anglosajonas que tocan al «honorable secretario». He aquí esa muestra del humor britanocalpense:
Eso, con otras estrofas más, se ha cantado con uno de esos joviales aires ingleses que habéis oído más de una vez. Así se divierten los militares que guardan la vasta fortaleza de rocas que humilla el amor propio de la Europa entera. Así se divierten, como en todas partes donde moran. Unos son enviados a la India, o a otras posesiones coloniales. Otros hay que viven aquí desde hace mucho tiempo. A veces suena un pífano, se oyen tambores. Un grupo de soldados pasa, solemne. Se lleva a enterrar a un compañero que quedará por siempre en el peñón, como están en el cementerio viejo, bajo túmulos grises, llenos de inscripciones, víctimas de Trafalgar... Pero son los amos de cuanto su vista abarca.
Como leyese las anteriores líneas a un mi amigo español que está en el mismo hotel que yo, sonríe amargamente.—«¿Usted no sabe hasta dónde llega la conquista de la libra esterlina y de los cañones del Peñón, en tierras de España, en tierra de nuestro D. Quijote? Pues escuche.» Y me lee unos recortes que saca de su cartera:
«Junto a Algeciras los ingleses disponen de campos para jugar al «golf», de cotos para cazar, de huertas para recrearse. Apenas alguien necesita en Algeciras vender una casa, los ingleses la adquieren, y a buen precio. Pronto habrá en Algeciras más propietarios ingleses que españoles. Sin embargo, Algeciras, es como Gibraltar una plaza fuerte. Bien es verdad que esta condición no se halla justificada sino por una vetusta batería artillada por algunas piezas de las que se cargan por la boca; pero no importa, buena, o mala, Algeciras es una plaza de guerra, y como tal, está sujeta a reglas especiales, ni más ni menos que la plaza de Gibraltar.
Sin extremar, como en Gibraltar se extreman—por ser allí la jurisdicción militar la única que rige—la dignidad, el honor, si todavía estos vocablos quieren significar algo en nuestra patria, debieran imponernos cierta línea de conducta. Entretanto, del propio modo que La Línea, El Campamento y Puente Mayorga son arrabales de Gibraltar, Algeciras se convierte paulatinamente en una dependencia del imperio británico. Hay una provincia inglesa que tiene por capital Gibraltar, y que comprende de hecho el Peñón, el Campo, Algeciras y todo el territorio hasta Tarifa por un lado, y de Ronda por otro. Es verdad que esta provincia tiene autoridades militares, civiles y judiciales españolas; pero quien gobierna efectivamente en ellas es el Foreign Office de Londres, y por mandato suyo, el general gobernador de la plaza de Gibraltar. Allí no se hace nada sin anuencia de los ingleses, en tanto que los ingleses hacen allí lo que les parece, seguros de hallar la aprobación tácita o la sanción legal de parte de España. La soberanía española en aquella región de la Península es una pura ficción. Conviene hablar claro y que lo proclamemos muy alto; es indispensable que España lo sepa: existe de hecho, enclavada en los dominios de la monarquía española, una provincia inglesa de Gibraltar, de la cual el Peñón es la cabeza y la ciudadela.
Los ingleses se han creado intereses por doquiera, desde la margen del estrecho hasta la serranía de Ronda. Todo el mundo sabe lo que significa para los ingleses la fórmula «crearse intereses». La intervención activa de la Gran Bretaña en la colonia portuguesa de Lorenzo Márquez y la transformación de ésta en una especie de protectorado británico, débese principalmente al ferrocarril de Delagoa a Komati-Port, cuyo primer interesado es un súbdito inglés. Así también la zona recorrida por el ferrocarril de Algeciras a Bobadilla cae, según la teoría diplomática inglesa «dentro de la esfera de los intereses británicos». De ahí que conceptuemos este ferrocarril como una infamia, porque, una de dos: o esta línea aprovecha al país, o aprovecha a los ingleses: si lo primero, el más elemental patriotismo aconsejaba que se concediese a una compañía nacional, o por lo menos, no inglesa; si lo segundo, jamás, en manera alguna, debía haberse otorgado la concesión a quienquiera que fuera, y menos aun, a una compañía inglesa. Si los ingleses no se encuentran bien en Gibraltar; si el Peñón les parece incómodo y angosto; si la residencia en Gibraltar les es penosa, por la falta de campos, de espacio, de comunicaciones, ¡que se vayan! pero que no vengan a exigir de nosotros esas facilidades de que carecen. Desgraciadamente, para oprobio nuestro, esas facilidades las obtienen con creces; gracias a nosotros, Gibraltar reune para ellos todos los atractivos y todas las comodidades imaginables». Todo eso es la pura verdad, y mi amigo español me hace notar que se les ha dado y se les sigue dando hasta tierra. ¡Hasta tierra! Sí, se ha traído mucha tierra de España y la que se pisa, en el muelle nuevo, y más allá, es, ciertamente, «tierra española...»
¿Y agua?
Hay aljibes admirables en que se aprovecha toda el agua que cae en el Peñón; pero se trataba no hace mucho de concesiones de no sé qué fuentes de la sierra al lado de San Roque. Y ha habido un diputado a cortes que sostenía con entusiasmo esa concesión. «Gibraltar tiene en el parlamento español «sus» diputados. Los ingleses no civilizan nunca, corrompen, y el espíritu corruptor inglés se extiende como una lepra a muchas leguas a la redonda del Peñón.» No obstante... Podrán los ingleses no civilizar; más, desde Castellar, Ronda, y demás lugares que se van acercando a Gibraltar, de donde se desborda la invasión británica, advertís un aseo, una actividad, una higiene, un confort y un pale-ale, que muy poco tienen de españoles...
No he encontrado en los habitantes de Gibraltar, originarios de familias españolas, un manifiesto deseo de volver a la antigua bandera... Se advierte que un nuevo espíritu se ha posesionado de la raza. Todo el mundo ama el trabajo y procura la actividad. He recordado la palabra del siempre citable Nietzsche: «Las razas laboriosas no pueden soportar la ociosidad. Fué un golpe magistral del instinto «inglés» santificar el domingo en las masas y hacerlo aburrido para ellas, a tal punto que el inglés aspira inconscientemente a su trabajo de la semana.» El domingo en Gibraltar, es como el domingo en Londres, o en cualquier ciudad anglosajona. Religiosa o no, la población se encuentra triste, opaca, sin movimiento, en un exceso de santificaciones.
Todos los ciudadanos de Gibraltar que hablan español piensan en inglés. El Peñón está bien asido, como por las poderosas mandíbulas de un gigantesco bulldog. Este no soltará fácilmente, antes bien quiere avanzar, tierra adentro.
Como he dicho, no se permite al Gobierno de España ninguna fortificación vecina. Inglaterra desea mantener el campo, tal como quedó establecido en 1810, cuando fueron volados los fuertes existentes. «De 1810 a acá, dice un escritor español, cuantas veces hemos intentado levantar las fortificaciones derruídas o construir otras, Inglaterra ha hallado medio de hacer obstrucción. Nuestras tentativas por recuperar en la bahía de Algeciras el rango a que tenemos derecho, o simplemente por organizar la defensa de nuestro territorio, corresponden a la segunda mitad del siglo xix. El último proyecto, el que más nos interesa, puesto que se aplica a los modernos adelantos de la artillería y a las recientes innovaciones en el arte de la fortificación, lleva la fecha de 1900.»
Los ingleses, por su parte, hacen perfectamente, pues una vez bien fortificada la parte española y artillada con cañones modernos, El Peñón estaría, dada una conflagración europea, en verdadero peligro.
TÁNGER


En el Gibel-Musa, vapor inglés, después de tres horas de mar, llego a tierra mahometana. Desde a bordo ha comenzado para mí lo pintoresco con el amontonamiento, sobre cubierta, de moros y judíos de distintos aspectos, blancos, morenos, de ropajes oscuros o de vestidos vistosos. Había ancianos de largas barbas blancas, semejantes a los Abrahames de las ilustraciones bíblicas, y mocetones robustos, hombres de faces serenas y meditativas, mercaderes con morrales y cajas. Había rimeros de paquetes, armas, bagajes. Había pipas humeantes de cazoleta diminuta. Cabezas con fez, con turbante, con capuchón. Había animales. Un árabe de negra mirada iba cuidando su caballo. Un viejo de dulce y venerable aspecto acariciaba un cordero. Las inglesas del pasaje y unas norteamericanas de gorrita impertinente y rosados colores sacaban instantáneas, no sin la protesta de algunos de los africanos, que veían en tal acto un atentado contra el precepto koránico. Atrás quedaban las costas andaluzas. (¿No es allá, oh soberbio y famoso mulato, donde el Africa empieza más bien que en los Pirineos?). El mar estaba apacible, a pesar de las cóleras que le han sacudido los días pasados, y el firmamento de un azul pacífico. Poco a poco la ciudad fué apareciendo a mi vista, y antes, a un lado, las alturas que se extienden hacia el interior, en donde hormiguean las kabilas; y más allá, la casita blanca del nunca bien ponderado corresponsal del Times, Mr. Harris (¡perpetúe Alah su felicidad y sus días!), que en tantas andanzas se ha metido, y cuya cabeza ha sido deseada por tantos alfanjes de hijos del Profeta. Ese brillantísimo colega y Mr. Mac-Lean tuvieron que salir más que velozmente a causa de políticas aventuras, en las cuales estaba mezclado el sultán modernista, sportman Moulai-abd-ul-Aziz (¡que Alah le dé unos buenos tirones de orejas!), el cual no piensa más que en bicicletas y máquinas fotográficas, cosa que no había pensado el buen Loti cuando le vió niño en la corte de su padre.
Por fin la ciudad se presenta, sobre el celeste fondo, la ciudad blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes. Confieso que es para mí de un singular placer esta llegada a un lugar que se compadece con mis lecturas y ensueños orientales, a pesar de que sé que es una ciudad profanada por la invasión europea, adonde la civilización ha llevado, con escasos bienes, muchos de sus daños habituales. Por de pronto, he ahí la muchedumbre de intérpretes del hotel, de dueños de botes de desembarco que pretenden desollarnos en todas las lenguas posibles. Y ya en el muelle, después de pasar la aduana, muchedumbre de guías, y de los que el señor Echegaray llamaría, por no hablar como Quevedo, galeotos. ¡La aduana! Yo no sé que es lo que le dice en árabe a uno de los empleados de turbante y albornoz el intérprete que me conduce; pero, como en algunos países cristianos, no me han registrado el equipaje, y ha de costarme esa deferencia el consabido premio. Entro a la ciudad por una de las tres puertas juntas arábigas que hay en los muros blancos, entre una muchedumbre de albornoces, turbantes y babuchas, burritos cargados, cargadores que atropellan, mendigos que tienden la mano y dicen palabras guturales, amontonamientos de fardos, de cajas, de cargamentos de todas clases. Hacia la izquierda subo por una calle estrecha, y a poco estamos en el mercado, o Zoko Chico, punto en donde se encuentra el hotel en que he de habitar durante mi corta permanencia. A pesar de las tiendas europeas, a pesar de la indumentaria de los turistas y vecinos europeos, el aspecto de la ciudad es completamente oriental. Me siento por primera vez en la atmósfera de unas de mis más preferidas obras, las deliciosas narraciones que han regocijado y hecho soñar mi infancia, en español, y complacido y recreado más de una vez mis horas de hombre, en la incomparable y completa versión francesa del Dr. Mardrus: Las mil Noches y una Noche. Es que tras esta mezcla de árabes, de moros, de kabilas, de europeos, que constituye la población accesible, existe el misterio y la poesía de la verdadera vida de Oriente, tal como en los tiempos más remotos. Pues, como muy bien se ha observado, el Marruecos contemporáneo es siempre el imperio moro del siglo duodécimo, con su organización feudal, su lujo y sus artes exquisitas. Y comprendo la inmensa distancia que hay entre esos espíritus de creyentes y fatalistas musulmanes y las almas de Europa y América; entre esas razas del animal humano llenas de ferocidades, de noblezas, de arrojos, de vicios y de virtudes naturales, y las razas nuestras que el progreso y la civilización han llenado de artificialidad, de sequedad y de desencanto. El desdén inmenso que estos hombres sienten por nosotros, tiene su base principal en el concepto distinto de la vida que hay en su cerebro. Ellos no guardan, como los que somos cristianos, ciertas ideas del pecado que hacen dura y despreciable la vida terrestre, y en su inmortalidad teológica, no esperan ni premios ni castigos que vayan más allá de nuestra comprensión.
Salgo del hotel a dar mi primera vuelta por la ciudad, caballero en una mula mansa y vieja, en una silla morisca forrada de paño rojo. Me precede, en otra mula, el guía, un español que hace largos años reside aquí, y que conoce el idioma perfectamente. Me sigue, a pie, un morito vivaracho, de grandes ojos negros. Ambos llevan látigos; el guía para los moros del pueblo, que no se apartan del camino, y el morito para mi mula. Así pasamos por toda la larga y única calle que pueda merecer este nombre, hasta llegar al gran Zoko, o Zoko de Barra, el mercado principal. No nos detenemos, pues por esta vez quiero conocer los alrededores. No lejos están las casas en que habitan los cónsules, algunas con hermosos jardines y de arquitectura oriental. Más afuera, en los declives del terreno, o sobre graciosas colinas, hay otras construcciones en donde moran extranjeros. Después es la campaña. Hay profusión de áloes y tunas, lo que en España llaman higos chumbos, y datileros e higueras. Manchas de flores rojas y amarillas entre los repliegues del terreno, y gencianas y geranios. Todo lo ilumina una luz grata y cálida. No muy distante, advierto grupos de casas bajas, aldehuelas como sembradas en el seno de los valles, y de donde se eleva una columna de humo. Y sobre una altura, de pronto, la silueta de un jinete. Unos cuantos soldados entran montados en sus hermosos caballos y armados de las largas espingardas que se creerían tan solamente propias para las panoplias de adorno y las colecciones de los museos y armerías. Son de las tropas que vienen del interior, en donde una nueva insurrección se ha levantado de manera tal, que desde hace algunos días son escasas las caravanas que entran a Tánger, y, por lo tanto, sufre el comercio.
La tarde cae y vuelvo al hotel.
He bajado a la playa, allá lejos, en donde hay casetas de baño y pasan de cuando en cuando moros montados en sus burros, que vienen de no sé dónde, del campo vecino, de detrás de las alturas cercanas. Hay cerca un quiosco blanco y pintoresco, casas blancas de techos rojos, habitaciones en que ricos extranjeros se solazan enfrente de las aguas azules.
Desde aquí se divisa una parte de la población; en algunos puntos jardines y arboledas; más lejos, murallones, las orientales construcciones cúbicas, construídas como en un vasto anfiteatro. Hay algunas de dos pisos, y tales rodeadas de otras bajas, con muchas puertas.
Una que otra lancha se ve por ahí cerca en el mar quieto. Hay una grande paz. Por aquí deben habitar de esos ingleses y norteamericanos hábiles y curiosos que han sentado sus reales en esta tierra y han explotado y explotan el país comercialmente, o como dice un buen censor, que han hecho experiencias industriales e industriosas. Los chalets y moradas que hay cerca de mí, muestran todos los aspectos de nuestras mansiones de ricos occidentales.
A poco rato de vagar, he aquí que sale de una de las casas una bella dama rubia, mientras en lo interior suena un piano. Pongo el oído atento a lo que tocan. Es algo del Otello de Verdi. No está fuera de lugar.
Un caballero español me presenta a Mohamed-Ben-Ibrahim, moro de letras, que ha viajado por Francia, Italia y España, y que conoce perfectamente, para ser moro, la literatura española. Es un tipo elegante, quizá demasiado europeizado, que a su traje flotante y soberbio ha agregado una magnífica leontina hecha por un platero madrileño, y un reloj suizo, de cincelados oros, con campanilla de repetición, que se complace en hacerme oir cuando paseamos... Me habla del poeta Zorrilla y me recita versos del maestro. Me pregunta si Zorrilla sabía árabe y, como yo resueltamente y creyendo decir la verdad, le digo que sí, su contentamiento es grande. Mohamed no ha perdido mucho de su carácter nacional a pesar de sus viajes y de su confesado afecto por las mujeres cristianas, sobre todo por esas huríes singulares de París. Él continúa en la completa fe de sus mayores, y es un mahometano practicante que no olvida, a la hora señalada, su plegaria, con la mirada hacia el punto cardinal en donde la ciudad sagrada se encuentra. Pero no es suficientemente ortodoxo... Hemos entrado en un bar, o cosa por el estilo, que hay cerca de mi hotel, y allí Mohamed se ha mostrado demasiado afecto a una bebida nacional británica, muy usada por los célebres rumíes Harris y Mac Lean...: el whisky-and-soda. «Amigo Mohamed, le digo, tengo una vaga sospecha de que vuestro profeta no os ha dicho precisamente que el vino es bueno, y menos el whisky». Mohamed sonríe, pero no con irreverencia occidental, antes bien como quien va a decir una cosa de razón a quien la ignora. «Es cierto que él peca, porque le gustan mucho no solamente el whisky, sino los vinos de España, y sobre todo el champaña que aprendió a saborear en los bulevares parisienses, y cierto moscato espumante de que la admirable Italia le dió muestra exquisita, pero él es un creyente que conoce muy bien su religión, y las condiciones que hay que llenar para que los pecados sean perdonados y sea abierto el mahometano paraíso. El peca, y luego va a la Meca.
No ha faltado, desde hace tiempo, una sola vez a la consagrada costumbre, obligatoria para todo buen musulmán, y así Alah le reconoce digno». Esto dicho, Mohamed bebe su licor escocés con fruición y vuelve a hablar de poesía. A este propósito me confía que se ha atrevido a hacer versos en español, y me recita algunos, no más malos que los de tales incircuncisos que yo me sé. Me cuenta que hay marroquíes y tunecinos que cultivan la literatura castellana, y me pondera a un su amigo de Túnez, llamado Abul Nazar, de quien me recita unos versos a la Giralda sevillana, que le habrían satisfecho a Zorrilla, por moros y por zorrillescos. Abul Nazar, como Mohamed-Ben-Ibrahim, siente en verdad que el alma del autor de Granada, era, siendo tan católica, enormemente sarracena. Los versos de Abul Nazar, son los siguientes: